Jun 23, 2022
T4E7 – El Secreto de la Inmortalidad
Para mí, la parte más difícil de mis trances de Ayahuasca siempre fue la vivencia de la muerte. Es una experiencia que comparten muchos yagenautas y usuarios de otros enteógenos como los hongos o el LSD. En lo que algunos describen como un "mal trance", sientes que estás a punto de morir; pero no es un pensamiento o ni siquiera un temor, es una certeza: te estás muriendo y no importa que sepas que estás bajo los efectos de un psicoactivo, estás viviendo tus últimos minutos.
Durante esos momentos, dicen los taitas, el caminante del Espíritu se encuentra ad-portas de una de las pruebas más importantes para convertirse en chamán. Omar Barreto decía que el verdadero chamán tiene que mirar a la muerte a la cara y viajar con ella en los mundos internos, dejarse llevar para conocer los misterios de los grandes sabios.
Pero yo nunca pude dejarme llevar. No importaba que fuera consciente de que estaba en medio de una ceremonia, donde la muerte no sería real y definitiva sino mental y momentánea. La convicción de estar a punto de perder la vida era tan visceral y convincente que cada vez que la sentía, combatía con toda mi fuerza para mantenerme vivo, lúcido y presente.
Es posible que mi miedo a la muerte haya truncado mi camino chamánico y me haya impedido develar más secretos del camino ancestral. Pero esa experiencia, el no ser capaz de dejarme morir “de mentiras”, ni siquiera a cambio de las respuestas y experiencias que tanto anhelaba, me dejó inquieto y desde entonces he meditado sobre ese miedo irracional a la muerte, que no sólo me obstruyó el camino chamánico, sino que eventualmente me llevó a experimentar un serio episodio de ansiedad. Instinto de Supervivencia
Es probable que tú también hayas experimentado o al menos contemplado el miedo a la muerte. Es una experiencia común en casi todos los seres humanos y probablemente en otras especies, si es que también son capaces de abstraer el concepto del fin de la propia existencia.
Algunos autores consideran que la maldición de la humanidad desde que la selección natural, o los dioses, eligieron para nosotros el camino del intelecto y el conocimiento, es la certidumbre de nuestra propia mortalidad. La muerte es un concepto inseparable de la consciencia de la vida porque una no se puede entender sin la otra, así que una vez nos hacemos conscientes de nuestra propia existencia, nos dirigimos inextricablemente hacia el desolado paraje de contemplar la inevitabilidad de la muerte, no solamente la nuestra, sino peor aún, la de aquellos a quienes amamos.
Hace poco, mi hija Luciana empezó a preguntarme por primera vez sobre la muerte y de golpe me enfrentó con mis más profundas incertidumbres existenciales. ¿Cuál es mi posición frente a la muerte, después de todos estos años de llevar una relación tan difícil con la que los Muiscas me enseñaron a ver como la tercera madre, después de la mamá de carne y hueso y la madre tierra?
Las preguntas de Luciana también me recordaron que gran parte de mis conflictos con la muerte se derivan de la educación – o ausencia de ella – sobre ese tema durante mi infancia; la influencia de la religión y en general, el rechazo casi universal de la muerte en nuestra sociedad. A esto me voy a referir luego, pero volvamos al punto anterior.
A la edad de mi hija, alrededor de los siete años, los humanos empezamos a cuestionar nuestra realidad, a hacernos preguntas sobre lo que significa estar vivo y, eventualmente, sobre lo que significa morir. Los niños en ese punto son como un lienzo en blanco con respecto al tema; Lo que los adultos les digamos con respecto a la muerte se convertirá en el punto de partida para desarrollar su relación con ese concepto.
Al haber nacido en un hogar católico, la visión sobre la muerte que mis padres me inculcaron fue la que la Santa Iglesia manda: al morir, la justicia divina decide con base en los méritos de tu existencia si vas al cielo a disfrutar de la presencia eterna de Dios, o al purgatorio para habilitar las materias que hayas perdido, o a consumirte en el fuego del infierno si fuiste un pecador empedernido.
