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T5E5 – Hijo de la Felicidad

Última actualización el 2023-07-14

Espiritualidad y Ciencia
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T5E5 - Hijo de la Felicidad
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Antes de llegar a nuestro nuevo hogar, pasamos un mes en Chicago compartiendo con David, Debra y Bob, preparándonos para nuestra nueva vida en Norteamérica. Nuestros amigos, que sabían que viajábamos con lo que cupo en dos maletas grandes y dos pequeñas, nos regalaron muchas cosas, platos, otros enseres y ropa de invierno, incluso una bicicleta en la que durante ese mes me moví de un lado para otro aprovechando el agradable clima del verano.

Fueron cuatro semanas de emoción y expectativa por lo que nos esperaría al otro lado de la frontera norte. Un mes que por primera vez en mucho tiempo se sintió como tal, y no como los anteriores, en los que el tiempo pasó en cámara lenta. Estábamos lejos de las personas que amábamos, pero también lo estábamos del aún persistente fantasma de Diana y de mis encuentros infortunados con el yagé. Pero, sobre todo, lejos de la incertidumbre sobre nuestro futuro.

A pesar de lo reciente de mis crisis de salud mental, al estar en Estados Unidos me sentía liberado de esa presión interna por sanar mi alma, como si el que vivió esa pesadilla se hubiera quedado en Colombia y yo fuera alguien diferente, apenas compartiendo sus recuerdos. Nuestros días transcurrían entre encuentros con personas para quienes el yagé, el tabaco, las ceremonias de liberación y el trabajo interno eran temas totalmente ajenos.

Ese tiempo de ayuno de temas espirituales fue un bálsamo para mi mente. El único libro que leí en Chicago no tuvo nada que ver con los temas que solía estudiar en Colombia, sino que se trató de una guía para viajes imaginarios por el Reino Unido durante la edad media. No hubo círculos de palabra, sino que, en cambio, visitamos restaurantes y asistimos al famoso festival de Lollapalooza de 2017.

En el festival Lollapalooza 2017

Vivir con desenfado en la vida mundana me sirvió como terapia para alejar los pensamientos oscuros y los episodios de miedo infundado, a los que me había acostumbrado desde hacía ya casi un año.

Cruzando la frontera

Finalmente, llegó la esperada fecha de nuestro viaje a Canadá. Habíamos llegado con cuatro maletas, pero después de un mes de compras y regalos, ahora teníamos suficientes pertenencias para llenar una camioneta mediana hasta el techo. Afortunadamente, nuestro amigo Bob se ofreció para llevar todo aquello a nuestro nuevo hogar en su viejo Ford Escape, así que el 12 de agosto, él y yo emprendimos la ruta hacia el país del norte. Paula y Luciana viajarían por avión al día siguiente.

Fueron horas de conducción con buen tiempo, bellos paisajes y como era usual con Bob, educativas conversaciones sobre historia, cultura y política. A través de la ventana de la Ford vi por primera vez a Detroit, la ciudad de Robocop y la General Motors, y pocos minutos después, atravesamos el túnel que desemboca en la ciudad de Windsor en la provincia de Ontario.

Una amable señora de cabello rubio selló mi pasaporte y me entregó un documento con membrete oficial y sello repujado, que certificaba mi nuevo estatus como estudiante internacional, al tiempo que me dio la bienvenida a Canadá. Continuamos el trayecto dominado por amplias praderas sembradas de trigo, maíz, fresas y torres eólicas, y solamente nos detuvimos una vez más, para tomarnos un café en Tim Horton’s, el icónico Starbucks de la clase popular en Canadá.

Un poco más adelante, los parques industriales y amplias avenidas, confirmaron que nos acercábamos a la ciudad más poblada del país. Eventualmente, la carretera de cuatro carriles se transformó en una anaconda de 12 carriles, que después de un par de confusos giros nos ofreció la imponente vista de la famosa “CN Tower” con sus 553 metros de altura y su mirador panorámico con forma de platillo volador. A la derecha de la autopista, alcancé a ver, entre las numerosas torres de apartamentos y modernos edificios de oficinas, el azul del lago Ontario, sobre el cual el sol empezaba a acercar a la línea del horizonte.

Bob y yo estábamos cansados del largo viaje así que postpusimos el plan de visitar el centro de la ciudad y en cambio nos dirigimos hacia Scarborough, el municipio contiguo a Toronto que se convertiría en mi nuevo lugar de residencia. Cenamos en un pequeño restaurante de comida francesa que encontramos en el camino y justo antes de que se agotara el último fulgor del día llegamos a mi nuevo hogar en el 1 de la avenida Kalmar. Ascendí los viejos escalones de cemento al final del antejardín, hasta llegar al acogedor porche de la casa. Allí me detuve por primera vez frente a esa puerta roja, a través de cuyo umbral, durante los siguientes casi tres años encontraría refugio mi pequeña familia de tres, que luego sería de cuatro y cinco hasta que se hizo demasiado pequeña para albergar todo el amor que vinimos a sembrar y ver crecer entre arces y abedules.

