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T2E22: Rito de Paso

Espiritualidad y Ciencia
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T2E22: Rito de Paso
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El gran día llegó una semana después de mi difícil limpia de tabaco. El punto de reunión era la casa familiar de los abuelos Suagagua y Xieguazinsa al lado de la laguna de Fúquene, cerca de la población del mismo nombre. Aquella laguna con forma de corazón era el santuario sagrado para los Muiscas, donde la tradición contaba que los tchyquys o sacerdotes se sumergían para a través de ella viajar a otros lugares de la Tierra y del cosmos.

Llegué poco después de mediodía junto con Leonardo Prieto, un agradable miembro de la comunidad que había hecho su rito de paso un año atrás y se encontraba a punto de convertirse en gobernador del cabildo indígena en formación. Llegamos un poco tarde así que la hermana de los abuelos, quien se encontraba en la casa, nos indicó que el grupo estaba en la laguna haciendo un ritual.

Laguna de Fúquene
Laguna de Fúquene

Leonardo sabía dónde debían estar los demás ya que allá había empezado el rito de paso cuando él se postuló. En esta ocasión, participaría como ayudante de los abuelos. Llegamos a una pequeña colina que quedaba al lado de la laguna, ascendimos por unos cinco minutos y encontramos al abuelo Suaga Gua, sus ayudantes y los demás postulantes para el rito de paso. Allí, el abuelo estaba a punto de empezar el ritual de la mortuoria, que según nos contó, consistía en realizar una ofrenda o pagamento a la laguna para que a través de ella nos conectáramos con las tres madres que los muiscas reverencian en el proceso dual de vida y muerte. Nacemos de la madre física a través de sus aguas internas en el momento del alumbramiento. La madre muerte recibe a la abuela placenta que nos sostuvo durante nuestra gestación y nos entrega a la madre Hycha Guaia, o madre tierra, quien con sus aguas nos sostiene hasta que la madre muerte nos vuelva a recibir y nos entregue a un nuevo nacimiento en los mundos superiores. Muerte y nacimiento como dos caras de una misma moneda que transforma todo lo que es en lo que puede llegar ser en la danza infinita del cosmos. Dicen los muiscas que fue un ritual de mortuoria lo que el maestro Jesucristo hizo en el huerto de Getsemaní poco antes de ser entregado a su pasión.

Estas palabras, la entrega de cuarzos, conchas, algodones y otros elementos a la laguna nos dispuso a todos los asistentes en un estado reflexivo y circunspecto, pero altamente reverencial. El abuelo respondió con sabiduría las muchas preguntas de los asistentes y pude notar que más allá de cualquier interés personal en su labor política y organizacional, el abuelo Suagagua tenía una genuina motivación altruista y deseaba compartir un valioso conocimiento con quienes teníamos la suerte de pertenecer a su comunidad.

Luego de terminar el trabajo de la mortuoria descendimos de la colina y volvimos a la casa, donde la hermana de los abuelos nos recibió con un sabroso sancocho de gallina. No se podía comer carne roja por el trabajo que haríamos más tarde. El rato discurrió distendidamente y la camaradería relajó el nerviosismo que me causaba la expectativa. Luego, todos procedimos a colaborar en los quehaceres de la casa y sentarnos a charlar con el abuelo Suagagua y su esposa Yanguma. Poco antes del anochecer, hizo su arribo el abuelo Nemequene, quien como siempre hizo gala de su ternura y aprecio para con su comunidad.

La conversación que inicialmente había sido sobre temas generales poco a poco fue enfocándose en el ritual que estábamos por iniciar, pero seguíamos sin entender bien de qué se trataba. El abuelo nos decía que venían pruebas difíciles, que no todos lograrían pasarlas pero que siempre habría oportunidad para un nuevo intento. Los abuelos capoteaban cada pregunta sobre particularidades de la ceremonia y se limitaban a aumentar la expectativa.

