Última actualización el 2020-10-21
Apenas habían pasado dos semanas desde mi exorcismo con el yagé y mi vida ya no se parecía en nada a la vida que llevaba hasta entonces. Ahora tenía una novia, con quien a pesar de conocernos hacía tan poco tiempo, sentía una conexión y un lazo más fuerte que el que había sentido con otras mujeres. Nuestra notable diferencia de edad y el manejo de la relación con mi hija eran asuntos que había que resolver, pero ahora tenía un poder con el que no contaba antes. Creía que con mi nueva espiritualidad podría sortear estos y cualquier otro reto que se presentara en mi vida.
Había algo, sin embargo, que me mantenía inquieto: cómo era posible que un té fuera capaz de transformar de tal forma la vida de alguien y, sobre todo, cómo era posible que mostrara profecías tan específicas a dos personas que apenas se conocían. Mi curiosidad innata me hacía ansiar una explicación para las experiencias que había vivido pero las respuestas que me había dado Mara no me habían satisfecho por completo.
Mara me decía que el yagé era un poder muy sabio, que lo lleva a uno a otros niveles de existencia y que al recibirlo, el elemental se convierte en un aliado y un guardián que protege al yagenauta frente a cualquier peligro o ataque exterior. No lo entendía en ese entonces, pero Mara me hablaba desde el sentir y lo que yo buscaba era respuestas para mi mente. Quería comprender los mecanismos que operaban detrás de la magia de la ayahuasca, aprender a moverme a voluntad por los mundos sutiles.
Esto fue lo que le dije a mi amigo Martín una tarde que nos vimos luego de salir de mi trabajo. Mi amigo y compañero de camino me conocía mejor que nadie y supo lo que andaba buscando.
“Creo que es hora de que conozca al abuelo, él seguro le va a resolver todas esas preguntas” – me dijo con una leve sonrisa.
El Abuelo Suaga-Gua
Acordamos vernos ese mismo viernes en casa del Abuelo. Martín, que disfrutaba de ponerle misterio a cualquier situación, no me había contado mayor cosa sobre el abuelo a quien visitaríamos excepto que era “la persona más sabia que conocía.”
Arribé a su casa luego de salir de mi trabajo a eso de las seis de la tarde. Se trataba de una sencilla casa de dos plantas en un populoso barrio en el noroccidente de Bogotá, cerca del humedal Juan Amarillo. La puerta principal se encontraba entreabierta pero aún así golpeé suavemente ya que escuchaba el murmullo de personas adentro conversando animadamente.
A los pocos segundos fui invitado a ingresar por un hombre blanco de barba amarilla y cabello largo que vestía de color blanco y llevaba collares en su pecho. Con vos pausada y ademanes graciosos me señaló uno de los viejos muebles de la sala y me preguntó si venía a consultar a los abuelos.
La pregunta me inquietó porque habría creído que él era el abuelo que venía buscando. Le respondí que venía a encontrarme con mi amigo Jairo Martín y que teníamos una cita con el abuelo. Martín, que había alcanzado a escuchar mi voz, salió de la siguiente estancia y me saludó con un abrazo.
“Manolo, espere aquí en la sala que el abuelo se desocupa en un momento. Lo estoy ayudando con unas cosas que necesita en el computador” – me dijo mientras regresaba por donde había venido.
Me senté en una de las sillas de la sala de estar y empecé a observar las
muchas particularidades del lugar en el que me encontraba: Dominando la decoración de la sala había una bella pintura que mostraba a un guerrero azteca cargando en sus brazos a una mujer vestida de blanco.
En las otras paredes del pequeño salón había objetos que identifiqué como indígenas: plumas de aves, maracas o sonajeros y algunos collares. Además, había un par de rollos con imágenes egipcias y sobre varios de los muebles del lugar, una gran cantidad de folios y carpetas que no parecían tener un orden en particular.
El olor del recinto era también muy característico: podía identificar principalmente olor a tabaco, pero también olores de incienso que se mezclaban con el olor de la comida que sin duda se estaba preparando en la cocina, en algún lugar del mismo piso en el que me encontraba.