Foto tomada pocos minutos después de entrar a nuestra primera casa en Canadá

Una nuevo amanecer

Esa primera noche en nuestra pequeña casa de Birch Cliff – que era como se llamaba nuestro nuevo barrio – fue también la primera vez que experimenté un episodio de ansiedad en Canadá. Bob cayó rendido después de conducir la mayor parte del trayecto desde Chicago y yo me resguardé en la que se sería la habitación de Luciana. Me recosté en el colchón que había allí y pronto sentí la familiar visita de pensamientos oscuros, miedos infundados y la consiguiente agitación de mi respiración, palpitaciones y sudor frío.

Estaba acariciando el sueño que por tanto tiempo anhelé, pero aún no tenía a mis amadas mujeres conmigo; cualquier cosa podría dañar la felicidad antes de lograr alcanzarla. En pocas horas Paula y Luciana volarían desde Chicago y no podía estar tranquilo hasta que estuvieran seguras a mi lado…

¿Y si el peligro para ellas no estuviera en el aire sino justamente en mí?

Ahuyenté ese repugnante pensamiento con una inhalación profunda y un mohín de desagrado. Luego cerré los ojos para meditar hasta que el sueño me arrastrara hasta el amanecer.

El día llegó y Paula y Luciana aterrizaron sin inconvenientes en el aeropuerto internacional Pearson de Toronto. Bob y yo fuimos a recibirlas y un abrazo triunfal en el área de llegada de pasajeros internacionales de la Terminal 1 se inició la aventura del resto de nuestras vidas.

Pocos días después inicié mis clases en la escuela de negocios Ted Rogers de la entonces llamada Universidad Ryerson, hoy Universidad Metropolitana de Toronto. Durante mi papeleo de registro académico trascendió una situación que añadió un “milagro” más a la lista de acontecimientos providenciales que parecían delinear nuestro destino: Yo me había inscrito a la Maestría en Administración de Negocios – MBA de tiempo parcial. Tenía que ser así para poder seguir trabajando para David mientras concluía mis estudios, pero Gloria, la administradora del programa, me advirtió que aquello había sido un error: los estudiantes internacionales solamente podíamos optar por la versión de tiempo completo.

Mi aplicación había pasado todos los filtros sin que nadie advirtiera que yo no era elegible para el programa al que me inscribí, ni siquiera cuando me admitieron y formalizaron mi matrícula remotamente, causó inquietud que fuera el único admitido como estudiante a tiempo parcial. Pero ya me encontraba allí y la única alternativa que tenía era migrar al programa de tiempo completo.

“Si quieres puedes inscribir el número mínimo de créditos que exige el ministerio de educación para considerarte estudiante a tiempo completo, pero no te lo aconsejo. Esto es un asunto serio, hacer un MBA te va a exigir todo tu tiempo y tu energía, si tomas unos pocos créditos, vas a estar aquí por 2 o 3 años viendo como tus compañeros se gradúan y obtienen los mejores trabajos.” Me dijo Gloria con aire solemne.

“Entiendo, pero la realidad es que no tengo dinero para sostenerme junto con mi familia si no trabajo mientras estudio. Creo que tendré que acomodarme” – Le dije confiado, acudiendo al infalible argumento monetario.

Entonces Gloria abrió los ojos y endureció su tono:

“¡Pues soluciónalo, mi amigo! Los bancos aquí prestan dinero, las familias ayudan, la esposa puede ponerse a trabajar. Lo que más vale de este caro programa académico es todo lo que pasa aquí alrededor de los cursos presenciales y eso lo viven los estudiantes a tiempo completo. Los de tiempo parcial solo vienen por un título, tú no vienes a eso, tú vienes a competir por los mejores puestos con gente muy bien preparada de todo el mundo. Yo también soy inmigrante y me gusta ver a los míos triunfar, no quedarse en el montón.”

Y con eso, firmé mi ingreso al programa de MBA con énfasis en gestión de tecnología e innovación a tiempo completo, sin tener la menor idea de cómo iba a pagar los costosos semestres que me separaban del valioso título.

Aún así, ignorando por completo mis temores, esa sombra compañera que amenazaba por dejarme sin aliento, llamé a David para decirle que tendría que renunciar a mi trabajo pues a partir de la siguiente semana tendría que asistir a diario a la universidad y en las noches sentarme a escribir ensayos, estudiar casos empresariales o preparar presentaciones.

