Última actualización el 2021-01-07
Después de recibir mi rito de paso, por fin pude sentirme totalmente parte de la comunidad de Pueblo Nación Muisca-Chibcha. Ya usaba vestidura blanca para los encuentros de la comunidad, me empecé a dejar crecer el cabello y poco a poco añadía elementos de identidad indígena a mi vestuario y mi casa. Esto incluía manillas tejidas por comunidades indígenas del Amazonas y mi primer collar de plumas, el cual adquirí por unos pocos pesos en una feria artesanal del centro de la ciudad.
Por primera vez en mi vida me sentí completamente aceptado y valorado en un grupo social. Lo más cercano hasta ese momento había sido cuando pertenecí a los boy scout durante mi infancia, pero incluso entonces no llegué a ser parte de la “rosca” como se dice coloquialmente en Colombia. Con los muiscas, en cambio, había encontrado amigos, guías, compinches y en cierto modo otra familia. El cariño de los abuelos, principalmente Suagagua, Yanguma y Nemequene era genuino, cálido y familiar, los otros miembros jóvenes de la comunidad eran, a pesar de las diferencias sociales y culturales, más cercanos a mí en su cosmovisión y propósito que la mayor parte de mi familia extendida.
Un evento que me hizo acercar mucho más a los abuelos, surgió después de una fuerte discusión de pareja que tuve con Paula. Habíamos encontrado por primera vez una prueba seria para nuestra relación y fue la primera vez que estuvimos realmente cerca de dar por terminado nuestro proyecto de pareja. Ambos sabíamos que los abuelos eran especialmente protectores de las parejas de la comunidad ya que siempre decían que el trabajo en pareja era la parte más importante de la labor espiritual desde lo ancestral. Además, la familia era la manera de cultivar y propagar los usos y costumbres que los abuelos tanto se esmeraban por rescatar y resignificar.
Le conté al abuelo Suagagua que Paula y yo estábamos en medio de una situación irreconciliable y que probablemente terminaríamos nuestra relación. Él inmediatamente se puso a nuestro servicio y rápidamente nos invitaron a los dos a conversar con ellos en su casa. Agradecidos por el gesto, acudimos a casa de los abuelos, el mismo lugar en el que yo los conocí varios meses atrás. Durante algunas horas de conversación, los abuelos se comportaron con nosotros como verdaderos padres, nos hablaron desde su sabiduría ancestral pero también como una pareja de personas tal como nosotros. Nos compartieron algunas de las dificultades que habían superado como pareja y encontramos que algunas eran muy similares a las que nosotros estábamos enfrentando.
Los abuelos, igual que nosotros, habían iniciado su relación cuando la abuela Yanguma era tanto o más joven que Paula. La diferencia de edad y experiencia entre ellos era similar a la que había entre nosotros dos y al igual que Paula, la abuela había tenido que adaptarse al ritmo acelerado de la búsqueda espiritual de su pareja. Con el tiempo, nos dijo, ella habría de alcanzar e incluso superar al abuelo en su compromiso con los asuntos espirituales y de comunidad. Aquella conversación no resolvió nuestros problemas, pero sí nos dio otra perspectiva y nos hizo ver que tal vez nuestra situación no era tan grave como pensábamos.
Pocos días después, fue el abuelo Nemequene quien al final de una reunión de la comunidad, nos invitó a Paula y a mí a conversar aparte. Al igual que los abuelos antes que él, Nemequene nos habló principalmente como un adulto mayor con experiencia en la vida de pareja y no como un sabedor indígena. Sus consejos fueron muy aterrizados e incluso hizo uso de palabras de grueso calibre con las que tal vez estaba subrayando su posición pragmática sobre el asunto. Agradecimos su valiosa opinión y con un esfuerzo importante tanto de Paula y yo, logramos superar esa prueba y fortalecer nuestra relación.
