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Episodio 16: Los Origenes de mi Camino – Mi Madre

Última actualización el 2020-10-21

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Espiritualidad y Ciencia
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Episodio 16: Los Origenes de mi Camino - Mi Madre
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Mi madre Julia Elena Rincón Martínez nació en Fómeque, al oriente de Cundinamarca, muy cerca de Bogotá, tres lustros más tarde que mi padre, en una época menos agitada que la que él tuvo que vivir en su infancia. A diferencia de mi padre, mi madre tiene mejores recuerdos de su infancia, a pesar de las dificultades que ella y su familia tuvieron que soportar.

Su historia también está ligada a la pobreza del siglo XX en los campos de Colombia, pero felizmente sin la violencia que tuvo que presenciar mi padre, en una familia con marcada herencia europea e indígena. Mi abuela Ana María Rosa Martínez era blanca y sus ojos claros. Mi abuelo Luis Alfredo Rincón tenía los rasgos típicos de los Muiscas, habitantes originarios del territorio colombiano. Los indígenas Muiscas son el pueblo ancestral del que hablaré con mayor profundidad en otro capítulo.

Ingenio Campesino

Algunas de las historias que más disfruto escuchar de ella son las relacionadas con las costumbres ingeniosas con las que la familia debía solventar necesidades básicas, para las cuales hoy en día tenemos soluciones fáciles, gracias a la tecnología y la ciencia. Por ejemplo, cuando viajar al pueblo tomaba más de tres horas caminando, para ir a Chiquinquirá, mis abuelos organizaban expediciones de más de quince días de caminata para ir y, llevando comida y provisiones, pero aún más, mis abuelos eran agricultores pobres que tenían que abastecer a sus nueve hijos, cuando no podían simplemente salir a la tienda de la esquina a comprar lo que necesitaban. De hecho, los abuelos sólo podían permitir pagar con dinero en efectivo las cosas que eran absolutamente imposibles de cultivar, procesar, construir o crear con sus propias manos. Un ejemplo que recuerda mi madre es la elaboración de esteras y juncos para dormir en lugar de colchones, que la familia no conocía. Se elaboraban con las capas secas del vástago o planta del banano que se cultivaban cerca a la casa y del junco, planta que se daba en los humedales, teniendo un telar como guía. Los colchones llegaron a su casa cuando ya bien había pasado hace rato la infancia de mi madre. Mi abuela era la encargada alistar los materiales para la elaboración de las esteras y los juncos, cortaba los vástagos, zafaba sus capas y las cortaba a la misma longitud para dejarlas secar. Alistaba el fique y hacia las cabuyas con que amarraba dos cañas a cierta distancia para ir atando las capas del vástago enrolladas.

Se podría pensar que por lo menos la cuerda tendría que haber sido comprada en el mercado, pero incluso eso se hacía en casa. Mis abuelos demarcaban la finca con pencas de fique y borrachero. El fique es una planta monocotiledónea nativa de las regiones andinas de Colombia, similar a la planta de agave, con hojas cuya estructura está formada por fuertes hilos de fibra[1]. Mi abuela recortaba las pencas, las aplastaba con un desfibrador, lavaba la fibra y la dejaba secar para después tejerla en forma de trenzas o lazos de varios calibres, no sólo para las esteras, sino también como sogas, alpargatas, cordones y cualquier otra cosa que se tuviera que atar. Hoy en día, si alguien necesita un colchón nuevo, sólo tiene que conectarse a Amazon, elegir uno que se ajuste a su presupuesto, esperar un par de días a que llegue y colocarlo en su cama. Para la familia de mi madre, incluso algunas de las cosas que actualmente consideramos más simples y baratas, eran una tarea exigente que requería la participación de varias personas por varios días para completarse. Una ventaja que se tenía en aquellos tiempos era que la basura que se generaba era muy poca. Casi todo era biodegradable, aunque no siempre se compostaba, sino que a veces se quemaba, reduciendo así la eco-amigabilidad de la vida campesina. Aun así, la vida en el campo era mucho menos agresiva contra el medio ambiente que nuestra vida actual en las ciudades.

Toda esta autosuficiencia no sólo fue el resultado de las restricciones económicas, sino también el legado de nuestros indígenas Muiscas. La casa de los abuelos estaba hecha principalmente de madera, adobe y tapia similar a las que utilizaban las comunidades nativas hace 500 años. Había también, algunos pisos de tierra, otros de madera y techos de zinc, que en el pasado habrían sido sustituidos por piedras y paja.