David me escuchó con atención y luego de un momento de silencio, me sugirió un nuevo plan:

– “No te preocupes, sigue trabajando en los ratos que te queden, yo sé que necesitas el dinero. Yo me encargo de manejar a nuestro cliente cuando estés en clases. Si alguien es capaz de hacer las dos cosas ese eres tú.

Entrada de mi escuela de negocios en Toronto

La sombra compañera

Desde nuestra llegada al país del hockey y la miel de maple, pude ver indicios de todo lo que me había ilusionado de vivir allí: el colorido otoño aún regalaba días soleados y temperaturas que me resultaban familiares, habiendo vivido casi toda mi vida en la fría Bogotá. Pero lo más importante era que el caos y la constante animosidad política de Colombia, o de Estados Unidos, parecían inexistentes en Canadá. Toronto se me presentó silenciosa, amigable, limpia, organizada y comparada con Bogotá o Chicago, extremadamente segura.

Un par de semanas después de nuestra llegada a Toronto, las noticias internacionales reportaron una nueva masacre aleatoria en los Estados Unidos. Esta vez, 60 personas inocentes perdieron la vida a manos de un alienado sicópata que apostado en un piso alto del hotel Mandalay en Las Vegas. El lobo solitario, como lo llamó la prensa, disparó cientos de balas de alto calibre sobre la multitud que se encontraba disfrutando de un concierto de música country, hiriendo además a más de 400 personas en el acto.

Pocos días después de esos hechos, David me escribió contándome que había escuchado en las noticias que antes de la masacre, el asesino reservó una habitación en un hotel con vista al parque Grant en el centro de Chicago. Al parecer, tenía en la mira un segundo festival musical en caso de que se dificultara su operativo en Las Vegas. Ese segundo festival, donde había podido ejecutar su monstruoso ataque, era el festival Lollapalooza al que Paula, Luciana y yo asistimos desprevenidamente pocos días antes de dejar los Estados Unidos.

Esa nueva información me hizo sentir doblemente agradecido de que mis solicitudes de visa de trabajo en ese país fueran rechazadas. América – como lo llaman sus ciudadanos – con toda la admiración y cariño que me suscitaba, sufría de formas distintas, pero igualmente dañinas, de las enfermedades sociales que me motivaron a abandonar Colombia. Canadá por otra parte parecía un remanso de paz, inclusión y civismo sin el caos y constante sensación de inseguridad que, bajo mi estado de paranoia reciente, se me habían hecho insoportables tanto en Colombia como en Estados Unidos. Sin embargo, la realidad me deparaba un par de sorpresas desagradables.

Una mañana, mientras pedaleaba hacia mi universidad, advertí un movimiento brusco de un camión algunas cuadras delante de mí. Cuando me acerqué, ya había un grupo de personas tratando de asistir a un ciclista que se encontraba tendido en el piso. Desmonté mi bicicleta y me acerqué a ver si podía ayudar en algo, pero juzgué que por la cantidad de sangre que salía de los oídos, nariz y boca del hombre que ya se hallaba inconsciente, no era mucho lo que se podía hacer por él.

Retomé mi camino cuando escuché de un transeúnte que los servicios de emergencia ya estaban por llegar. Inesperadamente, la presencia cercana de la muerte se me volvía a presentar atizando mis temores más poderosos: Ese sujeto en el piso podía haber sido yo, de haber salido de mi casa un par de minutos antes. La imagen de aquel desdichado, que no parecía tener más de 60 años me acompañó por muchos días, aunque debo decir que me obligó a reforzar las precauciones que, como asiduo ciclista, con frecuencia pasaba por alto.

Pocos días después, los familiares de la víctima del accidente, quien no logró llegar con vida al hospital, instalaron un memorial en el cruce donde ocurrieron los hechos: pintaron su bicicleta de blanco y la instalaron junto al poste que había en esa esquina, junto con una foto del fallecido ciclista y un bello arreglo de flores. La sonrisa de ese caballero se convirtió en una vista diaria en mi vida y un recordatorio – como si me hiciera falta – de lo efímera que es la vida, aún viviendo en un país tan seguro como Canadá.

Luego supe que ese fue apenas el tercer accidente fatal que involucraba a un ciclista en Toronto en los últimos 12 meses. Una cifra irrisoria comparada con los más de 60 ciclistas en promedio que mueren en Bogotá cada año debido a accidentes de tránsito. Es decir, un número de muertes equivalentes a una masacre de Las Vegas en Bogotá cada 12 meses, solamente entre los ciclistas, de los cuales yo hice parte hasta poco antes.