En retrospectiva, a pesar de lo útiles que resultaron los consejos de los abuelos y el evidente cariño que los motivaba, el evento sería una nueva bandera roja, similar a la que percibí con mi juramento de lealtad en el rito de paso: Los abuelos eran una autoridad espiritual pero también social y administrativa así que el hecho de que nuestros problemas de pareja se discutieran entre ellos y luego intervinieran directamente, acarreaba peligros que en ese momento ni siquiera intuíamos.
Expulsión de la Maloca
Durante ese año, sucedió algo que a la postre transformaría las dinámicas de la comunidad durante los siguientes años: La nueva administración distrital, decidió que la maloca del Jardín Botánico no seguiría siendo administrada por la comunidad Muisca, como había sido hasta entonces por recomendación del abuelo Víctor Martínez, quien dirigió su construcción, sino que tendría que ser compartida por todas las comunidades indígenas presentes en la capital. La coordinación de actividades, quedaría entonces a cargo de la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC).
La ONIC es una organización que agrupa a un gran número de cabildos indígenas del país, pero solamente aquellos legalmente establecidos y reconocidos por el gobierno colombiano, algo que en ese momento no había logrado ni el Pueblo Nación Muisca-Chibcha ni los cabildos que apenas estaban en formación. Además de la falta de reconocimiento, Pueblo Nación carecía de una buena relación con los cabildos muiscas que sí eran reconocidos por el gobierno y que hacían parte de la ONIC. De esto hablaré más adelante.
En cualquier caso, el resultado neto del cambio de administración fue que no pudimos seguir usando la Maloca del jardín botánico y la comunidad se quedó sin su más importante faro para buscar nuevos muiscas, simpatizantes que quisieran hacer parte del proyecto de resignificación del pensamiento ancestral muisca que lideraban los abuelos. Los abuelos empezaron inmediatamente a buscar recursos legales y apoyos políticos para lograr un retorno a la Maloca, el cual nunca llegó a darse, al menos no en las condiciones anteriores. Mientras tanto, la alternativa era buscar sitios adecuados para las reuniones de comunidad, que usualmente convocaban entre 30 y 50 personas y para las convocatorias públicas que se hacían para dar visibilidad al proceso y atraer nuevos miembros.
La solución para lo segundo fue utilizar las “aulas ambientales” o espacios en parques naturales y humedales públicos pertenecientes al distrito de Bogotá, los cuales se podían usar sin necesidad de permisos formales. Estos espacios incluían principalmente el parque “Mirador de los Nevados” en la localidad de Suba, el parque “Santa María del Lago” y el humedal “Jaboque” en Engativá y el humedal del Neuta en la localidad de Soacha. En estos lugares, que eran bellas reservas naturales a cielo abierto, los abuelos convocaban a conversatorios, ceremonias y charlas que a veces se hacían con el único fin de dar a conocer el pensamiento Muisca y otras veces se enmarcaban como parte de contratos de divulgación cultural que los abuelos Suagagua y Yanguma gestionaban con el gobierno distrital a través de una fundación privada llamada Funaza, que pertenecía a ellos como personas naturales, pero no a la comunidad Muisca.
Para las reuniones de la comunidad, sí se necesitaba un espacio cerrado y privado ya que se trataban temas del orden interno de la comunidad y se realizaban ceremonias de limpia como las que he descrito, que tenían que mantenerse lejos de los ojos del público. Siempre había simpatizantes del movimiento que ofrecían locaciones para realizar las reuniones, pero no siempre eran convenientes desde el punto de vista de ubicación o comodidad.
El primer lugar de reunión que la comunidad utilizó después de salir de la maloca del Jardín Botánico, fue un salón comunal ubicado en el barrio Nicolás de Federmán hacia el centro de la ciudad. Este es un sitio que recuerdo con especial aprecio porque quedaba relativamente cerca del primer apartamento en el que Paula y yo vivimos juntos. Allá continuaron las reuniones los viernes en la noche y a pesar de que no contaba con la majestuosidad y ambiente ancestral de la maloca, supimos adecuarnos a la nueva realidad y considero que las reuniones no perdieron en calidad y emoción, aunque hay que reconocer que los abuelos de pie frente a una pizarra con marcador en la mano, no se veían tan místicos como sentados a un lado del fuego en la maloca.
