Última actualización el 2020-10-21
Hola amigos! En este episodio narro la continuación de la historia que comencé en el Episodio 7: Embrujo. No agrego más para dejar que la historia hable por sí sola pero sí adjunto unas imágenes de las personas y lugares que me acompañaron en este bello descubrimiento.
Mi duelo por la pérdida de mi matrimonio y no tener a mi hija viviendo conmigo duró varios meses. Durante ese tiempo lloraba casi todos los días y vivía una montaña rusa de emociones; generalmente me despertaba sobresaltado luego de mis recurrentes pesadillas con fantasmas femeninos y por un rato tenía que soportar un vacío en el pecho que duraba hasta que lograba ocupar mi mente en el trabajo. Sin embargo, distraer la mente era apenas un paliativo temporal; en cualquier momento llegaba a mi mente el recuerdo de Angélica y mi ánimo se iba al piso.
En algunas ocasiones sentía una desesperación repentina que me llevaba a comportarme como un alienado. A veces salía apresurado del trabajo o la casa y comenzaba a vagar por las calles cercanas, tratando infructuosamente de escapar de mis propios pensamientos. Otras veces sentía el impulso de llamarla y tratar de inventar algo para decirle, que no hubiera probado ya su futilidad. También me refugié en un par de templos católicos donde trataba de sentir algo de la conexión espiritual que alguna vez experimenté. Le pedía perdón a Dios por haberme alejado de su camino y haber fallado como cristiano. He de decir que si bien, no llegué a tener ninguna experiencia mística o revelación de ningún tipo, sí lograba algo de sosiego que me permitía volver a la difícil vida diaria por un tiempo más.
Afortunadamente conté en ese tiempo con un jefe que aún considero como uno de los mejores que he tenido. Sabía lo que estaba pasando y tuvo mucha paciencia para aceptar mi bajo rendimiento sin hacerme mayores reclamos y en cambio sí, darme consejos que aún recuerdo con aprecio.
Como pasaba el tiempo y no sentía una mejoría real a mi desorden espiritual y mental, empecé a calcular el tiempo que transcurría entre mis colapsos, tal como los niños cuentan el tiempo que transcurre entre dos truenos en una noche de tormenta. Creo que durante los primeros 6 meses, apenas si logré contar 12 horas entre dos crisis. En ese punto, pensaba que así sería mi vida de ahí en adelante.
También intenté meditar, pero cerrar sin sueño era para mí un desafío: el vacío interno se intensificaba y los pensamientos se hacían más caóticos, así que probé hacer una especie de retiro espiritual en el parque Tayrona, uno de los parques naturales más hermosos de Colombia. Partí con unas vestiduras blancas con las que solía vestirme, a pesar de no pertenecer a ningún grupo indigenista ni espiritual. Me interné en el parque y no acampé como lo había hecho varias veces con familia o amigos sino que dormí en hamaca para disfrutar de un par de cálidas noches estrelladas al lado del mar.
El lugar tenía una magia que me daba tranquilidad y por primera vez en mucho tiempo, sentí que podía estar a solas sin sentirme incómodo. Por supuesto que la mayoría de mis pensamientos se dirigían a Angélica pero sentía calma, una inusitada confianza de que todo se arreglaría en algún momento. Sin embargo, todo este avance se vino al piso durante la segunda noche de mi retiro. Mi descanso se vio interrumpido una vez más por una pesadilla: en ésta ocasión era nuevamente el fantasma de una mujer que me atormentaba con reclamos llenos de odio y amenazas escalofriantes: “Se siente muy seguro porque esto es un sueño, no? Pues aquí las cosas son más reales que allá y si yo lo quiero atormentar y hasta matar en su realidad, yo lo puedo hacer. Se lo voy a demostrar…” de repente se abalanzó hacia mi y me tomó de la pierna derecha, la haló hacia sí y fue tan vívido el evento que me desperté en el acto y para mi sorpresa, o terror más bien, mi pierna derecha venía cayendo hacia la hamaca, como si algo o alguien la hubiera sostenido en el aire pocos segundos atrás.