Con esta reflexión traté de anestesiar mi miedo a la muerte, reafirmándome en la idea de haberme mudado a un país en el que podría sentirme más seguro. Pero un triste evento algunos meses más tarde, se encargó de desencajar esa narrativa. El 23 de abril de 2018, mientras me encontraba en clase, un hombre de 25 años con historial de inestabilidad mental y resentimiento social, en particular contra las mujeres, a quienes culpaba por su así llamado “celibato involuntario”, aceleró una furgoneta que alquiló horas antes, sobre la acera de un populoso sector de Toronto, atropellando a 26 peatones que disfrutaban de una tarde soleada después de la hora del almuerzo.

11 de esas víctimas fallecieron en el acto o mientras se les brindaba atención médica en lo que se conoció como el ataque terrorista de la furgoneta en Toronto. Entre los fallecidos esa tarde, se encontraba Ann Marie D’Amico, una joven egresada de la misma universidad en la que yo estaba haciendo mi MBA, así que pronto pude ver un nuevo memorial en mi rutina diaria. Esta vez, con una fotografía de la alegre analista financiera víctima del odio irracional de un inadaptado y nuevamente un bello arreglo de flores de muchos colores.

No había como escapar del golpe de realidad: la muerte es una compañera invisible, presente en cada instante de la vida, dándole significado y perspectiva. Ni siquiera vivir en una de las ciudades más seguras del mundo subvertía esta realidad, sino que, por el contrario, la hacía más contundente. En Colombia, es usual explicar la ominosa persistencia de la fatalidad como fruto de la injusticia social o la falta de mano dura del Estado, por la pobreza o por la corrupción, por la imprudencia o por falta de civismo; pero en Canadá, donde nada de eso hace parte de las preocupaciones de sus habitantes, parece aún más difícil encontrar explicaciones. La muerte simplemente es.

De cualquier forma, mi familia y yo nos estábamos adaptando bien a nuestras nuevas rutinas. Yo sentía que encajaba bien en el molde profesional de mi carrera y me entusiasmaba la perspectiva de encontrar un lugar sofisticado y moderno donde desarrollar mis habilidades y nuevos conocimientos. Para Paula por otra parte, la adaptación estaba tomando más tiempo y más esfuerzo que para mí. Ella extrañaba a su familia, sus amigos, la comida y nuestros lugares favoritos en Colombia y yo trataba de ayudarla tanto como fuera posible para que disfrutara tanto como yo de nuestra nueva vida.

Afortunadamente, gracias a su admirable empatía y facilidad para hacer amigos, Paula pronto empezó a forjar una pequeña comunidad de amigas colombianas con quienes se apoyaban mutuamente, además de algunos amigos internacionales que hizo en sus clases de inglés y los trabajos que desempeñó para ayudar con la economía familiar durante esos días.

Yo también hice algunos amigos en la Universidad, principalmente latinoamericanos, a quienes integré a nuestro nuevo círculo social y no pasó mucho tiempo antes de que nuestro pequeño chalé se convirtiera en lugar de reuniones, asados y un par de círculos de palabra como los que hacíamos en Colombia.

Durante algún tiempo traté también de encontrar alguna comunidad de buscadores espirituales con quienes pudiéramos compartir nuestros saberes ancestrales y tal vez aprender nuevas prácticas. Intenté contactando a los dueños de una tienda de artículos chamánicos que visitamos en el pintoresco Kensington Market en el centro, pero nunca recibí respuesta. También intenté a través de un centro holístico de masajes y meditación cerca de nuestra casa, pero era más un club de yoga que otra cosa. Finalmente, logramos integrarnos – hasta cierto punto – en la iglesia anglicana local de nuestro barrio.

Esa comunidad, principalmente formada por personas de la tercera edad, nos recibió con los brazos abiertos y nos incluyeron en muchas de sus actividades incluyendo café con galletas los domingos después del servicio, bazares, actividades infantiles y la cena anual de Acción de Gracias. No pasé por alto la ironía de terminar asistiendo a un servicio religioso, muy similar a la familiar misa católica, después de mi largo camino en el esoterismo y rechazo de la religión, pero fue allí donde nos abrieron las puertas y nos hicieron sentir bienvenidos a la comunidad.  Siempre estaremos agradecidos por ello con la canon Janet Read-Hockin, el reverendo Ian, Suzanne y todos los demás miembros de la pequeña parroquia. La iglesia de San Nicolás de Birch Cliff fue el primer espacio de recogimiento espiritual que tuvimos en Canadá.