Nemcatacoa
Uno de los recuerdos más divertidos que tengo durante los meses que duramos asistiendo a reuniones de Pueblo Nación en el salón de Nicolás de Federmán, fue la invitación que recibieron los abuelos, así como un grupo de miembros de la comunidad, para “trabajar” en un importante evento musical que se llevaría a cabo a las afueras de la ciudad.
Por aquellos días, en Colombia se había puesto de moda la historia sobre un chamán que contrató el equipo que preparó la ceremonia inaugural de la presidencia de Juan Manuel Santos. El objetivo del polémico contrato había sido utilizar el conocimiento ancestral del chamán para evitar la lluvia durante el evento de posesión presidencial.
Lo cierto es que durante la inauguración de Santos no cayó ni una gota de agua, a pesar de que había pronóstico de lluvia. Lo que sí llovieron fueron las críticas al nuevo presidente por acudir a la pseudociencia para un contrato que tal vez terminarían pagando los contribuyentes. A pesar de los reproches, muchos empresarios dirigieron la mirada al simpático chamán, y al chamanismo en general, como una alternativa para obtener un empujón sobrenatural y ayudar a la caja registradora.
Un grupo de esos empresarios estaba a punto de organizar la primera edición de un nuevo festival musical, que planeaban realizar cada año durante octubre, un mes conocido en el altiplano cundiboyacense por ser de lluvias frecuentes y torrenciales. Desconozco la forma exacta en que los empresarios entraron en contacto con los Muiscas, pero el abuelo Suagagua solía moverse entre todo tipo de organizaciones con motivo de sus labores como consultor empresarial, actividad personal que alternaba con sus tareas como líder indígena.
En cualquier caso, los empresarios del festival musical contrataron a Suagagua y otros abuelos por una suma indeterminada, y ellos nos ofrecieron a varios miembros de la comunidad la posibilidad de ayudar en el evento, a cambio de comida, transporte y claro está, la posibilidad de disfrutar de al menos algunos de los conciertos que se tenían programados. El objeto del contrato era el de realizar ceremonias y rituales para evitar que lloviera durante el montaje de escenarios y equipos, y durante el concierto.
Paula, que no era tan afecta a las largas ceremonias muiscas, pero sí a la música de Green Day, una de las bandas que se presentaría en el festival, accedió a acompañarme en la aventura, a pesar de que el precio serían largas horas de ceremonia de tabaco, ambira y palabra de los abuelos.
El abuelo Suagagua contó que los empresarios lo buscaron después de tres días continuos de aguaceros en el sitio del evento y que él había pasado la noche en el lugar, negociando con los espíritus del territorio los términos para una tregua climática durante algunos días. Después de deliberar en los mundos internos, se establecieron las condiciones del acuerdo: una suma desconocida, un camerino para la comunidad y que el festival llevara el nombre de una deidad del panteón muisca. El elegido sería Nemcatacoa, protector de los tejedores de mantas, las artes y las festividades ancestrales.
Con lo cual, la organización el evento dispuso de un autobús para transportar a los muiscas, una carpa grande y suficiente comida para los miembros de la comunidad durante los dos días que duró el evento. Paula y yo solo acompañamos el evento durante un día con su noche ya que en realidad lo que más nos animaba era ver de cerca a una de nuestras bandas musicales favoritas. Sin embargo, atendiendo el compromiso adquirido, desde temprano estuvimos sentados junto a los abuelos y los otros muiscas rapeando tabaco, chupando ambira y palabreando al lado del fuego sobre nuestros temas organizativos y espirituales.
De vez en cuando aparecía un nubarrón en el cielo y la abuela Yanguma inmediatamente repartía tabacos nuevos, nos pedía que los encendiéramos y los ofrendáramos al espíritu de Sie (agua) pidiéndole que llevara la lluvia a otra parte. Si la nube se resistía, la abuela empezaba a carburar el tabaco con más empeño y si la cosa se ponía difícil, se sacaba el tabaco, lo giraba con la punta encendida hacia adentro de la boca y lo soplaba con fuerza mientras con la mirada conminaba a la rebelde nube a volver por donde vino.