Pasaron los minutos mientras me distraía en mis observaciones cuando el amable señor que había atendido a la puerta se sentó en otra silla de la sala y me preguntó de forma parsimoniosa, cuáles eran los azares del destino que me habían llevado a ese lugar. Le conté por encima mi experiencia con el yagé, a lo que respondió con comentarios vagos, que sin embargo denotaban una clara reserva con la medicina del yagé.
“Hay que tener mucho cuidado con el abuelito yagé porque también puede confundir. Es mejor empezar con otras medicinas menos fuertes” – recuerdo que me dijo entonces.
Habrían pasado probablemente unos 20 minutos desde mi llegada cuando lo vi por primera vez: se trataba de un imponente hombre de unos cincuenta y tantos años, con notable sobrepeso, largo cabello gris y fuertes facciones indígenas.
“Choa mi hermano, soy Suaga Gua” – me dijo acercándose.
Yo me disponía a extenderle mi mano cuando el abuelo me abrazó de una forma que percibí como respetuosa, pero a la vez cariñosa.
El abuelo se sentó dándole la espalda a la interesante imagen del guerrero azteca y comenzó a impartir órdenes a varias de las personas que se encontraban en la casa; la mayoría jóvenes vestidos de blanco y con accesorios indígenas en sus brazos o cuellos.
“Noreña, tráigame la caja de los tabacos… César quihubo pues con el informe que le pedí… Carlos, suba que la abuela lo necesita en la limpia…”
Todos se movían de inmediato siguiendo sus indicaciones y algunos interrumpían con frecuencia nuestra conversación con preguntas específicas sobre las tareas que estaban haciendo.
El abuelo entraba y salía de nuestra entrecortada conversación sin ningún problema y respondía las preguntas que le hacían con rapidez, aunque con frecuencia aprovechando para hacer algún chiste o tomarle del pelo a su interlocutor.
Me di cuenta inmediatamente que se trataba de un hombre con un aura de liderazgo y serenidad alrededor del cual gravitaban todas las personas a su alrededor. Me llamó la atención su habilidad para pasar de un tema a otro con total naturalidad. Era claro que estaba acostumbrado a hacer varias cosas a la vez, pero yo no me sentía del todo bien con el arreglo. Yo trataba de comunicarle mis inquietudes y el abuelo movía su cabeza, hacía algún comentario con aire misterioso sobre lo que le estuviera diciendo y se disculpaba por las constantes interrupciones mientras jugaba con el humo de un tabaco que sostenía en su mano izquierda.
En un momento de nuestra conversación, me preguntó si sabía fumar tabaco. Ante mi negativa, sacó un tabaco nuevo de la caja que le había traído uno de sus ayudantes y me lo entregó.
“Mire, préndalo por aquí y mientras lo hace vaya succionando por el otro lado, pero no se vaya a pasar el humo a los pulmones, eso es como dándole besitos a la mujer, con amor.”
La verdad era que un ingeniero americano al que había conocido pocos meses antes por motivo de trabajo, me había enseñado a fumar tabaco ya que era un hábito que disfrutaba mientras hacía viajes de negocio. Yo, sin embargo, había dicho que no sabía para evitar pasar por soberbio o porque no sabía si había una forma “espiritual” de hacerlo.
“Alégrese porque los abuelos le entregaron tabaco esta noche. ¡Eso no pasa casi nunca! Mejor dicho, algo importante vino a hacer aquí”
Con estas palabras, el abuelo Suaga-Gua me había regalado un primer vistazo a lo que yo había ido a buscar. Sentía que estar en ese lugar al frente de una persona que claramente tenía un vasto conocimiento del mundo del espíritu, era parte del camino que el yagé había trazado para mi desde aquel sábado de octubre.
Sentía la necesidad de preguntarle muchas cosas, pero no sabía por dónde empezar, además, miré mi reloj y me di cuenta que eran casi las 11 de la noche y la zona en la que se encontraba la casa del abuelo, era conocida por la presencia de bandas de atracadores y expendios de droga. Me levanté para indicar mi intención de iniciar mi retirada, pero Martín, que se encontraba cerca, me detuvo y me dijo:
“Espere, no se vaya a ir sin conocer a la abuela.”