Parroquia St. Nicholas en Birchcliff

Colombia: Un país de víctimas

Mis episodios de ansiedad eran cada vez menos intensos y frecuentes pero la idea de que dentro de mi hubiera una maldad acechante, capaz de brotar en cualquier momento y causar sufrimiento, me seguía atormentando. De modo que decidí aprovechar el servicio de psicología que la universidad ofrecía sin costo a sus estudiantes e inicié la terapia que la psiquiatra de la clínica Monserrat me sugirió casi un año atrás en Bogotá.

Atendí en total cinco sesiones, que la psicóloga dirigió usando el método tradicional de exploración a través de preguntas sobre mis antecedentes sociales, familiares y personales. Le conté de mi relación con mi padre, el maltrató que recibí por parte de él durante mi infancia, mi pánico por la inseguridad en los barrios pobres de Bogotá en los que me moví durante mis años de secundaria y muchos detalles sobre la vida en Colombia en medio de una guerra fratricida, cuyo supuesto fin en 2016 condujo a al desbordamiento de la animosidad política del país, tristemente reflejado en el triunfo del “No” a los acuerdos de paz con la guerrilla de las FARC del plebiscito de ese año.

En alguna parte de mi relato, desviándose de su práctica convencional de escuchar y hacer preguntas para que yo mismo llegara a las conclusiones importantes, la psicóloga me interrumpió y me dijo:

“Todas esas cosas que viviste no son normales, me llama la atención que hablas de las víctimas de la guerra en tu país como si no fueras una de ellas, pero lo que te trajo a la consulta muestra rasgos de estrés postraumático, similar al que he encontrado en otros estudiantes que llegaron a Canadá como refugiados de países en guerra.”

Me resultó curioso que justo algunos días después de ese revelador diagnóstico, encontré en Twitter un artículo de un medio periodístico de Colombia en el que se hablaba de un estudio que mostraba la relación entre el castigo físico a los niños y la incidencia de enfermedades mentales en la adultez. En contra de la lógica, un buen número de los twitteros que comentaban el artículo, criticaban al estudio y defendían las supuestas virtudes del castigo físico como “necesario” para corregir los comportamientos más perniciosos de los niños y evitar su eventual transformación en delincuentes. Varios de esos usuarios comentaban con orgullo cómo haber recibido “muendas[1]” legendarias no les dejó traumatizados y en cambio los había ayudado a convertirse en personas “de bien”; una creencia que yo también compartí por mucho tiempo.

Me resultó cuanto menos plausible la relación causal entre una cultura de violencia dentro del hogar y la violencia política y social que desde siempre hemos sufrido los colombianos. No me hizo falta adentrar en los numerosos estudios que demuestran esa retroalimentación nociva entre violencia hacia los niños y violencia en la adultez para jurarme nunca maltratar a mi hija ni aceptar o utilizar la violencia como medio para lograr ningún fin, sin importar lo loable que sea.

Benjamin

Tal como sucedió antes con mi diagnóstico del Trastorno Obsesivo Compulsivo, entender que mi padecimiento mental no era algo tan atípico, ni mucho menos causado por alguna carga ancestral de mi linaje, sino una de las tantas consecuencias de la violencia que se enquistó en mi país, me ayudó a aclarar mi forma de entenderme a mí mismo y a tratarme con más compasión y paciencia.

Durante los meses siguientes, enfocado en mis estudios y en disfrutar al máximo de mi nueva vida en Canadá junto con Paula y Lucy, aprecié que los momentos oscuros de mi vida se seguían desvaneciendo cada vez más. Curiosamente, también empecé a extrañar menos a las actividades chamánicas que creí que serían lo que más me extrañaría de Colombia. En cambio, Paula y yo nos hallamos cada vez más convencidos de que era el momento indicado para completar nuestra familia de la forma que lo habíamos pedido: trayendo a nuestra segunda hija o a nuestro segundo hijo.

 Nuestra pasaba por un muy buen momento gracias en parte a mi mejor estado de salud mental pero también a que Paula finalmente se sentía más cómoda en Canadá. Además, habíamos recibido la visita de mis padres y yo había logrado una pasantía en el banco más prestigioso del país. Por otra parte, mi improbable malabarismo de estudios a tiempo completo, trabajo con David y vida familiar saludable, resultó todo un éxito. No solo pude cumplir eficientemente con todos esos compromisos, sino que obtuve logros sobresalientes en cada uno de ellos.

En Colombia era tan grande el espacio que ocupaban en mi mente las actividades espirituales y el manejo de mi ansiedad, que ahora que no estaban sentía la capacidad para lidiar con otras cosas importantes que antes postergué. Tener otro bebé estaba en el primer lugar en esa lista de prioridades tanto para Paula como para mí.

