Última actualización el 2020-10-21
Gabriel García Márquez, el famoso escritor colombiano autor de “Cien Años de Soledad”, obtuvo el premio Nobel de literatura en 1982 al presentar ante el mundo una visión de la realidad donde la crudeza de las injusticias sociales y la violencia de su país en los albores del siglo XX se entrelazaba con coloridos pincelazos de situaciones a todas luces exageradas si no sobrenaturales. Esta mezcla de realidad con fantasía, reconocida en el mundo de la literatura como “Realismo Mágico” llegaría a ser sinónimo de la obra del Nóbel.
Entre los años 2000 y 2006 viví en Santa Marta, una pequeña ciudad costera que pertenece a la región Caribe, que es la misma donde creció García Márquez. De esta ciudad hablaré con detalles en el siguiente capítulo. Allí pude reconocer con claridad el origen de la visión fantástica de la realidad, que se puede palpar en el mencionado clásico de la literatura, pero también en muchas otras de sus obras tales como “La Hojarasca” y “Crónica de una Muerte Anunciada”. La mezcla de ancestralidad indígena sincretizada por la religión, la fuerte influencia de la Iglesia Católica y la necesidad de escapar de la dura realidad de pobreza y violencia ya descritos en este libro, se sumaron en Colombia para producir una visión particular de la realidad en la cual se necesita de un significado trascendente y superior que le brinde sentido y propósito a las privaciones, barbarie e insensatez con las que hay que lidiar a diario.
Lo que para lectores europeos o asiáticos de Cien Años de Soledad, cosas como las visiones de ascensiones milagrosas, prácticas alquimistas, poderes mágicos y personas que se convierten en monstruos, son de manera evidente elementos de ficción claramente distinguibles de la realidad, en Colombia para muchos es una parte integral, si bien oculta de la realidad. Durante mis años en la Costa Caribe escuché varias historias “Macondianas” como por ejemplo la de una anciana que dormía en su ataúd para evitar la molestia para sus familiares si fallecía durante la noche. Sin embargo, los ejemplos más comunes de esta creencia en lo sobrenatural los conocí en forma de supersticiones de todo tipo, desde rezos para encontrar cosas perdidas hasta aseguranzas para hacerse invisible ante los enemigos, pasando por todo tipo de ceremonias para curar enfermedades físicas.
Si bien lo más probable es que García Márquez se haya inspirado en su natal Aracataca para dar forma a la población ficticia en la que suceden muchas de sus historias, Macondo bien podría representar a gran parte de la Colombia rural y pobre de principios del siglo XX, o incluso a las partes de Latinoamérica de similar situación socioeconómica y trasfondo religioso.
El Brujo
Una de las principales dificultades que mis padres tuvieron que enfrentar al ser al mismo tiempo docentes educados comprometidos con la ciencia y piadosos practicantes del catolicismo, probablemente fue el de formar a sus hijos con un balance entre la ética religiosa y a la vez una mente crítica. No habrá sido fácil explicar por qué no es real Santa Claus, o “Papá Noel” como se le conoce en Latinoamérica, pero sí el Divino Niño Jesús, o cómo es que los adivinos son charlatanes pero los sacerdotes sí son sabedores con autoridad. Adicionalmente, como lo mencioné antes, junto con el paquete de dogmas de la religión católica, los Latinoamericanos recibimos también un grueso bagaje de creencias animistas provenientes de nuestros ancestros indígenas que habitaron el territorio de la América prehispánica.
En cualquier caso, recuerdo que durante mi infancia, aparte de la profunda inmersión que hice en la fe católica como lo narré en el capítulo anterior, crecí presenciando y participando en numerosas prácticas supersticiosas, que aunque supuestamente proscritas por la Iglesia Católica, en la práctica eran ignoradas o incluso propiciadas por muchos sacerdotes y religiosas.