Medicina naturista tradicional

Ya he mencionado la dificultad que revestía trasladarse a la cabecera municipal en el tiempo de mis abuelos. Eso, sumado a la precaria calidad del sistema de salud colombiano de entonces (incluso en la actualidad es bastante deficiente), hacía que la medicina naturista tradicional ocupara el primer lugar en cuanto al cuidado médico en el hogar. Mi abuela era un vademécum ambulante y conocía los remedios más eficaces para tratar desde dolores de estómago hasta picaduras de alacrán. La casa estaba siempre rodeada de plantas aromáticas y medicinales como ruda, manzanilla, diente de león, llantén, ajenjo, borraja, hinojo, aloe vera, tomillo, eucalipto, sauco, sauce y muchas otras.

Una historia interesante con respecto a las habilidades médicas de los abuelos es que alguna vez, el dueño de una finca vecina, que andaba limpiando el potrero con su machete, se cercenó el pulgar de una mano. Llegó a la casa y le pidió a mi abuelo que se lo cosiera. Al verlo, calculó que el dedo guillotinado no sobreviviría el largo viaje hasta el pueblo, por lo que no dudó en buscar aguja e hilo, mandar esterilizar todo y proceder a coserlo.  El vecino angustiado preguntaba con insistencia a mi abuel­o ‘¿pegará o no pegará? Para sorpresa de todos, con el tiempo y cuidados el dedo pegó y aunque perdió completamente la movilidad, le evitó vida con un dedo menos.

Los vecinos de la vereda buscaban a mi abuelo para que castrara sus animales machos. A las hembras no las intervenía, ni se acostumbraba a hacerlo por ese entonces.

Había desde luego también una larga lista de supersticiones que complementaban bien sea mediante efecto placebo o físico aún desconocidos, el arsenal médico del campo. Esto incluía orinar en piedras para que los niños dejaran de orinarse en la cama, bañarse con orina del ombligo hacia abajo para quitar la fiebre, hacer rezos para quitar el mal de ojo, sobar a los niños que al caerse o por sustos, se descuajaban y otras prácticas que recomendaran los allegados o yerbateros del pueblo. 

La alacena

La mayor parte de los alimentos que conformaban el menú en casa de mis abuelos crecía, deambulaba, caminaba o nadaba en la finca. La mayor parte de la carne de los animales que la familia consumía provenía de animales sacrificados y preparados en casa. Como parte de la actividad veterinaria del abuelo, especialmente las castraciones, aportaba las criadillas para la alimentación de la familia.

Los alimentos también reflejaban la mezcla de tradiciones indígenas y europeas. Por ejemplo, mi abuela horneaba pan sin levadura, usando trigo comprado en el pueblo, hacia pan de harina de maíz cosechado abundantemente en la finca, trillado, primero en la piedra para moler, después con un molino manual y mucho más tarde, en el pueblo en un molino a motor. Una tercera harina utilizada por la familia de mi madre es extraída de un tubérculo llamado achira =termino que proviene del quechua Achuy que significaba estornudo’ o sagú, científicamente llamado Canna Indica, que fue domesticado por los Muiscas, primeros habitantes del territorio que hoy en día es Colombia y es una buena fuente de almidón y potasio[2].

Los huevos, los productos lácteos y dulces que consumieron mi madre y sus hermanos durante su infancia, también eran de producción casera. Para quienes vivimos en la ciudad, requerimos solamente el pequeño ritual de visitar la tienda más cercana, pero en la finca implicaba también la participación de varios integrantes de la familia durante varios días. Desde el ordeño de las vacas en la madrugada, que se hacía justo después de liberar a sus crías del encierro nocturno, hasta las numerosas tareas en la cocina para producir mantequilla, queso, cuajada, yogurt o mi favorito: piches. Este último, cuyo nombre oficial, si es que tiene, lo desconozco, resultaba de calentar la cuajada que se formaba al dejar reposar la leche por dos días, luego de sacar la nata que da origen a la mantequilla y que luego de ponerlo al fuego y exprimirle el suero, se mezclaba con panela[3] rallada. ¡Un verdadero manjar!

Los jugos naturales, sorbetes y dulces que se consumían, provenían de las muchas variedades de frutas que se daban cultivadas o como maleza en la finca. Estas incluían manzana de agua, lulo, tomate de árbol, granadilla, papayuela, peras, brevas y cuacha una pequeña baya de color violeta que producían algunos árboles de la finca una vez por año. A mi abuela le gustaba atender a las visitas con estas exquisitas preparaciones.

