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T5E7 – 2020: El Final del Sueño

Última actualización el 2023-07-13

Espiritualidad y Ciencia
Espiritualidad y Ciencia
T5E7 - 2020: El Final del Sueño
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“Manuelito: se vienen tiempos difíciles para la humanidad y tenemos que permanecer firmes. Así, como una roca”

dijo el taita Gregorio con sus ojos perdidos en el infinito, mientras juntaba con firmeza los puños contra su pecho.

“Tenemos que ser como la roca en el río durante la creciente: bien firmes y tranquilos para que los demás se puedan aferrar a nosotros cuando sientan que se están ahogando”.

Esas palabras de mi querido taita, por allá en 2014, resonaron en mi mente cuando vimos en las noticias que se declaraba cuarentena en toda la provincia de Ontario, limitando las actividades en lugares públicos a los servicios esenciales y lugares de primera necesidad como supermercados y droguerías.

Las imágenes de cientos de cadáveres apilados al lado de los hospitales provisionales en Wuhan fueron el prólogo de la tragedia que durante más de dos años abatió a millones de familias alrededor del mundo, dejando tras de sí consecuencias sociales, políticas y económicas que, al escribir estas líneas en el verano de 2023, aún no terminan de desarrollarse.

La pandemia del COVID-19 que se extendió rápidamente por todo el mundo, agitó con fuerza los cimientos de la sociedad occidental moderna y desnudó, ante la mirada atónita de la humanidad, nuestra extrema fragilidad, incluso ante algo tan mundano como la forma biológica más pequeña de la naturaleza: un virus, y sacó a relucir la precariedad de nuestras capacidades de cooperación y organización eficaz frente a una tragedia global.

A diferencia de un terremoto o una inundación, que afectan desproporcionadamente más a los más pobres, un virus no distingue razas y amenaza a ricos, pobres, liberales y conservadores por igual. Por ello, muchos pensamos que la pandemia nos uniría como especie, que sacaría lo mejor de nosotros y que nos ayudaría a ver nuestra existencia con una renovada perspectiva para reconocer lo que es verdaderamente importante en la vida.

Pero a medida que pasó el tiempo y la tragedia – que supuestamente duraría unos pocos meses – se convirtió en parte de la vida diaria, el mundo observó cómo esas manifestaciones iniciales de solidaridad, unión y buena voluntad fueron dando paso a algunos de los rasgos más mezquinos de nuestra humanidad.

– “…Tenemos que permanecer firmes. Así, como una roca”

Las palabras de Grego se hacían cada vez más vigentes. La calamidad se acercaba cada vez más a nuestro círculo social en Colombia, a diferencia de Canadá donde sentía que vivíamos en una burbuja de cristal, con los mejores servicios médicos disponibles, una sociedad educada y suficientes recursos para sobrellevar la crisis manteniendo uno de los índices de mortalidad más bajos del mundo.

Nuestro corazón, sin embargo, estaba en nuestra madre patria, donde la mayoría de nuestros seres queridos hacían parte de la población más vulnerable frente a la nueva enfermedad: Nuestros padres, la abuela de Paula, Mara, el abuelito Luis, muchos amigos y familiares de bajos recursos y muchos de ellos que se habían quedado sin medios de subsistencia debido a las estrictas cuarentenas y toques de queda que se decretaron en las principales ciudades de Colombia.

Con preocupación e impotencia nos enteramos de los primeros infectados entre nuestros amigos y familiares y con tristeza dijimos adiós desde la distancia a algunos conocidos que sucumbieron ante las azarosas complicaciones de la enfermedad. En medio de ese oscuro panorama y a pesar de los riesgos, tomamos la decisión de viajar a Colombia en diciembre de 2020 para abrazar a los nuestros y recargarnos mutuamente de ese calor humano que el coronavirus nos arrebató.