El abuelo Suaga-Gua estuvo de acuerdo y me dijo:
“Suba y salude a la abuela, pero no se preocupe que esto hasta ahora empieza. Vaya el miércoles a la maloca para que empiece a aprender.”
“¿Maloca? Ah, bueno, yo cuadro con Martín. Hasta luego abuelo, muchas gracias por su tiempo.”
El abuelo se puso de pie y nuevamente me abrazó.
“Buen camino y buena brisa hermano.”
Esta frase capturó mi atención desde aquel día y sigue conmigo, como parte de la despedida que uso hoy en los episodios de mi Podcast.
Martín me guio hasta el tercer piso de la estrecha casa, a través de unas escaleras igualmente estrechas que quedaban entre la sala y la cocina.
El tercer piso de la vivienda se encontraba todavía en obra negra y por lo tanto no tenía pisos, cielo raso, ventanas, puertas ni pañete. En una de las habitaciones de la estructura encontramos un grupo de personas sentadas alrededor de la tenue lumbre de una veladora que descansaba sobre un plato sobre el piso. Los asientos eran simples butacas improvisadas con tablas sobre montones de ladrillos que hacían de patas.
La “abuela” era en realidad una señora de apenas algo más de 40 años de cabello largo, pero totalmente negro. A su lado se encontraba una señora que en mi concepto sí correspondía con la imagen que se puede tener de una abuela. Las dos mujeres succionaban con rapidez sendos tabacos mientras a su alrededor, las otras personas: un par de muchachos y una pareja ya mayor permanecían en adusto silencio que solo interrumpían esporádicamente para eructar, quejarse o dar arcadas.
La escena me produjo inmediatamente un escalofrío. Debo decir que el cuadro me pareció lúgubre y hasta maligno. La abuela Yanguma, cuyo nombre supe por Martín esa noche, era la esposa del abuelo Suaga-Gua y se encontraba dirigiendo lo que se conoce como una limpia de tabaco, una ceremonia de liberación espiritual en la que los participantes se embriagan con diferentes tipos de tabaco y que tiene por objeto romper brujerías, cruzamientos y otros tipos de males según la tradición de algunas comunidades indígenas.
Abandoné aquella casa con emociones encontradas. Por una parte, la ceremonia que había presenciado me había generado muy mala espina y el desorden en el manejo del tiempo del abuelo Suaga-Gua me había parecido al menos incómodo. Pero por otro lado, mi experiencia con el tabaco había sido muy agradable y lo poco que había charlado con el abuelo, me hacía pensar que aquel hombre era en definitiva la persona que podía guiarme por el nuevo mundo de lo espiritual que yo había comenzado a transitar.
El abuelo me había alcanzado a contar que él y la abuela Yanguma eran las autoridades espirituales de una comunidad indígena que estaba en proceso de convertirse en un cabildo indígena, es decir, en una entidad legal, reconocida por el gobierno de Colombia con posibilidad de autodeterminación y gobierno propio. El nombre de aquella comunidad era “Pueblo Nación Muisca – Chibcha” y según me dijo, de ella hacían parte más de 300 personas en todo el altiplano cundiboyacense que comprometían a “resignificar” el pensamiento ancestral Muisca.
“Tú eres de linaje Muisca-Muisca, viniste aquí a recuperar tus usos y costumbres” – Había sentenciado el abuelo después de que le dije mi nombre completo y mi lugar de nacimiento.
El abuelo alternaba entre el tratamiento de usted y el tuteado y entre un tono para hablar descomplicado y amistoso y uno parsimonioso y grandilocuente. La última frase que me dijo, resonó en mi cabeza justamente con este último tono.
La Maloca del Jardín Botánico
Como cabría esperar, hice cuanto antes mi primera visita a la “maloca” que el abuelo Suaga-Gua había mencionado en nuestra primera conversación. De acuerdo a sus indicaciones, ése era el lugar sagrado en el cual se reunía la comunidad para aprender de los abuelos, recibir medicina y prepararse para su iniciación como Muiscas.