La medicina de tabaco empezó a circular entre los asistentes y poco a poco se fueron encendiendo los tabacos y a formar la nube de humo que solía acompañarnos en nuestros encuentros. No hubo cena y según nos hicieron saber, tampoco habría desayuno ya que formalmente habíamos empezado nuestro ascenso al rito de ATA, la primera iniciación Muisca.

A eso de las nueve de la noche, llegó el abuelo Xieguazinsa, quien había tenido contratiempos que le impidieron presentarse más temprano. Todos los saludamos con entusiasmo, pero pude notar que el abuelo se encontraba desarmonizado. Escuchó nuestra conversación con impaciencia por unos minutos y luego tomó la palabra, que luego monopolizó por un par de horas.

Su intervención, que yo personalmente ansiaba porque imaginaba que se trataría de una de sus inspiradas disertaciones espirituales, resultó ser una sarta de términos legales, jerga política y minucias administrativas. La idea general de su intervención era que lo que estábamos apunto de hacer no era solamente espiritual sino eminentemente político. Al recibir el rito de paso, adquiriríamos un compromiso con nuestros ancestros Muiscas, con los abuelos y con el proceso sociopolítico de Pueblo Nación Muisca-Chibcha.

La inesperada inmersión en derecho constitucional y derecho propio, legislación indígena y estatutos del cabildo causó la incomodidad de algunos en los asistentes a la ceremonia. Particularmente, de Santiago Salazar y sus más cercanos amigos, quienes ya habían manifestado antes su desinterés por el componente sociopolítico del proceso Muisca. Santiago tomó la palabra para quejarse por lo que consideraba un desvío de lo fundamental que nos asistía en esa ocasión y aprovechó para reclamar una visita que la comunidad había recibido por parte de un candidato al concejo de la ciudad, lo cual calificó de oportunista y desacertado.

Esa intervención crispó un poco los ánimos del abuelo Xieguazinsa, mientras que Suagagua se limitó a escuchar mientras trabajaba concentrado en su poporo y tanto Yanguma como Nemequene parecían asentir ante los reclamos de Santiago.

Aún así, la agenda del abuelo Xieguazinsa siguió su curso y procedió con la lectura de los largos estatutos de Pueblo Nación Muisca-Chibcha. Incluso yo fui invitado a leer parte de ellos. Mientras tanto, la abuela Yanguma fue pasando por entre los asistentes administrando sus proverbiales insuflaciones de hoska y luego dándonos a cada postulante, una porción de tabaco dulce, de ese que mastican con frecuencia los vaqueros en el sur de Estados Unidos.

Después de terminar la lectura de los estatutos, los abuelos hicieron pasar unos formatos impresos que los participantes en la ceremonia debíamos diligenciar y firmar. En el documento, básicamente nos comprometíamos a practicar obediencia ante los estatutos que acabábamos de leer, y que por cierto yo ya había olvidado casi por completo, a respetar y acatar la autoridad del concejo de mayores de la comunidad, a mantener en confidencialidad los asuntos internos de Pueblo Nación y a entregar algo a la causa. Esto último era de libre interpretación así que yo me comprometí a encargarme de los temas relacionados con tecnologías de la información tanto de la comunidad como de los abuelos. Promesas que honré mientras pertenecí a la comunidad.

Las pruebas de la iniciación

Una vez firmamos los documentos, se cerró la tortuosa sesión de trámite contractual y retomamos nuestra ansiada mambia espiritual. La primera intervención la hizo el abuelo Suagagua quien dijo:

– “¿Recuerdan que les dije que el rito de paso es un tema serio y que hay que tener compromiso? Pues bien, la primera prueba para acceder al rito de paso comienza ahora y consiste en que cada postulante debe entregar su cabellera.”

Las preguntas no tardaron en surgir: “¿Todos? ¿Hasta las mujeres?”, “¿Todo el cabello o una parte?”, “¿Se puede cambiar por alguna otra cosa???”