Benjamin con su abuelito Víctor durante la Pandemia

Fue la primera vez que pisaba tierra en mi país de origen desde que partimos hacia Norteamérica esa mañana de junio de 2017 y todo había cambiado. Las verbenas nocturnas en las calles de Medellín, típicas de la temporada navideña, fueron reemplazadas por toques de queda diarios durante los cuales un helicóptero de la policía hacía sobrevuelos constantes recordando a través de un altoparlante la prohibición de salir a la calle.

A pesar de ello, la gente del barrio enfrentaba la pandemia con una extraña mezcla entre temor y desparpajo, no atípica en la cultura colombiana: Muchos portaban sus tapabocas por debajo de la nariz o colgando de una oreja y hacían caso omiso de la recomendación de mantener una distancia prudente con personas fuera del núcleo familiar. Al mismo tiempo, un buen número de supersticiones y medidas preventivas sin sustento científico se habían afincado entre los hábitos de nuestros familiares y amigos.

Así pues, era común que, a la entrada de casas y establecimientos públicos, se rociara a los visitantes con alcohol de pies a cabeza usando un aerosol y muchos instalaron en el umbral de sus puertas una bandeja de plástico que contenía un tapete absorbente, el cual humedecían en alcohol. Antes de entrar de la calle, los invitados debían limpiar las suelas de sus zapatos con ese alcohol, como si hubiera la más mínima posibilidad de que el coronavirus se colara entre las huellas del calzado y luego pudiera casualmente saltar a las fosas nasales de los habitantes de la casa.

Se podría pensar que estas medidas, totalmente inútiles desde el punto de vista epidemiológico, eran veniales acciones sin ningún peligro, pero, de hecho, la mamá de Paula se resbaló en una de esas bandejas limpia-calzado y se lesionó la cadera, mientras cargaba a Benjamin en sus brazos. Además, el “baño” de alcohol parecía generar una falsa sensación de seguridad que distraía de las medidas verdaderamente efectivas como el buen uso del tapabocas y la distancia social.

Estábamos felices de poder celebrar navidad y Añonuevo con los nuestros, en medio de condiciones tan difíciles, pero también estábamos preocupados por el implacable avance de la enfermedad, que en varias ciudades de Colombia mantenía ya las salas de cuidados intensivos con una ocupación mayor al 95%. Nos aterraba la posibilidad de contraer la enfermedad en medio de tan precarias medidas de prevención y contagiar a nuestros adultos mayores, sin tener la tranquilidad de contar con el robusto sistema médico canadiense a nuestro alcance.

Conspiritualidad

Así pues, después de casi un mes, regresamos a Canadá con el corazón lleno del amor de nuestros seres queridos, pero también con inmensa preocupación por su bienestar, en medio de tanta ignorancia pública sobre las medidas de prevención ante la enfermedad y tan pocos recursos para su atención en caso de adquirirla. Nada más aterrizar en Toronto y nos enteramos de que el papá de Paula había sido diagnosticado con COVID-19, estaba siendo atendido en su casa y tenía que respirar con ayuda de una botella de oxígeno.

La situación en la mayor parte del mundo era aciaga pero como según dicen, los males nunca llegan solos, paralelamente a la epidemia de COVID-19, avanzaba silenciosamente una segunda epidemia, que exacerbaba el daño causado por el coronavirus: la epidemia de desinformación y teorías de conspiración que torpedeaban los esfuerzos de profesionales de la salud, de la comunidad científica y de los gobiernos que trataban de actuar con responsabilidad.

Ya se había visto el conato de ese mal un año antes, cuando el gobierno de Donald Trump en los Estados Unidos se acercaba a su fin. La cada vez más esquiva perspectiva de hacerse reelegir como presidente había convertido al errático y egocéntrico mandatario en una máquina de noticias falsas, bulos y conspiraciones.

Su pobre gestión de la pandemia en sus inicios le había costado la vida ya a más de medio millón de americanos y en lugar de dar un giro de timón para seguir las recomendaciones de científicos y académicos, Trump decidió en cambio dedicarse a atacar a esas instituciones y atizar las teorías de conspiración que sus seguidores más fanáticos y violentos habían venido incubando desde antes de su llegada al poder.