La maloca era una construcción de madera con techo de paja de unos 300m2. Estaba ubicada en el centro-occidente de uno de los lugares más bellos de la ciudad de Bogotá: el Jardín Botánico. Mi primera visita a este lugar sucedió un miércoles a eso de las 7:00PM. Por encontrarse muy cerca de la línea del Ecuador, el Sol se oculta en Colombia prácticamente a la misma hora a lo largo del año. Con lo cual, a esa hora siempre se ha oscurecido ya y tuve que agudizar mi vista para encontrar mi destino a través de bellos, pero mal iluminados caminos rodeados de plantas.
Mi escaso talento para ubicarme geográficamente, sumado a mi leve miopía me hicieron llegar casi 15 minutos tarde de la hora en que se iniciaban las actividades de la maloca. Un amable joven que portaba un largo bastón adornado con cintas rojas y amarillas me recibió en la entrada del lugar y me indicó que tendría que ubicarme rápidamente porque los abuelos ya estaban hablando. Cuando me dispuse a atravesar el umbral, él mismo me detuvo y me preguntó si era la primera vez que asistía. Asentí y él me explicó que tenía que ingresar caminando de espaldas, pero luego de saludar a los dos astillos de la entrada.
Debo decir que lejos de parecerme ridículo o extraño, aquel protocolo se me hizo exquisitamente atractivo. Me encantaba la mística que se respiraba en ese sitio y el terrestre aroma a tabaco que inundaba el lugar.
Hice como el muchacho me había indicado e ingresé dando tres o cuatro largos pasos en reversa. Entonces me giré y me encontré con una nutrida afluencia de probablemente más de 100 personas, jóvenes la mayoría de ellos, que formaban un tumulto semicircular alrededor del centro de la maloca. Noté que algunos de ellos estaban sentados sobre pedazos de tronco que fungían como butacos, pero la mayoría se encontraba de pie.
También pude observar que hacia el centro del grupo – y ellos sí todos sentados – se encontraba un grupo de unas 30 personas, hombres y mujeres vestidos de blanco que tejían, fumaban tabaco, asentían con frecuencia y a veces exclamaban “¡Ejeeeeee!” ante las palabras de los abuelos.
En el centro del lugar, al frente de todos los asistentes estaban los abuelos. Rápidamente reconocí a Suaga-Gua y Yanguma, a quienes había conocido algunos días atrás, pero junto a ellos había otros 4 individuos, que evidentemente tenían un alto rango en la comunidad. No recuerdo ya el tema del que hablaban los abuelos aquel día, pero durante los pocos años que duró aquel proceso de resignificación del pensamiento indígena en la maloca del jardín botánico, se solían tratar temas de lo que los abuelos llamaban “Ecología Humana” o la relación del ser humano consigo mismo, con sus semejantes y con la naturaleza.
Otro tema recurrente era la Ley de Origen, que es el sistema de ordenanzas y acuerdos con los cuales la comunidad define su pertenencia al orden Cósmico, planetario y personal. Esto incluye la relación con el territorio vital, la tradición oral, el círculo de palabra y el plan de vida tanto personal como familiar y comunitario. Los Muiscas de Pueblo Nación buscaban un reconocimiento por parte del Estado como comunidad Indígena y para ello se preparaban definiendo su ordenamiento interno, usos y costumbres que, confiaban, los llevaría a cumplir con su meta de habitar – algún día – un resguardo o territorio propio en el que se autogobernarían y desarrollarían como una nación indígena.
El tercer grupo de temas que recuerdo que los abuelos discutían con frecuencia era lo que podríamos llamar “temas espirituales”, aunque en rigor, se cubrían tópicos de crecimiento personal, esoterismo, metafísica, curanderismo, ocultismo y magia. Por lo general, estos temas se discutían con mucha reserva por parte de los abuelos y siempre dejando en claro que apenas podían rozar la superficie de estos conocimientos ya que se trataba de tópicos altamente sensibles, que sólo se trataban a profundidad en el seno de la comunidad.
Poco a poco me fui enterando que al asistir a las reuniones de la maloca los miércoles en la noche, me había convertido en parte de la comunidad “extendida” o “externa”, conformada por visitantes irregulares, simpatizantes y candidatos a formar parte de la comunidad Muisca de Pueblo Nación. Esto último se convirtió en una meta personal, ya que aún con lo poco que los abuelos se permitían compartir con la comunidad, estaba convencido que formar parte de la comunidad me daría acceso a los conocimientos místicos que ansiaba tener.