Las bebidas alcohólicas más comunes de la época también eran, por supuesto, de fabricación casera y demuestran la confluencia de tradiciones europeas y nativas americanas. El guarapo es una bebida de caña de azúcar fermentada y de origen español (probablemente de las Islas Canarias), que se bebía casi a diario, particularmente por los jornaleros que trabajaban en las labores agrícolas. Se preparaba a base de agua de panela ‘¿la bebida tradicional más popular de Colombia- pero fermentada con una levadura especial que se conocía como “cunchos”, la cual solía concentrarse en los últimos residuos del guarapo que quedaban en el barril, zurrón, calabazo o garrafón, que se usaban para fermentar una nueva ración de guarapo. Esto dio origen al término coloquial “cuncho” para referirse a los últimos restos de cualquier bebida o al hijo menor, muy utilizado en el centro de Colombia. El guarapo se podía dejar fermentar tanto, que al tomarlo podía emborrachar.

La otra bebida alcohólica típica de la época de mis abuelos era la chicha. Esta es en cambio, de origen indígena y los cronistas españoles ya daban cuenta de ella en sus primeras crónicas de la conquista. Se prepara a base de maíz cocido y molido, endulzada con panela también fermentada en barril o calabazo curado. Se sabe que su uso por parte de los Muiscas era ceremonial y por lo tanto, aún en los tiempos de la infancia de mi madre, se tomaba en ocasiones especiales como bautismos, matrimonios o bailes veredales. Un dato curioso sobre la chicha es que su proceso de fermentación ancestral implicaba que las mujeres de la comunidad masticaran el maíz cocido y luego lo escupieran en la tinaja. Se dice que los españoles, ya aficionados a la chicha, no les entusiasmaba los escupitajos ancestrales por lo que incorporaron los cunchos a la mezcla. No llegaron a obtener el sabor y fermento que la saliva Muisca le inyectaba[4]. En todo caso, al siglo XX ya no llegó el fermento masticado, pero sí el espíritu de su uso casi ritual como tradición que pasaba de madre a hija.

El masato también tenía un lugar muy importante entre las bebidas alcohólicas en la familia de mi madre. Se preparaba con harina de maíz o de arroz.  Era y es más suave y espeso que la chicha y que el guarapo. Se preparaba para fiestas familiares y se compartía acompañado con mantecada, empanadas, colaciones, tortas y pan.

Semilla del servicio comunitario

Todo lo anterior marcó la vida de mi madre y por lo tanto la mía. Sin embargo, la parte que considero más importante de su legado es la fundamentación de dos preceptos que definen su vida: La importancia de la educación como posibilitador de transformación personal, la puntualidad y la necesidad de brindar ayuda a aquellos que nos rodean.

A pesar de las dificultades descritas y la limitada aplicación práctica de gran parte del conocimiento teórico que se impartía en la academia, mis abuelos fueron rigurosos en su certeza de que la educación sería la herramienta para asegurar el futuro de sus nueve hijos. Todos ellos recibieron educación primaria, la cual, a pesar de ser gratuita fácilmente accesible, a sólo una hora de camino, no era muy aprovechada por gran parte de la comunidad campesina. Mis abuelos consideraban que saber leer, escribir y ejecutar las operaciones matemáticas básicas era fundamental para impedir que sus hijos fueran marginalizados por la sociedad. Mi abuelo quien apenas cursó hasta el tercer año de primaria, fue toda su vida un gran autodidacta. Se encargaba de proveer la familia y de velar porque sus hijos estudiaran, tanto así, que los enviaba sabiendo leer y escribir a la escuela. Era quien estaba pendiente de la realización de las tareas de los hijos. Siempre decía que el estudio era la herencia que iba a dejarles cuando muriera.

La educación secundaria era de más difícil acceso porque para obtenerla, había que trasladarse al pueblo, que como mencioné anteriormente, quedaba a 3 horas y media a pie cuando hacía buen tiempo o la mitad si la ruta se hacía a caballo. El bachillerato no era gratuito pero los abuelos contemplaron la posibilidad que todos sus hijos terminaran sus estudios -si así lo deseaban-.

Para mi madre, que es una de las tres hijas menores de la familia, la situación ya fue más favorable que para sus hermanos mayores y así pudo darse el lujo de estudiar en el internado del colegio de la Presentación de Fómeque, en parte gracias a la habilidad y a las amistades políticas de mi abuelo para conseguir ayudas como becas o becas parciales.  