Entonces, un amigo taita yagesero con quien conversaba de vez en cuando me dijo que me invitaría a un grupo en Internet donde estaban compartiendo información secreta muy relevante para las cosas que se venían en el mundo. Cuando ingresé al grupo me encontré con las mismas teorías de conspiración que había visto en Internet, promovidas por oscuros grupos de ciber activistas de derecha, encabezados por el conocido como Q-Anon. La única diferencia que noté en las versiones colombianas de estas teorías era que abundaban en terminología esotérica y referencias pseudoespirituales.

Los miembros del grupo describían a Donald Trump como un líder espiritual al servicio de la luz, que había lanzado una cruzada contra la oscuridad. En el imaginario de los seguidores de tales teorías de conspiración, esa oscuridad estaba representada por el llamado “Estado Profundo” de Washington, una cabal de políticos y multimillonarios satanistas y pedófilos que manejarían los hilos del poder tradicional. Según mis amigos “conspirituales”, Trump guiaba las huestes de guerreros espirituales en medio del profetizado enfrentamiento final entre el bien y el mal, para posibilitar una nueva era de iluminación y despertar espiritual. Según el taita que me invitó al grupo, en Colombia había muchos sabedores, abuelos, mamos y taitas chamaneando para apoyar a Trump en esa guerra espiritual y detener a quienes consideraban “enemigos de la luz.”

Luego de ese descubrimiento, investigué un poco más sobre las subculturas de conspiranóicos seguidores de Trump. Encontré muchas profecías similares incluyendo la promesa de un inminente operativo a gran escala, en el que Hillary Clinton sería capturada al igual que George Soros, Bill Gates y cientos de políticos supuestamente miembros del diabólico “Estado Profundo”.

El desenlace de todas esas teorías y grupos de fanáticos desbordados quedó a la vista de todo el mundo el 6 de enero de 2021 cuando cientos de violentos manifestantes seguidores de Trump irrumpieron en las instalaciones del Capitolio en Washington y pusieron a tambalear al estado de derecho y la democracia más grande del mundo.

Protestas antidemocráticas en EE.UU Enero 2021

El origen del mal

En Colombia, entre la población en general, el tema de Trump carecía de relevancia más allá de la afinidad o animadversión personal con el mandatario. Sin embargo, de la nada, el extravagante y misógino presidente se convirtió en referente para cientos o tal vez miles de seguidores del camino espiritual. ¡Increíble! Pero había otra teoría de conspiración que potencialmente causó aún más daño y me afectó a nivel personal. Un bulo que se convirtió en la gota que derramó el vaso de mi tolerancia por supersticiones y pseudociencia: La epidemia del dióxido de cloro también conocido como CDS o MMS.

Durante mis años en el chamanismo conocí, acepté y divulgué un buen número de creencias supersticiosas y remedios mágicos sin sustento clínico. Siempre supe que existía la posibilidad de que aquellas recetas hicieran uso del efecto placebo o del poder de la sugestión, pero también veía la posibilidad de que la ciencia occidental aún no entendiera los mecanismos a través de los cuales operaba la medicina ancestral. Así, descartaba la necesidad de pruebas clínicas controladas o de estudios académicos que sustentaran cada forma de curación, o desestimaba los resultados de pruebas clínicas que directamente desvirtuaran su efectividad.

Yo insuflando tabaco en polvo en 2012

Entre otras creencias, compartí y usé el tabaco como cura para la gripa, las constelaciones familiares como vehículo para sanar relaciones con nuestros seres queridos y la homeopatía para curar enfermedades graves. También hice uso y divulgué los beneficios de las plantas sagradas: coca, tabaco y ayahuasca para curar el alma, si bien esta última está siendo investigada clínicamente como base para el tratamiento de algunas enfermedades mentales.

Es posible que el yagé algún día reciba el respaldo de la comunidad científica en cuanto a su viabilidad como medicina psiquiátrica, pero el caso es que yo nunca tuve un conocimiento científico de los mecanismos de acción ni del yagé ni de ninguna de las otras terapias que promoví. Tampoco tuve nunca educación sobre sus riesgos o contraindicaciones, ni evidencia de su eficacia más allá de mi experiencia personal y las anécdotas de terceros.