La mayoría de dichas prácticas eran simples y divertidas, como por ejemplo no poner la cartera en el piso para que el dinero no se vaya, arrojar sal por encima del hombro izquierdo en caso de derramarla por accidente, mantener una mata de sábila detrás de la puerta para ahuyentar las malas energías o portar amuletos como el escapulario católico o un rosario para protegerse del mal. Sin embargo, en alguna oportunidad, a principios de los noventas, mis padres -con la bendición de una monja de la familia- llevaron a nuestra casa a un extraño personaje joven, delgado, de cabello castaño, largo y ondulado, que parecía sacado de un cuento de García Márquez.
No recuerdo su nombre y esto se debe a que siempre nos referíamos a él como “El Brujo”. Me parece que él abiertamente se consideraba como tal; algo inusual ya que casi siempre, quienes ejercen las prácticas conocidas como hechicería, prefieren referirse a sí mismos como curanderos o sanadores, para evitar la connotación negativa de la palabra “brujería”.
Por aquellos días, mis padres -especialmente mi madre- confiaban en las terapias de medicina alternativa, sobre todo la homeopatía. Pero estaban dispuestos a intentar tratamientos más exóticos, siempre y cuando fueran recomendados por alguien conocido que se hubiera beneficiado de ellos. El caso es que al escuchar las buenas recomendaciones de “El Brujo”, lo contactaron principalmente para que viera a mi hermana, quien había tenido convulsiones provocadas por una fiebre cuando era muy niña, pero también para consultarle sobre mis recurrentes episodios de amigdalitis.
Parte del tratamiento al que me sometí por recomendación del Brujo, consistía en hacer gárgaras con jugo de limón y bicarbonato de sodio que venía sucedida por una tortuosa limpieza física de las amígdalas que él mismo me realizaba, usando un palo bajalenguas al que adosaba tela de gasa a manera de un hisopo gigante. A pesar de lo incómodo del procedimiento, la técnica parecía tener sentido y lo cierto es que, bien sea por efectividad del tratamiento o por contraste entre el dolor original y el generado por el enérgico frotamiento, yo percibía menos dolor de garganta luego de que terminaba.
Lamentablemente, la mejoría era temporal y el dolor siempre sobrevenía y tenía que recurrir a una nueva limpieza de garganta o a las temidas inyecciones de Benzetacil de 2’400.000 unidades. Por esto, el Brujo recomendó hacerme una “operación” con acupuntura para “quemar” las amígdalas y que no volvieran a molestar, ya que ¡por supuesto! El brujo también era acupunturista.
La operación transcurrió en mi habitación y como preparación mis padres me tuvieron que comprar sábanas blancas, calzoncillos blancos y entregarle al Brujo una botella de alcohol etílico. Se suponía que yo debía mantener los ojos cerrados, pero no es algo fácil de obedecer cuando uno ve agujas de más de 10 cm de longitud en una bandeja al lado de la cama. Gracias a mantener los ojos entreabiertos, pude ver que el Brujo, que ese día vestía de negro, se ataba un cordón negro en la cabeza y hacía una especie de pases mágicos de espaldas hacia mí y en dirección a la puerta.
A los pocos segundos, se dio la vuelta y se dirigió hacia mi así que esta vez sí cerré los ojos del todo y al cabo de unos pocos minutos sentí que me ponía una banda de plastilina alrededor de mi cuello justo debajo del maxilar. Una a una me empezó a clavar las agujas y la verdad es que no sentí ningún dolor, apenas una extraña sensación con cada inserción. Unos minutos más y terminó la experiencia con un repentino jalón de la plastilina con la que retiró las agujas.
A partir de aquel día, no volví a tener ningún episodio de amigdalitis durante los siguientes 25 años. Me había librado del incómodo Benzetacil pero además me había surgido una nueva inquietud: Cómo funcionarían esos poderes mágicos que el brujo había usado para mi sanación?
El profesor Gnóstico
Por la misma época de nuestros tratamientos con el brujo, recibía clases de religión durante mi secundaria en el Colegio “Restrepo Millán”. Lo extraño es que la cátedra, que tradicionalmente era dictada por sacerdotes, en este caso era impartida por un extraño sujeto de piel negra y un ojo gravemente afectado por cataratas, que no sólo no era un sacerdote, sino que poco a poco fue abandonando el pénsum católico oficial del colegio y abordando temas muy extraños.