Casi todos los niños que reciben esta doctrina, o cualquier otra ficción de escape, como la reencarnación o transformarse en ángel o teletransportarse a otro planeta, entienden una sola cosa: al morir, las cosas ya no serán como ahora y estarás en un lugar muy lejano. Con lo cual, casi todos los niños se resisten al cambalache y deciden que no quieren tal cosa, ni para ellos ni para sus papitos.
Mi respuesta para Luciana entonces, como no podría ser de otro modo, se alejó de aquellas ilusiones místicas y en cambio describió mi visión actual sobre la muerte, la cual compartiré hacia la parte final de este episodio. ¿Logré darle una respuesta que alejara el miedo de su mente inocente? Absolutamente no, hubo amago de llanto y rechazo a mi descripción poética de la muerte, pero creo que sembré la semilla para que su comprensión sobre la muerte avance por un camino menos pedregoso que por el que tuve que dar tumbos yo para llegar a mi comprensión actual. El Gran Misterio
La gran virtud – y a la vez el problema – de la muerte, es que como lo dije antes, sabemos que es inevitable como consecuencia de que somos conscientes de la existencia propia y como tal, la llevamos todo el tiempo como una espada de Damocles, recordándonos que al final del camino, la muerte nos espera para borrar de un tajo todo lo que somos y lo que podemos.
Digo que es una virtud y un problema, porque según como elijamos verlo, la consciencia de nuestra mortalidad nos puede servir como motivación para vivir intensamente, elegir el amor sobre el miedo y construir un legado, o bien, para decidir que la vida no tiene ningún sentido si al final todo termina en las tinieblas de la inexistencia.
Ante lo segundo, la alternativa más común parece ser la adopción de alguna fe religiosa que nos permita sobrellevar la angustia existencial con el bálsamo de una incierta prolongación de nuestra consciencia en un empaque diferente, como promete el hinduismo y otros credos reencarnacionistas, o en un cuerpo astral o alterno en un planeta, dimensión, universo o realidad diferente; llámese cielo, purgatorio, nirvana, Kolob o Valhala.
Los “más allá” que se nos ofrecen, en su amplia variedad de climas, comodidades y entretenciones, tienen una cosa en común: nos aseguran un reencauche o reciclaje sempiternos de nuestra consciencia individual-personal.
En este sentido, la idea de la vida eterna en el más allá me parece más eficaz y atractiva que su contraparte reencarnacionista por dos razones: La reencarnación se presenta como un castigo en sí mismo: un prolongado ciclo de muerte y renacimiento en el que cada iteración nos resetea la memoria y nos condena a repetir errores y apegos, hasta que, en alguna de tantas vidas, de algún modo logremos iluminarnos, escapando así la infame rueda del Samsara.
Con lo cual, por la vía de la iluminación o con pasaje automático después de la muerte, nuestra esperanza de darle sentido a las briegas y tribulaciones de la existencia humana, recaen sobre la posibilidad de hallarnos en algún momento en presencia o ejercicio de la presencia divina por los siglos de los siglos. En ese estado – o lugar – cesarían las aspiraciones y deseos humanos de placer material, poder, conocimiento, desarrollo, socialización, etcétera.
Esta promesa de una eternidad de embelesamiento místico ha probado ser un bálsamo eficaz para ahuyentar, o por lo menos para mantener a raya el pavor a desaparecer completamente; a entrar a un estado de no-existencia – algo que no podemos si quiera imaginar – a pesar de ser el estado en el cual nos encontrábamos antes de ser concebidos.
Cuando empecé a pensar en estas cuestiones, intenté abstraer estos conceptos sobre la vida eterna y hallé, como probablemente te habrá sucedido a ti, muchos hueco…