Las miradas de desconcierto se cruzaban y yo, que ya me había rapado unos siete años atrás, ya había decidido que la prueba no me detendría, pero sentí pena por las cuatro mujeres que estaban postuladas para recibir su iniciación. Todas ellas con frondosas y bien cuidadas cabelleras. Algunas de ellas no pudieron contener las lágrimas, pero mientras los abuelos insistían en la importancia de la prueba, yo pensé que era curioso que varias de las hermanas y hermanos que habían hecho su rito de paso un año atrás, lucían cabelleras que claramente habían tardado mucho más de un año en crecer. También era posible que la prueba fuera diferente para cada cohorte, pero aún así, se me hacía poco probable que la abuela Yanguma fuera a permitir semejante oprobio contra sus mujeres, máxime cuando ella misma había mencionado más de una vez la importancia de que las mujeres dejaran crecer su cabello largo y lo llevaran suelto.

A pesar de las dudas y el miedo, todas las postulantes aceptaron pasar la prueba y ni qué decir de los postulantes, aunque algunos de ellos tenían ya una larga cabellera. Los tres abuelos se armaron de tijeras, se acercaron a los postulantes y uno a uno tomaron del cabello, dieron un par de tijeretazos al aire y sacudieron la mano dándonos una pequeña mechoneada. Las valientes mujeres soltaron un suspiro de alivio y los hombres una risita nerviosa.

Con lo anterior terminó la primera prueba que teníamos que superar para recibir nuestro rito de ATA, que en lengua muisca quiere decir “Primero”. El abuelo Suagagua tomó la palabra nuevamente y comenzó a hablarnos de las siguientes pruebas. Esta vez, no serían ellos quienes nos las impondrían, sino que tendríamos que enfrentarlas en los “mundos internos”. Cuando el abuelo dijo esto, mis ojos se abrieron y mi corazón latió con fuerza. ¿Quería esto decir que por fin empezaríamos a hacer trabajos espirituales en los mundos sutiles tal como yo lo había escuchado tantas veces de los abuelos y otros iniciados más avanzados?, ¿de qué tratarían esas pruebas?

El abuelo sacó de su mochila un par de hojas impresas donde se explicaban las pruebas que tendríamos que enfrentar. Les pidió a algunos de los presentes que ayudáran leyéndolas en voz alta y nuevamente tuve el honor de ser elegido para esa tarea. Yo leí la tercera de las cuatro pruebas que el texto describía y que procedo a transcribir a continuación:

 En el viejo Egipto de los faraones esas cuatro pruebas se debían afrontar valerosamente en el mundo físico. Ahora el candidato debe pasar las cuatro pruebas en los mundos suprasensibles.

PRUEBA DE FUEGO

Esta prueba es para probar la serenidad y dulzura del candidato. Los iracundos y coléricos fracasan en esta prueba inevitablemente. El candidato se ve perseguido, insultado, injuriado, etc. Muchos son los que reaccionan violentamente y regresan al cuerpo físico completamente fracasados. Los victoriosos son recibidos en el Salón de los Niños y agasajados con música deliciosa. La música de las esferas. Las llamas horrorizan a los débiles.

PRUEBA DE AIRE

Aquellos que se desesperan por la pérdida de algo o de alguien; aquellos que le temen a la pobreza; aquellos que no están dispuestos a perder lo más querido, fracasan en la prueba de aire. El candidato es lanzado al fondo del precipicio. El débil grita y vuelve al cuerpo físico horrorizado. Los victoriosos son recibidos en el Salón de los Niños con fiestas y agasajos.

PRUEBA DE AGUA

La gran prueba de agua es realmente terrible. El candidato es lanzado al océano y cree ahogarse. Aquellos que no saben adaptarse a todas las variadas condiciones sociales de la vida; aquellos que no saben vivir entre los pobres; aquellos que después de naufragar en el océano de la vida rechazan la lucha y prefieren morir; esos, los débiles, fracasan inevitablemente en la prueba de agua. Los victoriosos son recibidos en el Salón de los Niños con fiestas cósmicas.