Por consiguiente, en ningún momento obtuve la facultad de poder prescribir ninguna de esas terapias. Como sucede en casi la totalidad de los grupos esoteristas y de nueva era, mi calificación como sanador o sabedor se circunscribía a mi buena voluntad y mi convicción de haber recibido “empoderamiento” o autoridad al respecto, durante mis ceremonias enteogénicas o experiencias místicas en los mundos internos. Y, aun así, al igual que casi todos los “sanadores” holísticos que conocí, me tomé la libertad de contradecir conceptos científicos bien establecidos. Conocimientos que no surgieron de inspiración divina o intercambios casuales a través de Internet, sino a través de la colaboración entre cientos de profesionales después de años de investigación y experimentación metódica y autocrítica.

Mi certeza de estar haciendo lo correcto cada vez que recomendaba terapias o remedios se fue debilitando a medida que aprendí más sobre el método científico y el mundo de la investigación académica, sobre todo en biología, física y astronomía. Mi entrada a ese mundo fue la influyente serie “Cosmos” de Carl Sagan, muchos años atrás, pero fueron los libros de Sean Carroll, Brian Greene, Yuval Noah Harari y Richard Dawkins, los que me abrieron los ojos a una realidad mucho más rica y compleja que la versión simplificada y facilista que conocí en mi camino espiritual.

Algunos de los temas que encontré allí me resultaron tan complejos, que tuve que releerlos varias veces y en algunos casos, buscar explicaciones más sencillas en Internet, usualmente a través de videos educativos. En otros casos, simplemente tuve resignarme a que ese nivel de conocimiento estaba fuera de mi alcance; al menos dentro de los límites de tiempo y esfuerzo que estaba dispuesto a disponer en el momento. Tuve que reconocer con humildad que el saber profundo sobre la naturaleza no puede obtenerse en una toma de yagé, ni charlando casualmente en círculos de palabra, sino a través de cientos de horas de lectura, años de estudio, abstracción de complejos modelos y experimentación metódica.

Reconocí que descifrar los misterios del universo no es algo que se pueda alcanzar solamente con buena voluntad y muchas ganas, sino que hay que llevar al límite las propias capacidades de comprensión, abstracción y memoria, siguiendo el camino que los pioneros de las ciencias han dejado tras de sí en miles de páginas de documentación de observaciones, experimentos y teorías. Por supuesto, comprender el corazón, la mente o el mundo de las relaciones no es una ciencia exacta y la filosofía sigue siendo la base del descubrimiento de los misterios de la experiencia humana. Pero la medicina, la astronomía, la física y la química definitivamente quedan por fuera del espectro de lo que se puede alcanzar con una “consulta espiritual”.

También observé que mientras que en el mundo de la “espiritualidad”, el esoterismo y la nueva era, la validez del conocimiento depende enteramente de la jerarquía e influencia de quien lo profesa, en la ciencia nadie está exento del rigor del método científico sin importar sus pergaminos o posición jerárquica. De hecho, en la comunidad científica se fomenta la refutabilidad de cualquier teoría nueva. Esto quiere decir que quien propone una nueva idea debe esforzarse en encontrar debilidades en su propia teoría y solicitar a sus colegas que traten de derribarla haciendo uso de argumentos sólidos. En mis años de camino en el chamanismo, nunca escuché a ningún abuelo pedirle a su comunidad que cuestionaran sus ideas o que aportaran teorías nuevas para tratar de encontrar la verdad. Me di cuenta de que, en cuanto a la búsqueda de la verdad, las religiones son soberbias mientras que la ciencia es humilde.