Sin poder constatar si fue por efecto del acuerdo que hizo el abuelo Suagagua, la soplada de tabaco en reverso de la abuela o las caóticas dinámicas del viento de la sabana, lo cierto es que durante el fin de semana del evento, solamente cayeron unas breves lloviznas que no alcanzaron a espantar a los asistentes al festival, a pesar de que, por las lluvias de los días previos, el piso sí estaba hecho un completo lodazal y todo el mundo andaba con barro hasta las rodillas.
Lo que sí hay que reconocer es que cada vez que la incipiente llovizna remitía, nosotros reclamábamos el éxito como propio. Después de todo lo que yo había vivido, no estaba en posición de dudar del poder de las plantas sagradas… A pesar que mi mente racional se burlaba de mi en secreto.
Nemcatacoa fue para nosotros una agradable experiencia en general. La compañía de los amigos muiscas y los abuelos siempre era agradable y tuvimos la oportunidad de disfrutar el mejor concierto que habíamos presenciado hasta ese momento, a pesar del pésimo estado de la grama y los numerosos problemas de sonido que se presentaron. Incluso estuvimos muy cerca de ver a nuestros ídolos musicales cuando nos encontrábamos al lado del camerino que les habían asignado y vimos una camioneta que salía de la estructura tipo carpa. En su interior se movían unas sombras con estilos de cabello que de inmediato reconocimos, pero cuando nos acercamos con la idea de usar nuestro estatus de indígenas guardianes de los elementos, fuimos detenidos por un par de robustos escoltas.
El único punto discordante de la noche sucedió justo en el momento que para los abuelos sería la mejor parte del compromiso. Poco antes de que Green Day subiera al escenario, el abuelo Suagagua nos contó la sorpresa que tenía guardada: la más importante de las condiciones que los abuelos del territorio habían puesto para eximir de tormentas al emproblemado festival, era que los abuelos y miembros de la comunidad muisca tendríamos la posibilidad de subir a la tarima principal antes del número más importante de la noche, para dirigirnos al público.
Huelga decir que no habíamos preparado nada y que las dotes artísticas del grupo estaban muy lejos de lo que pudiera considerarse ligeramente sofisticado. Aun así, terminamos de pie con nuestras vestiduras blancas, detrás de los abuelos frente a no menos de 10,000 personas, ansiosas – como nosotros – de ver a la mítica banda de California. El abuelo Suagagua tomó el micrófono principal y saludó con entusiasmo a los asistentes, haciendo gala de unas sorprendentes dotes de animador.
El público recibió el saludo con euforia y estalló en un fuerte aplauso que la verdad me sorprendió. El abuelo anunció que realizaríamos un saludo a los cuatro vientos para encomendarlos a todos a los espíritus guardianes del territorio y luego los dejaríamos con el plato fuerte de la velada. Los aplausos se repitieron y los abuelos sonreían probablemente palpando el ansiado despertar masivo del espíritu Muisca. Inmediatamente la abuela Yanguma tomó el micrófono principal y empezó a entonar el tradicional canto “Ata fihizca”, el cual transcribí en un capítulo anterior.
Allí empezaron los problemas. Para empezar, debo decir con todo el respeto por la querida abuela Yanguma, que su voz y afinación no son privilegiadas y para colmo de males, tampoco era diestra en manejar un sistema de sonido de ese nivel así que ella pegó su boca al micrófono y cantó a todo pulmón, añadiéndole al desafine la estridencia de la saturación de ganancia. Supongo que los técnicos de sonido reaccionaron inmediatamente bajando el nivel de las entradas, pero lo que lograron fue acallar casi por completo los tímidos tambores que mis compañeros trataban de hacer sonar al nivel del canto de la abuela. Además de esto, el “Ata fihiska” que en condiciones normales tomaba unos cinco minutos en total, se convirtió en un recital de no menos de 15 minutos que a Paula y a mí se nos hicieron interminables.