PRUEBA DE TIERRA

Nosotros tenemos que aprender a sacar partido de las peores adversidades. Las peores adversidades nos brindan las mejores oportunidades. Debemos aprender a sonreír ante las adversidades, esa es la Ley.

Aquellos que sucumben de dolor ante las adversidades de la existencia no pueden pasar victoriosos la prueba de tierra.

El candidato en los mundos superiores se ve entre dos enormes montañas que se cierran amenazadoras. Si el candidato grita horrorizado, regresa al cuerpo físico fracasado. Si es sereno, sale victorioso y es recibido en el Salón de los Niños con gran fiesta e inmensa alegría.

Mi memoria no es prodigiosa y, por lo tanto, no es que haya memorizado las dos cuartillas. Lo que sucede es que poco después de el rito de paso, empecé a adelantar la tarea que me había encomendado Santiago Salazar cuando acudí a la terapia en su acogedor consultorio. Leí el libro “El Misterio del Áureo Florecer” de Samael Aun Weor, el cual encontré fascinante, y tal como Santiago lo había recomendado, seguí después con “El Matrimonio Perfecto” y en él, en la página 184 me encontré con las cuatro pruebas de los elementos, además de tres pruebas adicionales de guardianes del umbral y la descripción de las nueve iniciaciones de misterios menores y cinco iniciaciones de misterios mayores.

Pero entonces, si este conocimiento hacía parte de las enseñanzas gnósticas de Samael Aun Weor, por qué habían hecho parte de un ritual ancestral indígena. Esto es algo que tardé unos años más en develar y que compartiré más adelante en este libro.

Volviendo al rito de paso… Todos nos quedamos mudos con la descripción de las pruebas. La verdad es que yo personalmente no entendía de que iba la cosa y a juzgar por las miradas de otros asistentes, la mayoría de ellos tampoco. Pregunté a los abuelos si esas pruebas serían en el mundo astral y si tendría consciencia de ellas y el abuelo Nemequene me respondió:

– “Tened vuestras lámparas encendidas; y sed como el siervo que aguarda a que su señor regrese de las bodas, para que cuando llegue y llame, le abran en seguida”

Reconocí la cita bíblica y no solo me quedé sin entender en qué forma llegarían las pruebas, sino que ahora tenía también referencias religiosas dentro de mi ritual ancestral indígena.

Ya eran cerca de las dos de la mañana y yo estaba completamente embriagado de tabaco, pero fue el tabaco dulce que la abuela nos compartió, lo que eventualmente se me hizo más difícil de soportar. Me levanté de mi silla y salí al patio trasero donde vomité de forma intermitente entre sonoras arcadas. Luego sentí un irrefrenable e inexplicable impulso de llorar y lo dejé ser. Entonces un amigo de la comunidad salió a asistirme, me acompañó y me animó con unas bellas palabras de consuelo, que infortunadamente no recuerdo ya.

Volví a la congregación y ya todos estaban levantándose para dirigirse a sus sitios de descanso. En mi caso, sería una de las varias carpas que habíamos instalado en el antejardín de la casa. Me pareció afortunado que compartiría carpa con Santiago Salazar y el abuelo Nemequene. Me dispuse a tratar de conciliar el sueño, pero mi mente estaba fija en las cuatro pruebas. Pensé que tal vez esa noche tendría sueños lúcidos y en ellos experimentaría lo narrado en la lectura. La perspectiva me emocionaba sobre todo porque poco antes había tenido una bella experiencia de sueño lúcido en la que el espíritu del tabaco me había visitado, me había envuelto en hojas de tabaco y me había dicho que a partir de ese momento yo era tabaco y el tabaco era yo.

De repente, mis cavilaciones se vieron interrumpidas por una prueba más terrenal. A pesar de haber pasado apenas unos diez minutos acostado, el abuelo Nemequene había empezado a roncar con bastante fuerza y yo que siempre he sido de sueño liviano, sabía que hasta ahí había llegado mi empeño en conciliar el sueño. Poco después Santiago abandonó la carpa diciendo.