A pesar de este nuevo entendimiento, aún consideraba que no había nada de malo en mantener y promulgar el pensamiento mágico con respecto a la medicina “alternativa”. Al fin y al cabo, una sustancia natural con un poco de fe no conllevaría ningún riesgo, y tal vez podría ayudar un poco. Pero ese último bastión de credulidad y pensamiento pseudocientífico se fue al traste cuando presencié con horror, que ese pensamiento mágico que la mayoría de mis amigos espirituales abrigaban, incubó la credulidad en teorías extravagantes que estaban demostrando hacer aún más peligrosa la pandemia que atravesábamos.

Fui testigo mudo de las cada vez más frecuentes publicaciones de mis amigos en sus redes sociales calificando la pandemia como un engaño, a menudo con el término ‘plandemia’, popularizado por los realizadores del falso documental con ese nombre, que se volvió viral entre caminantes de la espiritualidad. Según el infame video de 26 minutos, plagado de falsedades, imprecisiones y teorías irresponsables, la pandemia global del COVID-19 habría sido un evento planeado por las élites mundiales para enriquecerse y obtener mayor control sobre la población mundial.

Más tarde, cuando Pfizer y Moderna anunciaron las primeras vacunas contra el temido coronavirus SARS-CoV-2, la narrativa de los conspiranóicos fue que las nuevas vacunas serían un vehículo para inocular la propia enfermedad, para implantar un chip con el que Bill Gates podría leer nuestras mentes, para esterilizar a la población, o – de alguna manera – todo lo anterior al mismo tiempo.

Así que mis amigos ‘espirituales’ no solamente se encogieron de hombros ante el impresionante avance tecnológico que representaban las nuevas vacunas, sino que se convirtieron en caja de resonancia de temores infundados sobre las vacunas, los tapabocas y el sistema médico en general. Muchos se sumaron también a la promoción de supuestas curas pseudocientíficas, que hasta el momento habían existido solo en la periferia como creencia de grupos sin educación. Además, las convirtieron casi que, en objeto de culto, ya que en ellas no sólo veían al milagro que venían pidiendo sino como el arma para oponerse a la tiranía del monstruo de siete cabezas: Farmacéuticas-Clinton-Gates-Soros-Biden-Ciencia-Sentido Común.

El culto del blanqueador

Estas supuestas medicinas incluían desde jugos y batidos de verduras hasta medicinas veterinarias como la Ivermectina. Pero la que más daño causó no solo por tratarse de una sustancia tóxica sino porque se convirtió prácticamente en el centro de una secta multinacional fue el mencionado dióxido de cloro (CDS), conocido por sus adeptos como Solución Salina Milagrosa (MMS).

Presentaciones del dióxido de cloro como supuesta medicina

El dióxido de cloro es una solución acuosa corrosiva y tóxica utilizada industrialmente en bajas concentraciones para purificar agua y en casi todos los hogares como blanqueador de ropa y limpiador de pisos. Una rápida búsqueda en Google me mostró que el compuesto químico ha sido promovido desde 2006 como supuesta cura para el VIH, el cáncer, el resfriado común y hasta para el autismo. Desde entonces es usado por charlatanes, místicos pseudocientíficos y sectas para atraer adeptos, extraer dinero y obtener fama.

En Colombia, el MMS irrumpió en medio de la pandemia de la mano del supuesto biofísico alemán Andreas Kalcker, quien al parecer aprovechó el afán del público por encontrar una protección contra el COVID-19, para reencauchar al blanqueador milagroso y lucrarse con sus cursos y publicaciones en los países más pobres y vulnerables a la superchería.

Entre 2020 y 2021, en Latinoamérica hubo una avalancha de artículos y testimonios sobre la supuesta efectividad del CDS para tratar o prevenir el COVID-19, algunos de ellos promovidos por médicos titulados. El tema era tan omnipresente que mi escepticismo se puso a prueba y tuve que acudir a las fuentes académicas más confiables que pude para intentar discernir lo real de la fantasía en medio de tanta confusión. Al fin y al cabo, no se trataba nada más de un asunto de curiosidad científica, sino que la salud de mis seres queridos estaba en juego.