Entre cada estrofa del canto, el abuelo Suagagua tomaba el micrófono para explicar a la ya impaciente audiencia el profundo significado de cada palabra. Ni que decir que, a los pocos minutos del ancestral castigo auditivo, el público se rebeló y cambió los cariñosos aplausos del principio por enardecidos abucheos y rechiflas. Mi hermana, que se encontraba ese día entre el público nos contó luego que los insultos también estuvieron a la orden del día y que los pocos aplausos que se escucharon desde la tarima, sólo tenían la intención de informar a la pintoresca banda muisca que era hora de desalojar para darle paso a los rockeros. Todavía me causa gracia pensar que la famosa banda de Basket Case y Wake me up When September Ends, tuvo que esperar con paciencia a que los muiscas termináramos de despachar el saludo a los cuatro vientos.
No sé si fueron los abucheos en la tarima, o que los organizadores del festival, cada vez más atareados y agotados por numerosos contratiempos, ya no tenían paciencia para atender las demandas de los muiscas, pero el caso es que la abuela Yanguma entró en una de sus proverbiales explosiones de mal genio y empezó a soplar tabaco con furia por la nariz de los muiscas que tenía al alcance. También la vi soplando tabaco al revés, como sabíamos que solía hacer cuando utilizaba los humos de la planta en modo de ataque. Decía que esos organizadores no iban a pasar por encima de la abuela Cagüi, que era el nombre del alter-ego que la poseía cuando llegaba su abuela espiritual y echó unas cuantas sentencias airadas en la lengua inteligible que usaba como parte de ese performance.
Nuevamente, tal como pasó con la cumplida profecía de que no llovería durante el festival, también se cumplió la advertencia de Yanguma de que los abuelos castigarían a los organizadores por su insolencia. La tregua de la lluvia sólo llegó hasta poco después del último día del festival y no alcanzó para poder recoger equipos, tarimas y carpas, con lo que las pérdidas de los empresarios seguían acumulándose. Y lo peor fue que en un imprudente ejercicio de desmonte de equipos bajo el aguacero, uno de los empleados de un contratista se cayó desde una tramoya sufriendo graves lesiones.
Así como los muiscas reclamamos con alegría la ausencia de lluvia durante los dos días que duro el evento, la abuela reclamó como suyo el accidente que casi le cuesta la vida a un inocente trabajador. En su actitud cuando se habló de la situación, pude notar una mezcla de pena por la suerte del desdichado y orgullo por el “poder” de su abuela espiritual. Yo la verdad, no sabía qué pensar.
La Casa de Perseo
Poco tiempo después de Nemcatacoa, la comunidad se quedó nuevamente sin sitio para realizar las reuniones de los viernes y nuevamente los abuelos tuvieron que empezar a mover sus contactos para lograr un nuevo sitio de reunión. En este caso, nuevamente dieron fruto los numerosos contactos de asesoría y coaching que el abuelo Suagagua mantenía como parte de su actividad profesional.
El nuevo santuario para la resignificación Muisca provino de la mano de la familia del desaparecido escultor colombiano Héctor Lombana, creador de los famosos monumentos de los Zapatos Viejos y la India Catalina en Cartagena y de los indígenas Arhuacos en Santa Marta. El artista falleció por un paro cardiorrespiratorio en octubre de 2008 pero lo sobrevivieron su viuda y tres hijos cuyos nombres revelaban la fascinación del maestro Lombana por la mitología griega: Perseo, Ulises y Aquiles.