Tabaco, tabaco, tabaco
Cada vez que salía de la maloca, algunas veces después de la media noche, me sentía aún más motivado a seguir aprendiendo de los abuelos. Cada conversatorio con ellos me respondía algunas pocas preguntas y me generaba muchas más, pero me iba aportando nuevos elementos místicos y ancestrales para agregar a mi vida. Los abuelos recomendaban tener una mochila para cargar los elementos retablísticos personales. Inicialmente podía ser una comprada, pero de ingresar a la comunidad tendría que aprender a tejer mi propia mochila. Había empezado a cargar mis propios tabacos, los cuales compré por primera vez en una plaza de mercado cercana a mi casa y estaba aprendiendo a utilizarlo para alterar levemente mi consciencia.
En la comunidad, especialmente aquellos que ya hacían parte de ella formalmente, casi todos fumaban tabaco, o no fumaban, sino que “ofrendaban” ya que según los abuelos, fumar era una acción profana de abuso de la planta mientras que al ofrendar, se lo que en realidad se hacía era elevar una oblación de tabaco al centro mismo del universo.
El tabaco era para los Muisca su principal herramienta de trabajo espiritual, medicina, maestro y guardián. Estos conceptos no los comprendí entonces, pero con el tiempo pude comprobar que no se trataba de un simple estimulante sino de todo un sistema ritualístico y enteogénico, como podría ser el mismo yagé. La abuela Yanguma en particular, solía ofrendar cinco o seis tabacos en una sola noche, acompañando siempre con su humo sus propias palabras y las de los otros abuelos. El abuelo Suaga-Gua por otra parte, no ofrendaba tabaco con tanta frecuencia, pero sí chupaba ambira en casi todos los encuentros.
La ambira era una sustancia de color negro con la consistencia de arcilla húmeda y un olor a tabaco tan fuerte que al olerlo de cerca, es normal sentir un estremecimiento. Esta medicina, extraída del tabaco es en realidad un extracto puro de nicotina que los muiscas preparaban en largas noches de trabajo comunitario que describiré en otro capítulo. Esta es la medicina que menos llegué a apreciar durante mis años de camino con los Muiscas. Los sabores amargos son especialmente difíciles para mi ya que según supe recientemente, tengo una predisposición genética a sentir sabores amargos que la mayoría de la gente no puede percibir. Esta es la razón por la cual me es difícil disfrutar de los encurtidos, las brevas, el brócoli y otros vegetales que tienen notas amargas.
El yagé es ciertamente predominantemente amargo, pero como conté antes, sólo hay que soportar el sabor por unos pocos minutos después de ingerir la bebida. La ambira, por otra parte, se debía chupar en pequeñas cantidades durante horas, con lo cual, la lengua terminaba por adormecerse y no era infrecuente tener que soportar accesos de hipo por largos períodos de tiempo. Su efecto, eso sí, era mucho más inmediato y perceptible que el de ofrendar tabaco en humo. En algunos casos podía llegar a generar vómito y producir estados más profundos de alteración de consciencia en los cuales las sensaciones podían ser de éxtasis místico, expansión de consciencia, ingravidez momentánea, conexión con la naturaleza o en los casos menos afortunados, escalofríos, temblor por todo el cuerpo, miedo, náuseas, o incluso paranoia.
Fueron varios años durante los cuales traté de aprender a chupar ambira con la tranquilidad que lo hacían los abuelos y la verdad es que no lo logré. Aún tengo medio frasco de la última preparación de ambira en la que participé hace más de cuatro años y es posible que allí estará en los próximos cuatro. Probé diferentes tipos de ambira, pero todos me parecieron repulsivos, pero hubo una sola excepción: la medicina del Abuelo Víctor Martínez, padre espiritual de los Muiscas y de quien hablaré con detalle en el próximo capítulo. Su medicina de tabaco no era ambira propiamente sino una variante que hace parte de los usos y costumbres del pueblo Murui del Amazonas que se llama ambil. Se trataba igualmente de extracto de nicotina, pero a diferencia de la ambira, el ambil contiene sal de yarumo que en mi opinión neutraliza un poco el amargo característico de la nicotina y lo hace menos repelente al gusto.