Allí llegó ya adolescente en la segunda mitad de los años sesenta, ajena a la transformación cultural y social que ocurría en las ciudades y dispuesta a honrar el esfuerzo que significaba para mis abuelos procurarle seis años adicionales de formación académica y terminó su formación como Normalista Superior en el colegio de la Presentación de Ubaté.

Mi abuelo, a pesar de no haber terminado los estudios formales, sobresalía por sus conocimientos académicos. A él acudían los habitantes de la vereda para buscar consejo, recomendaciones para los oficios del agro o para resolver conflictos de diferente índole. También lo visitaban para obtener de cortes de cabello, lo que al parecer hacía con gran talento. Mi abuela, a pesar del pesado trabajo de la semana, dedicaba la tarde de los domingos para enseñar el catecismo ‘del padre Astete’ a las mujeres de la vereda. De ella aún me impresiona la humildad con la que se desprendía de sus propios recursos o posesiones para ayudar a los demás. En una ocasión llegó a tener una cantidad significativa de dinero de su propiedad, para contribuir en formación de un sobrino como sacerdote.

En la casa de mis abuelos tenían lugar eventos recordados con mucho cariño por mi madre; es el caso de la celebración de la fiesta de San Pablo y la navidad, ocasiones en las que mi abuela acostumbraba a preparar deliciosos majares para la familia y para compartir con familiares y personas necesitadas de la vereda. A mi madre le encantaba cumplir con la misión de repartir la comida. También hacían con frecuencia ágapes comunitarios en los que los vecinos de la vereda eran invitados a departir comida, una buena totuma de chicha, algunas veces un servicio religioso y actividades culturales como lecturas, juegos, baile y canto a la luz de una lampara de gasolina.

Gracias a un entorno tan ejemplar en el servicio como estricto en lo académico, la mayoría de los hijos de mis abuelos se convirtieron en líderes comunitarios. Mi tía Laura Rincón, quien dedicó su vida al servicio al prójimo a través de sus oficios como religiosa de la Presentación. Mis tíos Alicia y Álvaro ingresaron a Juventudes Agrarias Campesinas JAC y llegaron a ser representantes del campesinado colombiano ante la ONU; líderes en el proceso de formación académica de la vereda y coordinadores de actividades culturales en el municipio. Por otra parte, Luis, Rosa, Otilia y mi madre encontrarían su vocación en la docencia.

Después de la muerte de mi abuela, mi madre y sus hermanos acordaron reunirse anualmente alrededor de mi abuelo, encuentros en los que disfrutaba compartir con la familia. De esto último, lo más memorable eran los coros a capella de canciones populares como “Matemos el gallo” o “La bella primavera”, que se cantaban como un canon de dos o tres voces, los paseos por Colombia y las comilonas, especialmente en la casa de mi abuelo.

La “profe” Julia

Mi madre pertenece a esa rara especie de educadores verdaderamente apasionados por su oficio, que no se limitan a impartir conocimiento, sino que se comprometen con la formación integral de sus estudiantes. Desde su graduación como Normalista Superior, empezó una carrera de más de 40 años, formando niñas y niños en conocimientos tan importantes como la lectura, matemáticas y ciencias, pero con especial empeño, inspiraba a sus alumnos la importancia de ser creativos, honorables, respetuosos, ingeniosos, curiosos y cumplidos. Expresiones como ‘hay que ser buen estudiante y excelente persona’, ‘ponerse en los zapatos del otro’, ‘el problema ya está, busquemos la solución’, ‘no se puede exigir a los alumnos lo que como maestros no estamos dispuestos a dar’.  hacían parte de su jerga, con sus alumnos y compañeros maestros.

Su estilo maternal de enseñanza se reflejaba en su preocupación por los problemas familiares de los estudiantes, su esmero en cultivar valores antes que llenar cabezas de conocimientos, tenía detalles pequeños pero importantes como abrazar y confortar a un niño durante un momento de tristeza o eventualmente arreglar el uniforme o peinado de un niño para evitar que se convirtiera en blanco de matoneo.