Nuestra búsqueda de un nuevo embarazo se consolidó poco después de que tomamos la decisión y al principio todo pareció marchar bien. Pero en la semana once de gestación, recibimos la terrible noticia de que el embrión dejó de desarrollarse alrededor de la octava semana. No había latidos cardiacos y su crecimiento se había estancado.

Esto fue un golpe inesperado, sobre todo porque pocos días antes de la ecografía que develó la mala noticia, Paula se había inscrito en una clínica de parteras y doulas que encontramos en la ciudad. Nos hacía mucha ilusión la idea de tener a nuestro bebé con un parto respetado como el que tuvo Luciana, aprovechando además que la ciudad de Toronto contaba con un centro de nacimientos administrado por comunidades indígenas.

Pero la vida nuevamente nos estaba dando una enseñanza sobre paciencia y aceptación de la incertidumbre que rodea a todos los aspectos de la existencia, ante la cual no queda más remedio que adaptarse y fluir. Paula nuevamente hizo gala de su entereza. Apenas me dejó ver sus ojos enlagunados cuando ingresó al consultorio en el que le realizaron el legrado para retirar cualquier resto del feto malogrado y su incipiente placenta. A pesar del duro golpe a su instinto maternal, Paula se mantuvo fuerte y positiva.

El calvario de medicamentos, sangrado, planes rotos y procedimientos invasivos la dejó exhausta pero decidida a seguir mirando hacia adelante y a no renunciar a nuestro sueño de formar una familia de 5, contando también a mi hija Ana María. Creo que ese aplomo era en parte el resultado del trabajo espiritual que Paula había hizo a su modo con la ayuda del yagé, pero también con los sabios consejos de Mara, quien desde el principio le advirtió que debía guardar un optimismo balanceado con realismo al menos durante los primeros tres meses del embarazo. Las pérdidas durante ese periodo, particularmente para mujeres que ya han tenido un parto con anterioridad, son más comunes de lo que se cree.

Así que tan pronto como Paula se sintió lista para intentarlo de nuevo, volvimos a buscar el embarazo, tomando las precauciones y cuidados que las parteras nos sugirieron. En el ínterin, yo recibí mi grado como MBA, hicimos un nuevo viaje a México junto a mis padres, terminé mi pasantía en el banco RBC y recibimos la visita de Ana María y su novio David. Entonces, cuando el otoño se preparaba para dar paso a nuestro segundo invierno en Canadá, Paula me comunicó la gran noticia de que nuevamente estaba embarazada. Tal vez, si la suerte estaba de nuestro lado, tendríamos un bebé arcoíris, que es como llaman a los que nacen después de un aborto espontáneo.

De nuevo, guardamos el secreto hasta que pasó la doceava semana de gestación, que esta vez, felizmente, concluyó sin ningún percance.

El 2018 finalizó con la alegría de tener a mis dos hijas conmigo en Canadá y uno más en camino. Además, gracias a la recomendación de un buen amigo de la universidad, logre asegurar mi primer empleo a tiempo completo, en uno de los otros cuatro bancos más importantes del país. La siembra estaba dando sus frutos.

El embarazo siguió su curso con normalidad y tal como lo habíamos planeado para el embarazo anterior, contamos con el acompañamiento de las parteras de la clínica de partería de East York-Don Mills. La experiencia con ellas fue tan agradable y profesional como lo fue con Alejandra, la partera de vidas, durante la gestación de Luciana. Esta vez, claro está, sin el componente ancestral que rodeó todo lo relacionado con la espera y nacimiento de nuestra primogénita.

En el verano de 2019, recibimos la visita de una gran amiga radicada en Francia y su familia, y poco después, la de mi madre y mi hermana Julia, que amablemente se ofrecieron para ayudarnos durante los últimos días del embarazo y el postparto. La fecha probable de parto llegó y Paula a duras penas podía con el peso de su panza que era a todas luces más pesada que la del primer embarazo. Las parteras nos hicieron saber que aún era pronto para preocuparse, pero que si en unos días no había contracciones, era probable que hubiera que inducir el parto.

Eso implicaba que el bebé, que ya sabíamos que era varón, tal vez no podría nacer en el hermoso centro de nacimientos de la ciudad sino en una clínica. Mi madre, conocedora del tema, convidó a Paula a largas caminatas para ayudar al bebé a moverse más abajo en el cérvix, haciendo las pausas que fueran necesarias y de vez en cuando hasta ayudando a Paula a cargar su pesada panza por un rato.