Pero esa no fue la única sorpresa desagradable: a diferencia de la noche anterior en la que un poco de repelente bastó para mantener a raya los indeseables mosquitos, típicos del parque, esta vez noté inmediatamente que mi cara había servido de banquete para decenas de mosquitos que revoloteaban por encima de mí. La sensación de tal vez un par de decenas de piquetes en mi rostro no hizo más que hacer aún más surreal ese momento de por sí tenebroso.
Sobra decir que no pude pegar el ojo durante lo que quedaba de la noche y mi estado mental se fue a pique a partir de ese momento. Volvió la angustia de la separación y las ganas de escuchar a Angélica se fueron convirtiendo poco a poco en ansiedad de verla a como diera lugar. Para mi mala suerte, mi teléfono celular no tenía servicio en esa zona y tampoco había transporte hacia Santa Marta debido a un paro de camioneros que se había instalado a unos 20 Km de allí. Pero nada de eso fue obstáculo para mi delirio y emprendí mi camino a pie hasta la ciudad, o al menos hasta donde lograra encontrar transporte de regreso.
Fueron finalmente algo más de 18 Km los que caminé ese día hasta que alcancé el otro lado del bloqueo y pude abordar un autobús. Mis pies terminaron con numerosas ampollas que me causaron las sandalias que calzaba. Llamé a Angélica y ella accedió a verme, quizás intrigada por la historia que había comenzado a contarle. Por supuesto, el encuentro no hizo más que agravar mi ya precaria estabilidad emocional.
Un tiquete a la libertad
Poco después de la separación, recibí como rommates en mi casa a dos buenos amigos que llevaban algún tiempo lidiando con sus propias separaciones. Clara y Gabriel se convirtieron en parte de mi familia y apoyo incondicional durante esta difícil época. Su compañía hacía mucho más llevadera la nueva realidad de tener que vivir todos los días entre tantos recuerdos que albergaba mi casa, al lado de Angélica y Anita. Sin embargo, eventualmente decidí vender la propiedad y mudarme junto con mis amigos a un apartamento en el centro de la ciudad, a pocas cuadras de mi lugar de trabajo.
Si bien el cambio no resolvió mi rompecabezas emocional, sirvió en gran manera para aliviar la tristeza y darme el sentido de reinicio que mi vida necesitaba. Adquirí nuevos muebles pero sobre todo nuevos hábitos en un intento de redescubrirme y más bien redefinirme. Uno de esos nuevos hábitos sería un giro de 180 grados a una vieja convicción que nunca me había atrevido a desafiar: había comenzado a fumar marihuana ocasionalmente.
Para entonces mi hermana menor lo hacía con frecuencia pero yo aún satanizaba el consumo de cualquier alucinógeno, aunque no tenía ningún problema con emborracharme de alcohol hasta perder el conocimiento. Mi amigo Gabriel, quien era -y aún es- 12 años mayor que yo, nunca la había probado tampoco así que decidimos que era hora de romper el paradigma.
Gabriel indagó con el conserje del edificio dónde podría conseguir un “bareto” y el pertinaz Inocencio le respondió que él se lo podía proveer, pero que en adelante no lo llamara “bareto” para evitar problemas con los chamizos, que como ya lo narré anteriormente, consideraban lacras a los marihuaneros, a pesar de ser ellos mismos con frecuencia asiduos consumidores de cannabis y otras drogas más fuertes. A partir de ese día, un cigarrillo o bareto de marihuana pasó a llamarse “tiquete”.
Establecimos como norma que no compraríamos más de un “tiquete” por mes pero nos comprometimos a fumarlo por lo menos con la misma frecuencia. La experiencia con la planta fue sorprendentemente muy positiva a pesar de mi precario estado de salud mental. Invariablemente, las sensaciones que me otorgaba el cannabis eran tranquilas, divertidas, emotivas e interesantes. Quizás era de ayuda el compartir la experiencia con alguien a quien apreciaba y admiraba, quien además de servir como mi paño de lágrimas y confidente, era excelente guitarrista e intérprete. Nuestras “ceremonias” con cannabis eran momentos bohemios de Beatles, Queen, Kant, Les Luthiers, Martha, Spinoza, Silvio Rodríguez, Angélica, otras mujeres y carcajadas. Así, sin ningún orden pero siempre extremadamente entrañables.