– “Uy no, aquí no se duerme ya. Me voy a mambear con el abuelo Xiegua que debe estar poporeando…”

Su amigo Daniel, que también estaba en la misma carpa lo siguió y ahí me quedé sufriendo mi desvelo, ya que yo seguía creyendo que tenía que dormir para pasar las pruebas de fuego, tierra y agua… A lo mejor la prueba de aire provenía ya de los pulmones del querido abuelo Nemequene.

Rumbo a lo desconocido

Yo esperaba la diana a las seis de la mañana, tal como lo habían anunciado los abuelos, pero si algo había aprendido ya en mi recorrido con la comunidad es que los muiscas son buenos para desvelarse, pero malos para madrugar, así que el sonido de la caracola, o tata como se le conoce en lengua muisca, apenas se hizo sentir a eso de las ocho y media. Me encontré solo en la carpa, ya que el abuelo Nemequene, él si acostumbrado a madrugar, seguro llevaba dos horas en pie.

Supongo que la abuela Yanguma y la hermana de los Ingativa Neusa intercedieron para que no nos mandaran a la montaña con el estómago vacío del todo así, que nos atendieron con un vaso de agua de panela caliente y un pan de trigo blanco. Con eso nos dispusimos al recorrido final hacia nuestro rito de paso, bajo un agradable sol que nos acompañó durante la marcha. Iniciamos el ascenso de una pendiente considerable que empezaba al otro lado de la carretera. En algunos tramos incluso había que apoyarse con las manos para facilitar la subida. Por el camino, cómo no, recibimos nuestras dosis de hoska y ambira mientras hacíamos cantos en muyscubun y charlábamos animadamente.

Una hora más tarde nos encontramos en nuestro destino, una desvencijada casona ubicada en un claro de la montaña, desde la que teníamos una buena vista de parte de la laguna. Los abuelos hicieron consulta, que era como llamaban al proceso de cerrar los ojos, invocar sus espíritus guía y pedir consejo para tomar alguna decisión. Cada uno hacía lo propio y luego compartían los resultados. Si la mayoría estaba de acuerdo, procedían en consecuencia.

En esa ocasión, la decisión a tomar era el orden en que debíamos presentarnos al ritual. Yo estuve entre los primeros, justo después de un chico al que había visto pocas veces en las reuniones de la comunidad y que tenía algunas maneras afeminadas. Esto sería relevante más adelante.

Una vez tomada la decisión, los ayudantes de los abuelos procedieron a cubrirnos los ojos con unas vendas que llevaban para tal fin. A partir de allí, los abuelos asignaron a César, uno de mis compañeros más cercanos en la comunidad, para que fuera mi guía durante el proceso. La abuela Yanguma anunció entonces que, a partir de ese momento, todos debíamos estar en perfecto silencio y que cualquier ruido o conversación podría descalificarnos del proceso.

César guio mi mano derecha hasta su hombro izquierdo y me susurró al oído que lo siguiera. Empecé a caminar detrás de él y pronto noté que me estaba llevando en círculos, seguramente para desorientarme. En un par de ocasiones se detuvo y emprendió en sentido contrario hasta que llegamos a un punto en el que me dijo que debería sentarme y esperar. También me indicó que mi instrumento sería la tata (caracola) y que cuando la escuchara debería dirigirme hacia ella sin retirarme la venda hasta que llegara al punto en el que se encontrara quien la tocara.

Pasé en ese lugar probablemente una media hora durante la cual no escuché más sonidos que los de las aves que merodeaban por el lugar y eventualmente los discretos pasos de alguien que pasaba cerca de mí. El vendaje era tan firme que me encontraba en total oscuridad. Ni siquiera percibía el brillo del sol, que además noté que empezó a ocultarse entre las nubes, ya que dejé de sentir su tibia caricia en mi piel.

La verdad es que la sensación de estar a oscuras en medio del bosque empezó a causarme cierto nivel de ansiedad. Algunas de las imágenes terroríficas del yagé llegaron a mi cabeza y se mezclaron con los recuerdos de la extraña charla jurídica del abuelo Xieguazinsa, el inesperado contrato de confidencialidad y la expectativa por las pruebas de los elementos, que por cierto no tenía ningún recuerdo de haber enfrentado durante los breves instantes durante los que había logrado conciliar el sueño.