El profesor aprovechaba la natural curiosidad de los estudiantes por los temas espirituales y contestaba las preguntas con la versión oficial de la Iglesia Católica, pero añadía que “había cosas secretas que al Vaticano no le interesaba difundir”. También decía que había un conocimiento secreto que, de ser alcanzado, podía asegurar a quien lo poseyera un acceso ilimitado a los misterios del Espíritu, a universos paralelos y vidas pasadas.
Toda esa expectativa creada en un grupo de adolescentes perspicaces por supuesto hizo que éstos últimos prácticamente exigieran al docente revelar lo que claramente sabía, pero se negaba a compartir. El profesor, con pretendida renuencia convirtió la mayoría de las clases de ahí en adelante en sesiones de esoterismo provenientes de la Iglesia Gnóstica Cristiana, fundada por Víctor Manuel Gómez, conocido como Samael Aun Weor y de quien hablaré en detalle en un capítulo posterior.
Los temas que conocí durante estas clases de religión-gnosis no hicieron más que incrementar mi curiosidad por la metafísica y el esoterismo: viajes astrales, conjuros, brujería, amuletos y otros misterios, eran explicados por el profesor con lujo de detalles, de una forma muy metódica. Cada tema tenía una total sindéresis y aplicación práctica, así como una bibliografía que generalmente incluía al propio Samael, pero también a Ouspensky, Gurdieff, Blavatsky, Paracelso, entre otros.
Llegué a poner en práctica algunas técnicas que el profesor nos enseñó para intentar lograr un viaje astral, que era el tema que más me interesaba. Una que recuerdo era repetir indefinidamente una oración al acostarse, hasta quedarse dormido repitiéndola. La oración decía algo así como “Llévame al cielito, Felipe” y se trataba de una invocación a Felipe el apóstol de Cristo, quien es considerado por algunos gnósticos como iniciado en el conocimiento esotérico. Su intercesión podía supuestamente ayudar al practicante a abandonar su cuerpo durante el sueño y viajar por el tiempo y el espacio con plena consciencia de ello.
Varias noches me dormí con la oración en los labios, pero sin lograr la esquiva experiencia; al menos en aquella época. Más adelante narraré cómo finalmente pude experimentar lo que se conoce como Experiencia Extracorporal o desdoblamiento, años más tarde. También sentí curiosidad por asistir a las charlas que los gnósticos ofrecían de forma gratuita en muchos puntos de la ciudad, pero mi formación católica ya descrita, y en particular mi encuentro con Diego y el camino carismático católico me alejó del gnosticismo por las siguientes dos décadas y media.
¡Y más brujos!
De forma paralela a mi vida religiosa coexistió siempre un velo místico que percibía dentro del propio catolicismo en forma de visiones, profecías y misiones, pero también se reflejaba en numerosos agüeros y un marcado interés por lo sobrenatural. A lo largo de mis años de adolescencia tuve la ocasión de encontrarme con brujas y brujos que siempre tenían algún mensaje para mi o una profecía sobre mi futuro. Incluso, llegué a ser amigo cercano de una bruja famosa entre políticos y famosos en Colombia. Por su consultorio pasaron desde presidentes de la república hasta reconocidos criminales buscando protecciones contra los enemigos y conjuros para la fortuna y el poder.
Era común que me dijeran que tenía un aura especial, que llegaría a ser un gran líder o que tenía una misión importante. No es que no supiera que era probable que le dijeran lo mismo a cualquier persona, pero había algo dentro de mí que creía totalmente esas “revelaciones”. Si bien muy pocas veces llegué a entregarles mi dinero a estos personajes, lo que sí hice con frecuencia fue llevarles muchas personas conocidas para que acudieran a sus servicios.
Sin embargo, faltarían todavía los años más aciagos de mi vida antes de penetrar la superficie de mundo místico y convertirme yo mismo en un brujo al que acudirían otros para obtener alguna ayuda sobrenatural.