Hubo muchos momentos de reflexiones profundas y comprensiones repentinas, como aquella vez que en medio de mi viaje enteógeno lloré por un rato mientras pensaba en lo lindo que sería tener una hija -había olvidado por completo que ya tenía una de 7 años!- deseé con mucha fuerza que se cumpliera ese sueño y entonces, de un momento a otro como si se tratara de una epifanía, recordé que ya tenía la hija que tanto deseaba y en esa oportunidad además, estaba en mi casa! Anita estaba allí pasando sus vacaciones conmigo y por supuesto se encontraba durmiendo a esas horas, ajena mi curiosa revelación cannábica. Corrí al cuarto y la abracé y besé entre lágrimas, dándole gracias a Dios por el regalo de tener una hija tan maravillosa conmigo.
Hubo una revelación más, no obstante, que sería crucial en mi vida en ese momento. En otro rato de bohemia con Gabriel, mientras fumábamos en el balcón de nuestro apartamento, disertábamos sobre civilizaciones alienígenas y portales dimensionales hasta que un inesperado ataque de carcajadas nos desviaba a otro tema, quizás alguna vergüenza que cualquiera de los dos recordaba del otro. De repente, en medio de las risas me llegó al pecho mi viejo verdugo, el vacío que sentía cada vez con menos frecuencia pero aún mucho más a menudo de lo cabría esperar de alguien casi un año después de una pérdida.
Era la primera vez que lo sentía mientras estaba bajo la influencia de la marihuana así que esta vez en vez de entregarme a la tristeza y la ansiedad, me dediqué a observarlos con el mismo escrutinio con el que a veces analizaba una hormiga o la etiqueta de una botella mientras estaba en mi viaje de cannabis. Descubrí que el recuerdo de Angélica se sentía como una jaula. Observé a mi alrededor y pude sentir los barrotes a pocos centímetros de mi piel. Sentí claustrofobia, la desesperación comenzó a rondarme. De pronto abrí los ojos como queriendo aumentar la claridad de mi visión y noté que Gabriel se encontraba aun riendo a carcajadas. Entonces me sentí estúpido por dañar el momento con ese recuerdo, pero entonces se me ocurrió algo: “¿Cómo puede ser que me deje encerrar dentro de un recuerdo? Esta jaula no existe, o al menos no existía hace cinco minutos. Angélica ni siquiera sabe que estoy pensando en ella, ella no tiene nada que ver con lo que estoy sintiendo, es un castigo que yo mismo me estoy dando pero no tiene sentido, a nadie le importa, tengo que salir de aquí”.
Respiré profundo y decidí que ya no quería estar en esa jaula. Al desbaratarla con mi mente y sentirme de nuevo allí y en ese momento al lado de mi amigo, supe que por primera vez había logrado salir de mi abismo. Las otras veces simplemente había esperado que pasara, pero en ese momento había podido volver a sentirme tranquilo sin necesidad de pasar por ese pequeño infierno que me consumía cada vez que el vacío me visitaba.
No fue la última vez que sentí la ansiedad pero luego de eso por fin empezó a hacerse cada vez menos frecuente y menos intensa. Recordaba la jaula y lo que había hecho para salir de ella aquella noche y lograba recomponerme cada vez con mayor efectividad. Al cabo de unos meses, tuve la oportunidad de ver a Angélica frente a frente nuevamente, luego de varios meses de contacto telefónico esporádico. Me di cuenta que ninguno de los dos era ya la persona de la que nos habíamos enamorado y con mucha tranquilidad, sin rencor ni angustia, pude decirle que quería seguir mi vida sin ella.
Un bautismo ancestral
El año 2006 me recibió con un fuerte cólico renal que comenzó en la noche del 31 de diciembre y que supe paliar con los efectos analgésicos de mi “tiquete” mágico, pero además con la noticia que había estado esperando por un buen tiempo: mi empresa autorizaría mi traslado a la capital del país, Bogotá, en donde me esperaban con ansias mis padres y mis hermanas para retomar la vida de familia que al parecer me era esquiva por mi cuenta. Era como si Santa Marta no me fuera a dejar ir hasta que no completara la lección que tenía para mí. Aquel joven ingenuo y soberbio que había llegado a su paraíso con todo lo que creía poder desear, era ahora un hombre más humilde y con una experiencia aún por digerir.