Desconozco el motivo por el cual el abuelo Suagagua había conocido a la familia Lombana, pero lo cierto es que todos ellos, sobre todo la viuda y su hijo Perseo, se enamoraron de la causa Muisca y sin dudarlo ofrecieron su hermosa casa cerca de la plaza principal del antiguo municipio de Suba, para realizar las reuniones de la comunidad. De todos los sitios donde nos reunimos después de salir de la Maloca del Jardín Botánico, la casa de Perseo, como quedó bautizada la antigua casona de paredes blancas, fue el sitio del que mejores recuerdos tengo y donde hicimos más ceremonias y rituales, incluyendo mi matrimonio espiritual con Paula, el cual describiré en el siguiente capítulo.
La casa, llena de obras de arte, esculturas inacabadas y hermosas flores era una invitación a la reflexión y el descanso y allí asistimos durante varios meses Paula, mi hija Ana María y yo. Durante muchas tardes, noches y amaneceres compartimos allí palabra de sabiduría, medicina y rituales sagrados. La familia Lombana era un dechado de generosidad y no era atípico que nos atendieran con galletas, pasabocas y bebidas. La señora Lombana pronto hizo migas con la abuela Yanguma, quien se propuso convertirla en una abuela y por lo tanto empezó a dedicarle especial esfuerzo para que aprendiera los artes del tabaco, la preparación de la chicha, el tejido y otras actividades tradicionales de mujer.
La señora se dedicó con constancia y empeño a recibir este conocimiento y soportar con estoicismo las duras pruebas que con frecuencia entraña el recibir empoderamiento en estos usos ancestrales. La abuela Yanguma era conocida por ser a la vez cariñosa y exigente con sus mujeres, incluso llegando a veces a reprender y causar algunas lágrimas, que desde luego no eran nada en comparación con las que ella misma tuvo que derramar cuando recibió instrucción por parte de sus abuelas mentoras.
Una de las ceremonias que realizamos en casa de Perseo y que yo recuerdo con mayor cariño, fue una preparación de ambira, de esas que solían durar entre 36 y 48 horas y que involucraban la participación de casi todos los miembros de la comunidad. Algunos pocos se encargaban de comprar bultos de hoja de tabaco en las plazas de mercado de la ciudad. Se acopiaban en la casa de los Lombana y la comunidad se reunía para llevar a cabo la preparación de la medicina.
Para esto, las mujeres se encargaban de lavar las hojas, retirarles la vena central y ponerlas a hervir. Cuando ya estaban en su punto, los hombres nos encargábamos de retirar las hojas de la enorme olla y proceder a exprimirlas con trapiches manuales que se improvisaban con dos palos fuertes y un costal de polietileno. La lona se cosía entre los palos como si se tratara de una hamaca con listones y en ella se ponían las hojas hervidas. Luego, dos varones se encargaban de girar los palos en sentidos opuestos mientras un tercero apretaba con sus manos la lona para sacar hasta la última gota de savia rica en nicotina.
Esta última tarea era la más anhelada por quienes estábamos en proceso de iniciación ya que veíamos como un honor el quemarnos las manos extrayendo la sangre del tabaco. Con cuatro o cinco tríos de tybas (varones) exprimiendo tabaco, se lograba terminar la extracción en unas seis horas, al cabo de las cuales, se tenía por fin la materia prima para la parte más larga del proceso: la cocinada.
Cada grupo de trapicheros presentaba el fruto de su esfuerzo a los abuelos, quienes evaluaban el líquido, el bagazo restante de las hojas y juzgaban si el trabajo había quedado bien hecho. En caso contrario, los aprendices tenían que repetir el esfuerzo con una tanda adicional de hojas. Los jugos extraídos de varios bultos de hoja de tabaco, usualmente sumaban apenas unos pocos litros de líquido. Éste se debía entonces hervir a fuego medio hasta que se evaporara la mayor parte del agua y quedara una melaza oscura y espesa. Este proceso podía durar ocho a doce horas sin problema, tiempo durante el cual, nadie podía dormir. El que se quedaba dormido, era amablemente despertado por un soplo de tabaco generosamente aplicado por la abuela Yanguma. Era una prueba difícil de superar, pero la compensación era la amena charla que con frecuencia llegaba a su punto de mayor profundidad espiritual justo cuando la cocción estaba a punto de terminar, lo cual también solía coincidir con la aparición de la estrella de la mañana. Venus para occidente y Cagüi para los muiscas.