De pronto escuché el sonido de un tambor que empezó a redoblar. Ese sonido, que yo asociaba ya con el inicio del trabajo fuerte en el yagé no hizo más que desmejorar mi estado de inquietud, así que tuve que dedicarme a controlar mis pensamientos, utilizando la respiración consciente que había aprendido con los ejercicios de la meditación Vipassana. Luego de un rato escuché gritos de insultos y burlas provenientes de los miembros antiguos de la comunidad. Supuse que se trataba de algún tipo de prueba del ego así que hice lo posible por ignorarlos y seguí en mi tarea individual. Luego de un rato escuché el sonido de una maraca desde algún punto distante del bosque y poco después nuevamente los insultos y las burlas.

En este caso, sin embargo, el proceso duró algo más del doble que el del primer candidato y luego supe que era el chico que mencioné anteriormente. Al parecer, los abuelos lo confrontaron con su supuesta homosexualidad y estuvieron a punto de negarle el rito de paso. Eventualmente, le permitieron completarlo, siempre y cuando hiciera algún compromiso que desconozco. A él solamente lo volví a ver una vez en las reuniones de la comunidad y nunca más.

Finalmente, y cuando ya llevaba yo más de una hora en tinieblas, escuché el sonido de la tata desde algún lugar del bosque. Me levanté como un resorte y procedí a buscar su origen con mis manos al frente y dando pasos lentos pero largos. Noté que quien tocaba la caracola no estaba en una sola posición, sino que se movía, lo cual complicó notablemente el ejercicio. Desde luego sufrí más de una caída y varios encuentros cercanos con árboles y ramas. En un par de ocasiones, César me haló o me empujó para evitar que me hiciera daño.

Luego escuché la esperada lluvia de insultos, pero ninguno de ellos llegó a incomodarme en lo más mínimo, porque yo sabía que eran parte de un performance, porque escuchaba la voz actuada de los ayudantes, pero sobre todo porque se cuidaron de usar cosas que de verdad pudieran herirme. Incluso alcancé a pensar que debieron haberme dicho cosas como “¿se cree muy inteligente? Pues todos lo vemos como un prepotente pretencioso que se cree más que los demás”. Algo así me habría golpeado por dentro, pero en cambio me gritaban cosas comunes como “¡Usted no es nadie!”, “¡Usted es débil!”, “¡Que risa el cieguito!”. En realidad, tuve que contener la risa en un par de ocasiones.

Luego escuché una nueva orden:

“¡Busca el bastón de mando!”

Supuse que estaría cerca del lugar en el que sonaba la caracola y noté que ya no me encontraba en medio de los árboles sino probablemente en el claro que había visto antes, así que empecé a moverme con más rapidez y con un inusual estado de consciencia en mis otros sentidos: El murmullo de los ayudantes y los abuelos dibujaba un mapa mental con el que me podía orientar y el calor del sol, que había vuelto a asomarse entre las nubes, me permitía orientarme para no girar en círculos indefinidamente.

Cuando sentí que la tata estaba a unos tres metros, di un salto hacia el frente y alcancé a tocar el bastón de mando, que era un palo de unos dos metros adornado con cintas y tejidos. El tyba o varón que lo sostenía, trató de correr ante el intempestivo ataque, pero sintiendo hacia dónde se dirigían sus pasos, alargué mi brazo derecho y atrapé con fuerza el bastón. La verdad es que ese salto había sido probablemente innecesario, pero asumiendo que los abuelos estaban juzgando mi nivel de decisión y arrojo, pues me arrojé a mi cometido.