Mis padres, Mara, el abuelo Luis, el taita Gregorio, algunas tías y varios amigos en algún momento me informaron de su intención de empezar a consumir el dióxido de cloro y casi todos conocían a alguien que supuestamente había sido curado con el químico milagroso. Bueno, casi todos conocían también a alguien que se había curado espontáneamente o con ayuda de la ciencia médica, pero por alguna razón, la ‘magia’ del CDS parecía superior e irresistible.  No podía culparlos, hasta Evo Morales, el presidente de Bolivia había manifestado su apoyo al dióxido de cloro como terapia para el COVID y en abril de 2020, el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, se unió al festival de la irracionalidad cuando sugirió que tal vez sería buena idea inyectar blanqueador en los pacientes de COVID-19. Total, si el blanqueador servía para desinfectar mesas y pisos, seguro también serviría para matar al virus dentro del cuerpo humano…

El Despertar

Era el mundo al revés: mientras que médicos y enfermeros arriesgaban su vida – y muchos morían – todos los días luchando contra el virus, el presidente de la nación más poderosa del mundo impulsaba conceptos falsos provenientes de los rincones más escabrosos del Internet. Mientras inmunólogos, farmaceutas y epidemiólogos trabajaban sin descanso para desarrollar vacunas y terapias eficaces para luchar contra la enfermedad, la gente desconfiaba cada vez más de la ciencia, entregándoles sus vidas y las de sus seres queridos a charlatanes sin formación académica.

Entonces lo vi claramente: El pensamiento mágico que albergué con entusiasmo y orgullo por tanto tiempo, se había convertido en una amenaza global, capaz de desestabilizar democracias y causar la muerte a miles de personas. A través de Facebook presencié cómo uno de esos amigos muiscas con quien muchas veces hablé sobre misiones místicas, poderes secretos y otras fantasías, reposaba inerme intubado en la cama de un hospital. Pocos días antes, lo había visto declarando con soberbia que no se dejaría manipular por los agentes de la oscuridad con la “plandemia” causada por un falso virus, mientras departía con un nutrido grupo de personas; todos ellos sin tapabocas y sin observar la recomendada distancia social.

De mi familia espiritual, sin embargo, quien con más candidez se entregó al culto de Kalcker y su químico milagroso fue el abuelo Luis. El anciano, a quien me une una gran amistad, no solo por su coherencia y sabio consejo, sino por nuestro compartido entusiasmo por la tecnología, sucumbió por completo a la promesa de una cura simple, barata y eficaz contra la enfermedad más feroz y mortífera de los últimos tiempos.

Protesta anti-vacunas y anti-tests en EE.UU

A instancias suyas leí con atención unos supuestos estudios clínicos y artículos académicos que según me dijo, demostraban la eficacia del CDS para el tratamiento y prevención del COVID-19. En ellos encontré fotografías, tablas y gráficos de colores, pero ninguna de las convenciones requeridas en estudios clínicos serios. El marco teórico de los mecanismos del CDS para combatir el virus estaba plagado de generalizaciones y falsedades en cuanto a la química del dióxido de cloro y sus reacciones con las sustancias biológicas en el cuerpo humano. Tampoco había detalles sobre metodologías de selección de población, condiciones previas, grupos de control y un largo etcétera.

Todo lo anterior, sin mencionar la abundancia de errores ortográficos, gramaticales y contextuales, incluyendo varias instancias de textos de fuentes dudosas, irrelevantes o inexistentes, o insertados sin explicación ni conexión con el resto del documento. En fin, como se dice en Colombia: “no había con qué hacer un caldo.”

Compartí mis hallazgos sobre el “estudio” en un círculo de palabra virtual al que me invitó el abuelo Luis usando la plataforma Zoom, y le sugerí a los participantes que más bien usáramos ese espacio para discutir temas sobre el espíritu, la sanación del alma o las emociones y que le confiáramos a la comunidad médica y las instituciones académicas, lo relacionado con la química y la biología. Como cabría esperar, esa invitación me convirtió en blanco de un subgrupo de conspiranóicos que frecuentaban ese círculo, quienes me calificaron de crédulo, manipulable, inconsciente y despistado.