Finalmente, después de que los abuelos determinaban que la preparación estaba en su punto, se pasaba el espeso líquido a una olla más pequeña, donde se terminaría de evaporar, aunque esta vez a fuego lento. Esta fase podía durar otras seis a ocho horas y era la parte donde la mayoría éramos vencidos por el sueño y sólo algunos abuelos y los sabedores más experimentados lograban quedarse para ver el momento justo en que la mezcla se convertía en ambira. En ese instante, dicen los abuelos que el tabaco revela el tipo de ambira que es y el trabajo que viene a realizar en la comunidad. Podía ser sanación de pareja, trabajo de prosperidad, cierre de ciclos u otros temas similares.
El proceso que la comunidad vivió en casa de Perseo llegó a su fin después de que la familia Lombana, llevando al extremo su generosidad. Aprovecharon un contrato que obtuvieron con la gobernación del departamento del Cesar, para ensamblar una gigante escultura que el maestro Lombana dejó sin terminar al momento de su muerte, para ayudar a varios empobrecidos miembros de la comunidad Muisca de Pueblo Nación, incluyendo al abuelo Xieguazinsa.
Un grupo de unos seis u ocho muiscas, ninguno de ellos con experiencia en
escultura, aunque varios sí en construcción, se dirigieron a Valledupar con los Lombana y se dispusieron a ensamblar el enorme Ecce Homo.
Para hacer corta la historia, y porque yo no estuve allí así que lo que conozco de ese evento provino de algunos de los que sí lo hicieron, baste decir que la intervención muisca en la megaobra fue un fracaso. Contaron que los muiscas pasaban más tiempo rapeando tabaco y conquistando damas de la localidad que juntando las piezas del sagrado rompecabezas.
Según uno de los participantes, el abuelo Xieguazinsa no movía un dedo para mezclar yeso ni para ensamblar partes porque según decía, su trabajo era espiritual y que desde su poporo estaba cuidándolos para que todo saliera bien. Esto no era lo que tenía en mente la familia Lombana y después de intentar poner orden a los díscolos contratistas, terminaron por declararlos insubsistentes y embalarlos de vuelta a la capital.
El corolario fue que algunos de los muiscas contratados terminaron demandando a los Lombana por incumplimiento de contrato y creo que explotación laboral. La familia de Perseo tuvo que realizar nuevas contrataciones y terminar, esta vez con profesionales, la imponente estructura estando a punto de tener que pagar cláusulas de incumplimiento por el inaceptable retraso en la obra.
Hasta ahí llegaron nuestras reuniones en la bella casa del padre de la India Catalina. Ese fue también el final de la búsqueda de espacios privados para las reuniones de comunidad. A partir de allí, nos limitamos a los espacios abiertos en parques naturales y humedales para las actividades públicas y la casa de los abuelos para las reuniones de comunidad. Fue también el momento en que los abuelos decidieron darle prioridad a la organización política del cabildo y la realización del plan de vida de la comunidad, que según los abuelos consistía en conseguir un terreno en el campo donde en algunos años todas las familias de Pueblo Nación Muisca-Chibcha, disfrutaríamos de un espacio para construir nuestro bohío, tendríamos nuestro cusmuye o maloca central y generaríamos nuestro sustento a través de la agricultura, la artesanía y el trabajo espiritual.
Un bello sueño que no vería la luz del día y que a la postre se convertiría en espejismo detrás del cual se esfumaron el espíritu del movimiento de resignificación del pensamiento Muisca, la hermandad de los Ingatyba Neusa y el espíritu de común unidad que llego a existir entre nosotros. Detrás del humo y los escombros, se revelaría la verdadera naturaleza del movimiento. Un proyecto que no nació en los corazones de dos hermanos hijos de Muiscas al lado de la laguna de Fúquene como yo creía, sino en fraternidades ocultistas de Bogotá en los años 1930’s.