Mi madre se desempeñó como docente en la ciudad de Bogotá solamente. Ella, al igual que mi padre en sus inicios como maestro, fue asignada a una escuela ubicada en un barrio marginal con población vulnerable. Comenzó labores en enero de 1975, en la escuela distrital Van Huden en Fontibón HB, cerca al aeropuerto Eldorado, donde tuvo que utilizar un bus abandonado en un lote que se inundaba, como aula y del que debía bajar a sus alumnos, de primer grado de primaria, en brazos para llevarlos al baño, salir al descanso o para regresar a sus hogares al final de la jornada. Todo antes de permitir que los infantes se quedaran sin estudio. Así pasó el primer año de labores porque logró trasladarse muy pronto a una escuela cerca de su vivienda.

Como lo dije anteriormente, a pesar de la pobreza en la cual creció mi madre, no tuvo que vivir los dramas de la Colombia del siglo XX, que mi padre conoció en carne propia desde su infancia. Sin embargo, tuvo que conocer a través de los ojos de sus pequeños estudiantes, igual que él, las peores miserias del ser humano. Situaciones que sólo se viven en la marginalidad y la pobreza, lejos de los reflectores de los medios y que sólo se registran como estadísticas: maltrato infantil, desnutrición, abuso sexual, drogadicción y explotación entre otros atropellos contra las personas más vulnerables de la sociedad.

A pesar de lo anterior, la docencia también representó para mi madre enormes satisfacciones. Muchos de sus alumnos, particularmente los que pudo acompañar durante los cinco años de educación básica primaria, llegaron a la secundaria con habilidades sobresalientes para la lectura, la escritura y las matemáticas. Sin embargo, recuerda con más cariño a los estudiantes que lograron superar problemas de aprendizaje o episodios de violencia en el hogar. Para ellos estoy seguro de que mi madre fue un importante apoyo emocional y en muchos casos, una figura maternal. Lo sé porque yo fui su alumno en tercero de primaria y recuerdo bien que mis compañeros de clase no advertían un trato diferencial de “la profe” hacia mí, no porque mi madre me tratara como a un desconocido, sino porque ella trataba a los demás casi como si fueran sus hijos.

Acompañante de la vida

Uno de los casos que mi madre recuerda de esos años de trabajo en una escuelita del barrio “Las Colinas”, es el de una hermosa niña de cabello rubio que tuvo como estudiante de primer grado en una de las tantas ocasiones. No recuerda su nombre, pero sí que era excelente académicamente. Le causaba curiosidad que era muy callada, no se despegaba de su hermano y durante los descansos no jugaba con otros niños, sino que permanecía inmóvil, seria y con sus manos atrás, recostada en la pared. Los docentes de la escuela sabían que su mamá tenía casa por cárcel tras haber sido capturada y condenada por participar en una de las bandas que ya desde esa época tenían como modus operandi drogar con burundanga a desprevenidos hombres en los bares, especialmente en el norte de la ciudad. Su padre también estaba condenado por otros delitos, pero pagaba su condena en prisión, por lo cual los niños permanecían largos períodos al cuidado de un anciano que vivía cerca mientras la madre se ausentaba quien sabe con qué motivo.

La actitud distante y melancólica de la niña despertó las sospechas de mi madre, quien intuía que había algo más grave que la ausencia, en la historia de la pequeña, Sus relatos y los de su hermano no la convencían. Según ellos nada pasaba, pero su realidad familiar era muy compleja. La preocupación era grande y como nada había podido esclarecer, mi madre remitió el caso al equipo de orientación y consejería pedagógica de la institución, conformada por especialistas en psicología, trabajo social y pedagogía, quienes se interesaron mucho en el caso diseñaron una estrategia muy cuidadosa para lograr, a través de dibujos, preguntas y otras técnicas, develar lo que atormentaba a la niña.

El plan dio resultado, se pudo confirmar que la niña había sido víctima de violaciones recurrentes por parte de su padre. Su corta vida había sido un infierno de abandono, abuso y desconfianza, donde el único bastión del que se podía aferrar era su hermano. Los consejeros que atendieron el caso también le enseñaron a mi madre, cómo manejar casos como este de estrés postraumático, para ganar su confianza y comprender sus fluctuantes estados de ánimo.

Con el trabajo conjunto y permanente de mi madre con el grupo de profesionales, la niña se fue integrando al grupo y comenzó a participar más de las actividades con los otros niños y lo más importante, jugaba y reía. Fue retirada del colegio para irse a vivir con su abuela materna en la ciudad de Villavicencio y mi mamá no volvió a saber de ella. Sin embargo, su recuerdo quedaría grabado en el corazón de mi madre, quien entendió que la prioridad de su labor docente no sería el impartir conocimientos sino el de estar atenta a casos como el narrado anteriormente y proporcionar la ayuda que estuviera a su alcance. En sus propias palabras, decidió ser para sus alumnos, más que maestra, en adelante sería “Acompañante de vida” para ellos.