Acudí entonces a la sensatez del abuelo Luis para retomar el cauce de palabra espiritual que yo pensaba que debía animar al círculo de palabra, pero él me reconvino, seguramente motivado por su convicción de haber recibido de la providencia, la cura milagrosa que salvaría al mundo de su inexorable condena.

El final del sueño

Por primera vez sentí que el abuelo y yo caminábamos por sendas separadas, pero no fue su culpa. Era yo quien había abandonado el redil. Pocos años atrás, el abuelo Luis y yo charlábamos durante horas sobre nuestro papel en cataclismo que se cernía sobre la humanidad. Hablamos de pactos ancestrales entre deidades de nuestros linajes, acuerdos místicos entre clanes milenarios de los cuales nos sabíamos emisarios. Aventuramos teorías sobre una red de consciencia cósmica custodiada por soldados espirituales, a quienes bautizamos “El Clan Solar” y determinamos que, como sus custodios, era nuestra misión aguardar silenciosamente hasta que el yagé, u otro canal divino nos convocara para actuar con la espada y la copa, o con el sayo y el cayado, según fuera la voluntad de Dios.

Esas conversaciones ocasionales, eran episodios de una línea argumental que empezamos a escribir 10 años atrás cuando el abuelo Suagagua nos juntó con el objetivo de formar la parcialidad Música de Engativá. Pronto nos reconocimos como primogénitos sagitarianos, presuntos Levitas reencarnados, apóstatas del gnosticismo samaeliano, y guerreros astrales del sagrado yagé. Emprendimos juntos un camino de siembra de palabra y misión liberadora a través de nuestros círculos de palabra y ceremonias chamánicas.

Esa historia se fue tejiendo con yagé de ritual en ritual y en casi todos ellos, tuve que enfrentar episodios de consciencia, miedo, paranoia, sufrimiento y Samadhi en partes iguales. Pero también en casi todos esos calvarios, me sostuve de la mano de ese mayor de barba blanca, en cuyos ojos siempre vi una confianza y un orgullo sin límites; una confianza que solamente había conocido en los ojos de mi Madre:

– “Vas bien Manuelito, no te rindas, céntrate en el Amor Infinito del Padre…”

– “Ya casi llegas, estás muy cerca de conectarte con el Altísimo, cree en ti…”

Nunca supe qué hacer. Cada vez que escuchaba esas palabras del abuelo, me encontraba perdido al borde de la locura, a veces sintiendo que mi alma se quemaba y que probablemente estaba viviendo mis últimos momentos sobre la Tierra, acercándome a una muerte inevitable, tal vez parte de algún retorcido pacto de sangre entre dioses a quienes yo simplemente no les importaba un bledo en lo absoluto.

Pienso que el abuelo creía que en mis aterradores viajes sicodélicos yo combatía el mal y obtenía con mi sufrimiento algunos puntos para el bando del bien. Pero yo cada vez me sentía menos motivado a pasar por aquellas experiencias, menos aún a nombre de una humanidad que claramente se negaba a resolver sus propios asuntos individualmente y seguía pidiendo sacrificios de sangre a diestra y siniestra en su eterna búsqueda de expiación.

En comparación con todas estas creencias, la creencia de que unas cuantas gotas de blanqueador de ropa pueden aniquilar a una legión de coronavirus no parecería tan descabellada. El abuelo seguía siendo coherente con su cosmogonía y su visión mágica del mundo: como líder del Clan Solar, que conocía la homeopatía y venía preparándose para jugar un importante rol en el apocalipsis que creía que se avecinaba, recibió una cura milagrosa para enfrentar al monstruo de siete cabezas y estaba dispuesto a usarla con valor.

Pero yo ya estaba cansado de ser un cordero de sacrificio y tal vez por miedo a mi propia extinción, pero también por esa semilla de escepticismo que Carl Sagan sembró en mí décadas atrás, decidí que ser un cristo era una pérdida de tiempo y potencialmente una distracción en el camino hacia la verdadera salvación de los desdichados que lo siguen.