En ese momento los abuelos dejaron salir un emotivo “Ejeeeeeeeeeeee”. Luego escuché la voz del abuelo Nemequene quien me felicitó por haber llegado a mi destino, me expresó su cariño y respeto y me dio la bienvenida al círculo de los abuelos. Hizo una breve descripción de los méritos que veía en mi postulación y les dijo a los otros abuelos que él recomendaba mi candidatura para el rito de paso.

Luego me habló la abuela Yanguma, quien empezó hablándome con su acostumbrado cariño, pero pronto endureció sus palabras y cambió el tono de voz, probablemente advirtiendo en mi rostro la seguridad de su apoyo. Me dijo que todavía me faltaba mucho y que tenía que ser más comprometido con las actividades de la comunidad. Luego dijo que no estaba segura de recomendar mi postulación y la verdad es que yo creí totalmente sus palabras. Luego dijo que ella no iba a hacer ninguna recomendación, que tenía que sentarse conmigo para revisar después pero que iba a dejarle la decisión al mayor.

Entonces hablo el abuelo Suagagua, quien me dio la bienvenida nuevamente, retomó tanto las palabras del abuelo Nemequene como las de la abuela Yanguma y me anunció que, en su consulta espiritual, yo tenía todos los méritos para recibir mi rito de paso. En ese momento se me aguaron mis apretados ojos y sentí mucha gratitud con ese hombre sabio. Luego me dijo que lo único que hacía falta para recibir mi unción era que realizara el juramento.

A continuación, me pidió que pusiera mi rodilla derecha sobre la yerba y que asiera el bastón de mando con mis dos manos. Sentí que los tres abuelos hicieron lo propio y el abuelo me dijo:

– “¿Juras lealtad a la comunidad de Pueblo Mayor Muisca-¿Chibcha, sus estatutos y sus normas?”

– “¡Sí juro!” Dije con decisión

– “¿Juras lealtad a la Ley de Origen y las Ordenanzas del territorio?”

– “¡Sí juro!” Dije nuevamente con total convencimiento

– “¿Juras lealtad a los abuelos del concejo de mayores, su palabra y sus enseñanzas?”

Entonces guardé silencio por breves segundos. La verdad no esperaba ese juramento. A pesar de mi respeto y admiración por ellos, yo seguía viendo a los abuelos como seres humanos, falibles e imperfectos. Jurar lealtad a ellos no estaba entre mis planes, pero también sabía que una respuesta negativa me descalificaría al instante.

Me sentí incómodo y en cierto modo, entrampado. Conocía el poder de la palabra y no quería tomar una decisión que luego tuviera que lamentar. Sin embargo, el tiempo también jugaba en mi contra ya que incluso mi indecisión podía ser motivo de descalificación. Sentí un leve vacío en el estómago y dije:

– “Sí juro”

El abuelo Suagagua se acercó a mí, puso su mano sobre mi hombro izquierdo y dijo:

– “Si es así, que el Gran Espíritu y la Hicha Guaia os lo premien, si no, que Él y Ella os lo demanden

Luego me tomó del brazo y me ayudó a poner de pie, me abrazó con aprecio, me ayudó a dar un giro de 180 grados y me retiró la venda de los ojos mientras decía:

– “Mi hermano, bienvenido a tu Rito de Paso”

La luz del sol cegó mis ojos, tal como lo describió Platón en su narración de la Caverna, al referirse a aquellos que vivían en tinieblas, si llegaran a conocer la luz del día. Poco a poco las imágenes fuero poblando mi vista y me encontré de frente con una majestuosa vista de la laguna de Fúquene sobre la cual brillaba con fuerza el reflejo del sol de la tarde.

La imagen me conmovió al punto de las lágrimas. Verdaderamente sentí que había acabado de nacer. La inmensidad y la belleza de la Madre Hycha Guaia me sobrecogieron hasta el alma y la imagen de mis hermanos de comunidad vestidos de blanco, sonrientes y resplandecientes, se me hizo de una ternura indescriptible.

En ese momento la abuela Yanguma se paró frente a mi y me abrazó también con genuino cariño y me felicitó por haber recibido mi iniciación. Luego me pidió que abriera la boca y me dijo:

– “A partir de ahora debes cuidar tu palabra, solamente usarla para decir la verdad y no para chismes ni habladurías. Por eso, debes pasar una prueba más y es la prueba de la palabra picante.”