Mi madre procuraba enfocarse en los niños que manifestaban desinterés, indisciplina o problemas emocionales y no en pocas ocasiones logró convertirse en el factor decisivo para ‘enderezar’ la vida de niños que quizás de otra manera habrían terminado en las garras de la delincuencia, la drogadicción, la prostitución o el suicidio.

El Nuevo Educador

El entorno social de finales de los setenta se encontraba altamente politizado y como ya lo he anotado, el gremio docente se encontraba en la punta de lanza de la lucha ideológica revolucionaria. Mi madre, que no se identificaba con ningún partido político existente, comulgaba con algunos ideales socialistas de la época, particularmente en lo relacionado con la distribución equitativa de los bienes públicos y la responsabilidad estatal sobre la satisfacción de las necesidades básicas de la población. Debido a esto, aceptó la invitación para participar en un grupo de estudio de corte izquierdista, en los que varios entusiastas se reunían a discutir cual debería ser el rol del maestro público en el contexto del momento y eventualmente en un gobierno socialista.

El grupo de estudio tenía por nombre “El Nuevo Educador” y allí, los participantes discutían largas horas sobre las experiencias revolucionarias de Cuba, Nicaragua o El Salvador y el papel que los educadores desempeñaban en dichos procesos. Se debatía el mejor modelo para ser aplicado en Colombia y se estudiaban los modelos educativos trazados por León Trotsky, José Martí y Quintín Lame. También se trazaban tareas para los integrantes del grupo de estudio, que a veces rayaban en lo subversivo como distribuir panfletos o pintar paredes con mensajes revolucionarios. De cualquier forma, “El Nuevo Educador” no dejaba de ser un pretexto de jóvenes profesionales para socializar y relacionarse con personas afines a sus propios ideales. De allí que, con cierta frecuencia, el grupo programaba eventos sociales donde eran la música y el trago también eran protagonistas.

Fue en una de estas fiestas, en casa de su hermana, que mi madre quedó prendada de mi padre. Sin saberlo, sería el punto de convergencia que se uniría las historias de dos hijos de la provincia que llegaron a la ciudad para dedicar su vida a la formación de la infancia en un país de injusticias y violencias, pero también de mística y sueños grandes. Mi madre, que era 15 años menor que mi padre quedó sin duda prendada por la apostura y elocuencia del profesor Víctor Ávila, pero lo que verdaderamente le causó mucha curiosidad un detalle que muchos hombres en su lugar, habrían tenido cuidado en ocultar: En la mencionada fiesta bailaron por primera vez, y en un momento él llamó a mi abuela Dolores para que no se preocupara, le dijo que estaba bien pero que se demoraría un rato más y luego se iría para la casa. ¡Era un hombre hecho y derecho y aun así tenía tanta consideración con su mamá!

Estoy seguro de que, de no habérselo confesado, mi padre nunca habría adivinado que la corta llamada a su futura suegra había sido lo que se robó el corazón de mi madre. Sí, Octavio lo había puesto en el camino correcto para llegar a esa reunión, mi abuela Dolores, su otro ángel, lo había puesto en el camino correcto para llegar al corazón de mi madre. ¡Gracias abuela!

De izquierda a derecha: mi abuela Dolores, mi madre, una hermana de mi padre y mi padre, circa 1977

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[1]Chacón-Patiño, Martha L., Cristian Blanco-Tirado, Juan P. Hinestroza, y Marianny Y. Combariza. “biocompuesto de nanoestructurados MnO2 y Fique Fibras para Efficient Degradación Dye.” Green Chemistry 15, no. 10 (24 de septiembre de 2013): 2920-28.https://doi.org/10.1039/C3GC40911B.

[2]Cultivariable.com. “Achira creciente.” Cultivariable (blog). Accedido el 28 de febrero de, año 2019.https://www.cultivariable.com/instructions/andean-roots-tubers/how-to-grow-achira/.

[3] Azúcar sin refinar obtenido de la caña de azúcar, que se comercializa en panes compactos de forma rectangular, redonda o prismática, según la región donde se produzca

[4] Cordero, “GUARAPO: LA BEBIDA DEL PUEBLO COLOMBIANO.”.

Escuchar la primera parte:

https://espiritualidadyciencia.com/podcast/episodio-14-el-origen-de-mi-camino-mi-padre/
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