Cuenta la Biblia que Jesucristo de verdad creyó que su muerte serviría para salvar a sus hermanos. Con estoicismo cargó su cruz hasta el calvario y aguantó allí por horas hasta que su cuerpo – tan humano – no resistió una carga tan divina. Sin embargo – dicen algunas tradiciones en la India – Jesús no murió en aquella cruz, sino que quedó inconsciente y fue eventualmente eximido por sus verdugos, del desenlace fatal de su tormento.

Sus seguidores lo habrían descolgado entonces de la cruz, y José de Arimatea junto con Nicodemo le habrían curado con especias y mirra. Al recobrar la consciencia, Jesús se habría dado cuenta de su ingenuidad y por fin, comprendiendo el afán de su amada María Magdalena, habría viajado junto a ella discretamente con destino a Egipto donde Jesús supuestamente completó su recuperación.

Según el relato, poco tiempo después, Jesús y María Magdalena continuaron su camino hacia la India, donde se dice que el Nazareno había pasado ya algún tiempo durante su adolescencia. Una vez allí, Jesús habría asumido el nombre de “Yuz Asaf” y continuado la prédica de sus enseñanzas, aunque esta vez, sin la pretensión de divinidad que le había traído tan malas consecuencias en Judea.

Un Jesús más humano y cauteloso habría sabido vivir hasta una edad avanzada y según los habitantes de Cachemira, terminó allí su vida al lado de su esposa e hijos, sin saber que su alter-ego sobrenatural se convertiría en la imagen de instituciones políticas, poderes económicos, guerras y que incluso, algún día su nombre sería mencionado varias veces por un excéntrico y narcisista presidente estadounidense aprovechando la credulidad de sus seguidores para – él mismo – hacerse ver como todo un mesías de piel naranja y copete rebelde.

Supuesta tumba de Jesucristo (Yuz Asaf) en Cachemira, india

Yo – a pesar mi misticismo – nunca tuve la pretensión mesiánica de Donald Trump, aunque confieso que sí me sentí, al igual que el abuelo Luis, parte de un plan cósmico para liberar a la humanidad del mal. Sin embargo, en el fondo siempre sentí que mi misión no se podía basar en mentiras, teorías sin fundamento y autoengaño. Definitivamente ya no me encontraba en la misma sintonía del abuelo, así que, con tristeza, pero también con mucho amor, le hice saber al abuelo Luis que no estaba dispuesto a seguirle en una irresponsable travesía de desinformación y teorías de conspiración, y me propuse hacer algo para enmendar los errores que cometí durante años al propagar bulos y falsedades.

Me despedí de aquel círculo de palabra, sabiendo que probablemente sería el último al que asistiría. Me despedí del abuelo Luis, sabiendo que era posible que no volviera a escucharlo de nuevo. Poco tiempo después, durante una silenciosa noche de cuarentena en la que recordaba con nostalgia esos momentos mágicos y emocionantes de plantas de poder, sueños místicos y tradiciones ancestrales, encendí la grabadora de mi computadora y articulé el esbozo de lo que sería mi nueva búsqueda. Hablé sobre mi anhelo de encontrar la paz y la felicidad a través de la verdad. Declaré mi intención de demostrar que la verdadera espiritualidad no requiere, ni permite, engaños ni delirios.

Subí el audio de 19 minutos con 30 segundos a un portal web que creé para tal fin y luego escribí, para terminar esa catarsis, estas letras que ahora reconozco como el primer aliento de una nueva vida: mi hijo espiritual y credo de mi nuevo ser:

Primera entrada de mi podcast personal enfocado en la búsqueda de una espiritualidad basada en la ciencia. En este episodio, narro un poco de mi historia personal y el propósito de este espacio.
Espero con cariño comentarios, preguntas y sugerencias para tratar de hacer de este canal un recurso pertinente para personas que se encuentren en búsquedas similares o afines.”

Luego le puse a ese nuevo espacio el primer nombre que se me ocurrió, que perfectamente esbozaba el conflicto que me había llevado hasta allí: “Espiritualidad y Ciencia”.

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