De hecho, probé varios tipos de ambil, pero el único que de verdad me nacía pedir y tragar y que siempre me produjo sensaciones agradables que facilitaban la palabra, fue el que preparaba el abuelo Víctor.
Los Muisca ofrendaban humo de tabaco, tragaban ambil, hacían emplastos con hojas de tabaco, y bebían té de tabaco en sus difíciles ceremonias de limpia, pero yo solamente me conectaba con el tabaco en humo, el cual sigo utilizando hoy en día. Además de eso, la comunidad preparaba y usaba otra medicina de tabaco que podría decirse que ocupaba el tercer lugar de importancia en el vademécum Muisca y ese sí se convirtió en mi medicina ancestral preferida: el rapé.
El rapé es el nombre occidental del tabaco en polvo o yopa hoska, en el dialecto original de los Muiscas. Se prepara moliendo hojas secas de tabaco que se han dejado al sol por varias semanas. Algunos sabedores mezclan el polvillo resultante con sales vegetales, esencias de plantas o incluso ají, pero para mi la mejor experiencia se obtiene con tabaco puro, bien seleccionado, secado por el tiempo propicio, molido y cernido con la debida paciencia.
La primera vez que recibí hoska fue durante mi primera visita a la maloca del jardín botánico. A un lado de la congregación había una corta fila de muchachos que esperaban su turno para recibir una “soplada”. La ceremoniosidad tanto de los participantes como de los miembros de la comunidad que impartían la medicina me recordó a los feligreses de una misa católica en línea para recibir la sagrada comunión.
Sin dudarlo me aventuré a alinearme por un turno sin saber realmente qué esperar, pero ansioso por conocer una medicina nueva. Cuando llegué al primer lugar, el joven miembro de la comunidad me indicó que debía entreabrir la boca, contener la respiración por unos segundos y respirar por la boca después de haber recibido la hoska. Seguí sus indicaciones y el muchacho introdujo por mi fosa nasal izquierda unos dos centímetros de una delgada caña de madera en forma de ‘L’ que tenía bellas decoraciones indígenas.
Mi impresión inicial al sentir esta inesperada invasión de mi ventana nasal desapareció en una explosión de dolor que sentí en el centro de mi cabeza cuando el muchacho sopló con firmeza por el otro lado de la caña y proyectó el polvillo de tabaco directamente a mis senos paranasales. No exagero si digo que aquel fue el dolor más agudo que había sentido en mi vida, después de la vez que un cirujano hizo una incisión con su escalpelo en mi pierna derecha antes de que me hiciera efecto la anestesia.
El dolor borró de inmediato cualquier pensamiento que hubiese tenido en el momento, pero rápidamente empezó a disminuir hasta convertirse en una incómoda presión interna que en realidad no era tan molesta como la sensación de tener las fosas nasales llenas de polvo.
Lo peor era que solo había completado la mitad del procedimiento ya que según los abuelos, siembre se debía insuflar la hoska por las dos fosas nasales. De no hacerlo, se produciría un desbalance que podía generar dolor de cabeza, mareo u otros efectos indeseados.
La segunda insuflación, sin embargo, fue mucho menos dolorosa que la primera y al cabo de recibirla, me dirigí con dificultad al lugar donde me encontraba de pie. Mantuve mis ojos cerrados por un rato mientras mis fosas se drenaban y mis ojos lagrimeaban copiosamente y noté que mi mente permanecía en silencio. Estábamos solos el tabaco y yo, conociéndonos mutuamente y celebrando ese encuentro ancestral. Las voces de los abuelos se convirtieron en un murmullo que me arrullaba y de pronto empecé a sentir que mi cuerpo se elevaba del piso. Un suave tambaleo me mecía hacia adelante y hacia atrás mientras mi mente llenaba todo el espacio de la maloca. Sentí que los abuelos hablaban dentro de mi cabeza y que los demás asistentes al encuentro eran mi cuerpo.