Aproveché esos últimos meses en la bella bahía Samaria para disfrutar de los coloridos atardeceres en la playa de Taganga y para conocer los lugares que no había tenido la oportunidad de visitar. Mi experiencia con la marihuana me había creado una nueva inquietud por los temas relacionados con las plantas sagradas, el conocimiento que se decía que atesoraban las comunidades indígenas que habitaban la Sierra Nevada de Santa Marta, a pocos kilómetros de la ciudad. Al lado de un amigo a quien conocía como Jaba, realicé un viaje a la Ciénaga Grande del Magdalena, descubriendo la belleza de los manglares, la miseria de sus riberas y la monstruosa contaminación creada por la empresa carbonera americana Drummond.
Un segundo viaje con Jaba me llevó por fin a la Sierra Nevada junto con un par de indígenas Arhuaco quienes nos hablaron sobre su visión mágica y mística de todo cuanto veíamos. Probé por primera vez la hoja de coca o hayu como la llaman los Arhuacos y luego conocí la marihuana “Punto Rojo” cultivada de forma hidropónica cerca al municipio de Minca. No recuerdo el nombre del joven Arhuaco que nos sirvió de guía, pero sí que hacia la mitad del recorrido conversábamos animadamente sobre su cosmovisión y costumbres. Viendo nuestro interés sobre el tema, nos dijo que nos llevaría a un lugar sagrado: la laguna de los mamos, que son las autoridades mayores de su comunidad.
Era una pequeña laguna, más bien un pozo que se encontraba oculto en el bosque y que se encontraba flaqueado por enormes rocas. El guía nos invitó a entrar en el pozo y nos señaló en una de las rocas, una curiosa forma tallada a unos 70 u 80 centímetros por encima del nivel del agua. Se trataba de una mano humana tallada en la roca, de unos dos centímetros de profundidad. Sus bordes, sin embargo, no mostraban señal alguna de cincel o ninguna herramienta ya que la superficie de la roca no cambiaba de color ni textura y simplemente se hundía formando una palma con cuatro dedos y un pulgar de tamaño normal.
El Arhuaco nos explicó que esa era una laguna ceremonial donde iban los aspirantes a manos a ordenarse como tales. Cada mamo debía sumergirse en la fría agua proveniente de los nevados y posar su mano derecha en el mismo punto donde miles de manos habían hecho lo propio desde tiempos inmemoriales. Nos dijo que la mano no fue cincelada sino tallada de forma natural por la imposición de la mano en el mismo punto a través de los siglos.
Me quedé observando esa mano mística por un buen rato y gracias al efecto de los enteógenos que había recibido, no sentía ya el frío del agua en la que me hallaba sumergido del ombligo hacia abajo y visualicé en mi imaginación un ejército de mamos ataviados con su vestidura blanca y su tutusuma o tocado característicos, posando sus manos sobre esa misma roca que se hallaba frente a mí. No fui capaz de intentar poner mi mano sobre la mano tallada por respeto ante lo que percibía como altamente sagrado.
De pronto, el guía interrumpió mi cavilación con una sorpresiva pregunta: “¿Está listo para el bautismo?” Apenas si pude pensar en lo que me estaba diciendo cuando mi propia voz me sorprendió respondiendo “Si”. Sin mediar palabra, el Arhuaco puso su mano sobre mi cabeza y me empujó hacia abajo hasta que me encontré totalmente sumergido en la fría agua del lugar sagrado. No sé cuánto tiempo me mantuvo bajo el agua porque mi mente se puso en blanco totalmente. No recuerdo haber tenido ningún pensamiento ni sensación. Era un cálido silencio con un leve vaivén en todo mi cuerpo causado por las ondas del agua a mi alrededor.
Hasta que el Arhuaco me tomó del brazo y me haló hacia la superficie. Tomé una bocanada de aire y cuando mi vista se aclaró, lo miré a los ojos mientras me decía: “Bienvenido, usted nació de nuevo hoy.”