Entonces me embutió en la boca una cucharada rebosada de un polvo oscuro que inmediatamente reconocí como ají chirca o ají silvestre, probablemente verde molido. Parte del polvo se metió en mi garganta y parte subió por mi faringe, con lo cual, me hallé en una inesperada sensación de ahogo mezclada con un intenso picor, que apenas logré sobrellevar luego de que emití un par de tosidas involuntarias.

La abuela me dijo que tenía que aguantar hasta que ella me dijera y a pesar de que el ardor era bastante intenso, de alguna manera me sentí lo suficientemente fuerte para enfrentar la prueba. Me centré como de costumbre en detener mis pensamientos, enfocarme en el presente y controlar mi respiración. El ardor permaneció con la misma intensidad por varios minutos, al cabo de los cuales empezó a remitir lentamente.

Unos diez minutos después, una ayudante de la abuela llegó a mi encuentro y me dijo que ya podía escupir el ají y que subiera que el mayor me estaba esperando.

Volví donde se encontraban los abuelos esperando al siguiente candidato y el abuelo Suagagua me dijo:

– “Ve a la cuca que está detrás de esos árboles. Allá te está esperando el mayor.”

Cuca es la palaba muisca para cueva. Me dirigí donde me habían indicado y encontré al abuelo Xieguazinsa encaramado en una pequeña gruta que se encontraba a unos seis metros de ascenso en una pendiente que quedaba oculta detrás de los árboles. Al lado del abuelo y también trabajando en su poporo, se encontraba mi amigo Santiago Salazar. Esa imagen de un nazareno y un abuelo que tenía el porte de un legendario samurái de cabello largo me pareció impresionante.

Subí la empinada pendiente ayudándome de mis manos y sobre mis rodillas y pronto me encontré arrodillado a los pies del mayor. Todo aquello: el ritual, el juramento, la visión de la laguna, y ahora estar en presencia de esos dos seres que parecían de otro mundo, era algo totalmente surreal y en realidad intimidante.

Siempre había cierta discusión entre los miembros de la comunidad sobre la jerarquía entre los abuelos. Algunos cercanos al abuelo Nemequene, lo consideraban a él como el abuelo de mayor estatura espiritual. Sin embargo, la mayoría, incluido yo, pensábamos que la fuerza del movimiento estaba en los hombros de los hermanos Ingativa Neusa. Algunos se inclinaban por Suagagua y otros por Xieguazinsa, pero en ese momento, me pareció claro que Xieguazinsa era el anciano mayor del Pueblo Muisca. Quizás al nivel de los antiguos caciques de la región.

 Xieguazinsa levantó la mirada con cierto desdén y me empezó a hablar con el mismo tono y elocuencia que aquella noche en mi apartamento. Sin embargo, sus palabras me resultaron ominosas. Me recordó de la gravedad del juramento que había hecho y me pidió que le dijera si lo reconocía a él específicamente como mi mayor y mi autoridad.

A diferencia de la primera vez que se me pidió jurar lealtad ese día, cuando Xieguazinsa me lo pidió, no contemplé ni siquiera la posibilidad de negar mi sumisión. En lo que a mi concernía, Xieguazinsa era la personificación de Dios en la tierra. Ni siquiera sentí miedo. Veía a Xieguazinsa como un hombre sabio y más que en ningún otro momento de mi rito de paso, fue allí, de rodillas frente al mayor, que sentí que había llegado al lugar que me correspondía y que tanto había buscado desde aquella vez que desperté de entre demonios y sufrimiento, gracias al sagrado Yagé.

Lo que no sabia era que había firmado mi ingreso a un nuevo purgatorio, del que tardaría años en salir, con mucha sabiduría eso sí, pero no sin antes pagar por ella una buena cuota de sufrimiento y angustia. Mi camino apenas estaba por empezar.

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