De repente sentí una expansión de energía que partía del centro de mi pecho y una sensación de amor y familiaridad me recorrió de pies a cabeza. Volví en mi poco a poco después de una experiencia que probablemente duró solo unos cinco minutos y cuando abrí mis ojos vi a los abuelos resplandecer con un halo de luz a su alrededor. Los miembros de la comunidad brillaban también y entonces me sentí en casa. Ese era el lugar que había estado buscando, ese era el lugar que el yagé me había mostrado para continuar el camino de mi iniciación.
Paula me acompañó a la maloca algunas veces, pero ella no se sentía identificada con aquel grupo de indígenas de ciudad. Ella era una mujer blanca de ojos verdes y cabello claro nacida en Medellín y los abuelos hablaban con frecuencia del linaje Muisca de los que nacimos en Bogotá o el altiplano Cundiboyacense, el orgullo de tener rasgos indígenas y la sabiduría de nuestros abuelos campesinos de la región. Tampoco le gustaban las medicinas de ambira y hoska y percibía un grado de fanatismo, un tufillo de secta que transpiraban algunas de las afirmaciones que hacían los abuelos.
Tuvimos algunas discusiones al respecto, sobre todo porque yo había empezado a alternar mis visitas a la maloca con visitas a la casa de los abuelos y eventuales visitas adicionales los fines de semana a humedales y parques para reunirme con la comunidad. Ella me reclamaba el tiempo que ahora dedicaba a mi iniciación como Muisca y yo le reclamaba su falta de apoyo en algo tan importante como la espiritualidad.
Sea como fuere, yo estaba totalmente decidido a convertirme en miembro de la comunidad y por eso me esforcé en hacerme conocer de los abuelos. No solamente Suaga-Gua y Yanguma sino otros mayores de la comunidad, especialmente el abuelo Nemequene y la abuela Jairsa. Mi amigo Martín era un simpatizante y miembro “honorario” de la comunidad. Más bien amigo personal de los abuelos que miembro activo y por lo tanto no usaba vestiduras blancas ni participaba en la mayoría de reuniones de la comunidad, pero ayudaba activamente con tareas que le asignaba el abuelo Suaga-Gua y participaba en varios eventos especiales que se hacían en los humedales y parques naturales.
Con mi nueva rutina pasaron los meses y ya era un miembro reconocido de la comunidad. Como era habitual en las organizaciones en las que participaba, utilicé mis conocimientos en informática para convertirme en un recurso valioso para los abuelos. Me hice al control del sitio web www.muiscas.org y era ya el Ingeniero de Sistemas de facto de la comunidad.
Los abuelos apreciaban mi actitud de colaboración, mi disciplina durante las ceremonias y mi curiosidad para lo espiritual. En mis visitas a la casa de los abuelos empecé a compartir más con la abuela Yanguma que era quien más disposición mostraba para transmitir sus conocimientos, aún cuando su forma de hacerlo era recia y a veces incluso levemente agresiva. Aún así, me gustaba sentarme con ella a “mambear” que es la palabra que se usaba para “conversar” cuando el tema era espiritual.
Una de esas tardes de “mambia” con la abuela, embriagado ya de ambil y después de haber recibido probablemente unas tres o cuatro insuflaciones de hoska, la abuela se quedó mirándome fijamente a los ojos y me dijo:
“Manuelito, yo creo que usted ya está listo para hacer su rito de paso. Si usted quiere, yo lo postulo frente al concejo de mayores.”
Mi corazón se aceleró y sin dudarlo respondí que sí. Había escuchado hablar del rito de paso y algunos miembros de la comunidad me habían dicho que se trataba de una ceremonia con un poder sin igual, una experiencia de esas que cambian la vida y la puerta de entrada al verdadero conocimiento oculto de los abuelos.
Ese mismo miércoles, después de terminar el conversatorio en la maloca del jardín botánico, el abuelo Suaga-Gua se acercó a mí, me abrazó y me dijo:
“Los abuelos hicieron consulta en el Espíritu y por unanimidad decidieron permitirte postularte para hacer tu rito de paso. Felicitaciones mi hermano”
Lo que había escuchado sobre ese evento se quedó corto frente a lo que vivi, pero en una cosa si habían acertado: El rito de paso me cambió la vida.