Yo me sentía cada vez más alejado de mis prácticas chamánicas. Hacía mucho que no hacíamos un círculo de palabra ni me insuflaba con tabaco en polvo y en ese momento extrañé la magia que rodeó al nacimiento de Luciana: Las profecías sobre su nombre, las visiones de su espíritu desde antes de la concepción, las ceremonias de yagé con ella en el vientre de Paula y el acompañamiento de la partera con su conocimiento ancestral y su enfoque holístico. Por otro lado, este segundo embarazo estuvo alejado también de todo el drama que vivimos durante el primero. Nos veíamos cada vez más como una familia normal, sin la magia y sin el drama, pero con el amor y la alegría de siempre.

Aun así, decidí darle una oportunidad a mi instinto chamánico y una tarde, mientras mi madre, mi hermana y Lucy acompañaban a Paula en una de sus caminatas, me insuflé hoska y prendí un tabaco en el porche de nuestra casa. Hice el saludo a los cuatro vientos, como lo hacíamos con el abuelo Luis en nuestras ceremonias y consagré el tabaco con mi pensamiento para nuestro hijo por nacer. Benjamin Matthew fue el nombre que elegimos para él, aunque con algo de dificultad. Nunca recibimos un nombre en sueños, ni bajo los efectos del tabaco o a través de algún amigo chamán. Esta vez tuvimos que recurrir a una lista de nombres, tal como lo hacen casi todos los demás padres expectantes.

Queríamos para nuestro bebé un nombre que fuera fácil de pronunciar en inglés y en español, pero también que tuviera un significado especial, que reflejara lo que significaba para nosotros la llegada del angelito que soñamos cuando nos unimos diez años atrás y que poco después se transformó en angelita. Benjamin cumplía esos requisitos, aunque no nos gustaba mucho su versión en español “Benjamín”. Buscamos entonces un segundo nombre que sonara bien con la versión anglosajona del nombre y que completara ese significado que queríamos. Matthew se ajustaba a esos criterios y supimos que era la elección correcta cuando descubrimos el origen hebreo de los dos nombres juntos: Benjamin Matthew significa “Hijo de la felicidad, regalo de Dios”.

Cerré mis ojos y bendije a Benjamin desde el fondo de mi corazón:

“Hijo mío: es tiempo de nacer. Te estamos esperando y no vemos la hora de que estés con nosotros. Por favor, escúchame y ven pronto, tu madre ya quiere tenerte en sus brazos.”

Me mantuve en silencio por unos minutos mientras carburaba el tabaco entre mis labios, esperando una respuesta. Quizás una voz en mi cabeza, una visión, algo. Entonces, entre las manchas que se forman en la vista cuando la luz del sol atraviesa los párpados cerrados, se formó con precisión para mí la imagen de un bebé desnudo flotando en el aire. En su pierna izquierda vi claramente una pequeña mancha, una mancha de nacimiento que hasta donde sabía, no se había presentado antes ni en mi familia ni en la de Paula.

Cuando las mujeres regresaron de su caminata, le conté a Paula lo que había visto y que le había puesto toda la fe a mi rezo, pero añadí que habría que esperar para ver si algo de aquello tenía algún sentido.

Sea como fuere, esa noche Paula inició su trabajo de Parto y Benjamin su nacimiento. Antes de la medianoche nos desplazamos al centro de nacimiento donde a los pocos minutos llegaron también Sophia y Alex, la partera y la doula que por suerte nos acompañarían en el nacimiento. El lugar era mejor aún de lo que habíamos imaginado y el trabajo de Sophia y Alex estuvo a la altura del de las queridas parteras que recibieron a Luciana en Colombia. Incluso tuvimos acceso a un tambor y otros elementos ceremoniales de comunidades indígenas de la provincia, con los que nos sentimos conectados de alguna forma con nuestro origen.

Cuando Benji nació, volví a sentir la indescriptible emoción que sentí cuatro años antes cuando vi a Luciana por primera vez y que juzgo que sólo se siente cuando se presencia el nacimiento de un hijo, porque es algo que tampoco he vuelto a experimentar desde entonces. Después de que Sophia limpió el vérnix, midió y practicó otros procedimientos estándares al recién nacido, lo sostuve en mis brazos por primera vez. De alguna forma sentí cuan distinto de Luciana y parecido a mí era su esencia. Luego verifiqué su pierna izquierda y para mi sorpresa, allí encontré una mancha de nacimiento; aunque en honor a la verdad, se encontraba algunos centímetros más arriba y era menos intensa que la que vi en mi visón de tabaco.

Benjamin Matthew Avila

Una nueva visión de la realidad

Algunos años antes, habría juzgado tal confirmación como prueba irrefutable de las capacidades sobrenaturales de un chamán, pero con mi primer hijo varón en mis brazos, sentí algo diferente. Una mancha en la piel, no infrecuente en un recién nacido, no parecía tener ninguna relevancia en el contexto de la intención que otorgué al tabaco el día anterior, además, si algo había en mi visión de esa tarde eran manchas, aunque sólo una sobre lo que interpreté como la piel del bebé. El advenimiento de Benjamin poco después de la ofrenda de tabaco podría atribuirse más directamente a mi rezo, pero a la vez, estábamos dentro de los días que se consideraban normales para el nacimiento y quizás las largas caminatas de mi madre tuvieron mayor incidencia como estimulante del trabajo de parto que mi bienintencionada fumarola ancestral.

Con lo cual llamé la atención sobre el acierto de mi singular profecía, pero sin hacer alarde ni darle ninguna trascendencia. Me pareció en cambio muy significativo que, con mi nuevo hijo en mis brazos, me hice consciente de que había nacido en mí una nueva forma de ver la vida, distante del pensamiento mágico que atesoré por tantos años y del que aún así, no quería desprenderme del todo. Tal vez existiría un punto intermedio.

Mi llegada a esa nueva forma de pensar no fue fortuita, sino el desenlace de una serie de eventos que se desencadenaron desde el inicio de mi crisis de ansiedad en Colombia. Al fin y al cabo, gran parte del mal que dio lugar a ese tormento fue precisamente la acumulación de creencias mágicas y dogmas contradictorios. Asimismo, mi sanación inició con un diagnóstico psiquiátrico, con fundamento científico y se consolidó con una terapia psicológica, también ésta basada en métodos científicos y no esotéricos.

Así como en 2009, el yagé y el esoterismo me libraron de la vacuidad de mis actos y le dieron propósito a mi existencia, entre 2017 y 2019 fue la ciencia la que me liberó de una sobrecarga de pensamiento mágico y creencias que me estaban haciendo daño. Durante los dos años que viví en Canadá antes de la llegada de Benjamin, me propuse alimentar mi mente con conocimientos que me devolvieran a la visión de la realidad que aprendí a amar cuando era niño a través de la serie Cosmos, de Carl Sagan.

De hecho, empecé por revisitar esa bella serie de 1980, escuchando varias veces la versión acústica de sus trece episodios durante mis trayectos desde y hacia la universidad o la oficina. Luego llegaron a mis manos libros y audiolibros de otros divulgadores científicos como Sean Carroll, Brian Greene y Yuval Noah Harari y con ellos se abrieron para mi nuevos mundos y perspectivas que nunca antes imaginé poseer.

Uno de esos autores, Sean Carroll, fue justamente quien me mostró una posible forma de ver la vida, que potencialmente me permitiría tender puentes entre la espiritualidad que amaba y la ciencia y que aprendí amé cuando era niño, pero que no cultivé ni exploré en mi adultez. Se trataba del naturalismo poético: una forma de referirse a la realidad objetiva del universo descubierto y descrito a través de las ciencias, usando un lenguaje poético e incluso místico. Tal enfoque me permitió conectar una visión del mundo basada en evidencias y metodología científica, con el instinto humano de buscar trascendencia, propósito y significado en todo lo que nos rodea.

Entendí que esa era justamente la “magia” que encontré cuando era niño en las enseñanzas de Carl Sagan, ya que a pesar de que su comprensión del mundo era radicalmente escéptica y basada en evidencias, su interpretación de esa realidad era a menudo poética, grandilocuente y yo me aventuraría a decir, espiritual. Sentí que era posible reconciliar todo lo que viví en el yagé, los círculos de palabra y tantos momentos fascinantes con seres maravillosos, con la aceptación de una realidad donde no es posible romper ninguna ley natural, donde no hay un más allá, ni seres invisibles, ni fórmulas mágicas o necesidad de manipular la realidad. Al fin y al cabo, era precisamente mi afán de querer controlarlo todo, una de las causas de mi más doloroso período de oscuridad.

El año 2020 inició otro evento maravilloso para nuestra familia: Ana María se mudó a Canadá y a partir de entonces se completó la familia de cinco que soñamos años atrás. Ahora tenía a mi lado a Paula, Ana María, Luciana, Benjamin, además de nuestro gato Yai, así que tuvimos que mudarnos a una casa más grande, ubicada cerca a un lindo bosque, no muy lejos de nuestra primera casa.

Yo me sentía mejor que nunca y no veía la hora de guiar a mi familia a través de nuevas aventuras: planeamos viajes a través de Canadá, más reuniones con nuestros amigos y quizás pronto sería el momento de viajar juntos a Colombia. El futuro brillaba ante nosotros lleno de promesas y estábamos listos para aprovecharlo al máximo, a pesar de que en las noticias cada vez se hablaba más de un extraño virus proveniente de China que parecía estarse extendiendo más rápido de la cuenta.

Atardecer en Toronto

[1] Término coloquial con el que se conocen las golpizas en Colombia.

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