Última actualización el 2020-10-21
Martín me llevó a la casa de Mara en el occidente de Bogotá una tarde de octubre de 2009. –“Cuando la vea la va a reconocer, Mara es famosa”, me dijo poco antes de tocar su puerta en el cuarto piso de un discreto edificio que quedaba detrás de un famoso centro comercial. Yo estaba tranquilo, aunque no podía evitar la idea de que me encontraba a punto de emprender un nuevo recorrido a las dudosas artes del esoterismo colombiano.
Aún recuerdo como si fuera ayer el momento en que Mara abrió la puerta de su apartamento y me recibió con un emotivo abrazo diciendo “Hola hermoso, te estaba esperando”.
Su rostro me resultó familiar pero no atiné a determinar dónde la había visto antes, hasta que habiendo entrado a su vivienda me encontré con un collage de fotos que se encontraba enmarcado y colgado en una pared. La “egoteca” como Mara se refirió al collage en alguna oportunidad, contenía fotos de ella acompañada de famosos actores que yo recordaba de la televisión de los años noventa y algunos aún vigentes. En otras fotos Mara salía luciendo su indudable belleza de la juventud en sesiones de modelaje y publicidad, algunas de las cuales encontré también más tarde en ediciones viejas de revistas de farándula.
Habiendo crecido en Colombia en la época en que solamente existían tres canales nacionales y sin tener recursos para pagar televisión por cable, recordé entonces haber visto a Mara en muchas oportunidades como coprotagonista o actriz de reparto de importantes producciones nacionales. Tal como Martín me había advertido, Mara era famosa, al menos en Colombia y para gente de mi edad y generaciones anteriores ya que en los últimos años sus apariciones en la pantalla chica eran cada vez más esporádicas.
Solo hicieron falta algunos minutos para que Mara se ganara toda mi confianza. Su mirada directa y profunda sería atemorizante de no ser porque estaba acompañada de una voz cándida que transmitía verdadero interés en su interlocutor. Martín participó en la primera parte de la conversación y pude notar que había un gran cariño entre ellos, lo cual me hizo sentir aún más a gusto. Ya había notado que Martín sentía una gran admiración por Mara y poco a poco estaba descubriendo las razones para ello. De pronto Mara se puso de pie y le pidió a Martín que fuera a la habitación principal y le ayudara a arreglar algún problema en su computador. Martín se incorporó de inmediato y le sonrió sabiendo que era el momento de retirarse para que yo pudiera contarle a mi nueva amiga Mara, lo que me había llevado a ella.
Comencé a narrar la historia que ya había repetido tantas veces que en ese punto ya la exponía casi sin pensar. Mara me escuchó con atención y sólo me interrumpió un par de veces con alguna exclamación de incredulidad que remachaba con un improperio jocoso y su típica risa de brujita cada vez que en la narración se reflejaba mi torpeza.
El Diagnóstico
Luego me pidió que la acompañara a un rincón donde tenía un pequeño escritorio sobre el cual había cristales y péndulos de diferentes formas y tamaños. Me pidió que extendiera mi mano y sobre ella suspendió un péndulo que colgaba de una delgada cadena, mientras pasaba hojas y analizaba con atención una libreta que tenía sobre el escritorio que contenía extraños símbolos geométricos.
Al cabo de pocos minutos me dijo sin mucha ceremonia – “Si hermano, tienes una brujería encima y hay que quitarla primero porque con eso ahí no puedo ver nada.” Luego señaló la ventana principal de la sala en la que nos encontrábamos que daba hacia un pequeño parque que había antes del centro comercial y me dijo “Es como si esa ventana estuviera cubierta de mugre, no podríamos ver nada de lo que hay al otro lado, entonces habría que limpiarla.”
Le conté entonces de mi ceremonia con el santero donde supuestamente me había quitado de encima la brujería y percibí por el gesto que hizo tensionando los músculos de su cuello que el asunto no se le hacía nada agradable, sin embargo no hizo ningún comentario negativo al respecto sino que simplemente me dijo –“Eso no funciona así, yo no te puedo quitar un “trabajo” de esos así como así, yo te puedo ayudar a quitártelo pero esa tarea te toca hacerla a ti.”
Eso despertó mi curiosidad de inmediato. Yo contaba con que Mara me ofrecería algún tipo de terapia o sanación con sus cristales en la camilla que había visto en una de las habitaciones del lugar, pero la perspectiva de yo mismo curarme de lo que me estuviera causando tantos bloqueos se me hacía mucho más interesante. – “¿Qué tengo que hacer?” pregunté al instante y ella sin dudarlo respondió – “Tienes que tomar Yagé.”
Mara me habló entonces de esa misteriosa bebida de la cual yo había escuchado y leído en algunos medios refiriéndose a ella como si se tratara de una persona: “El Yagé es muy noble, te va a enseñar muchas cosas, te va a mostrar lo que te está bloqueando el camino y si estás dispuesto a sanar y le permites hacerlo, el maestro te va a liberar y mostrar su sabiduría.”
Puede decirse que sentí el llamado internamente mientras escuchaba a Mara. Le manifesté mi disposición para participar en la ceremonia y entonces Mara llamó a Martín y le advirtió: “Tú trajiste a Manu a mi casa y ahora vimos que tiene que tomar Yagé. ¿Puedes acompañarlo?” Mi amigo se sorprendió por la implicación de la pregunta. Sabía que las cosas del Espíritu son así y ahora él se había convertido en mi guía para atravesar el umbral. Martín movió sus ojos de un lado al otro por un par de segundos mientras organizaba sus ideas y de inmediato respondió – “¡Claro! Yo me encargo de llevarlo a la toma. ¿Cuándo es la próxima ceremonia?”
– “Este mismo sábado y yo voy a ir, entonces trata de aprovechar porque así te puedo cuidar.” -contestó Mara–
El Viaje
Así las cosas, Martín y yo nos pusimos de acuerdo para iniciar el viaje ese sábado a eso de las siete de la mañana. Él y su novia Zoraya me recogerían en la casa de mis padres y emprenderíamos las dos horas de recorrido entre Bogotá y la vereda del municipio de La Mesa en la cual se encontraba la finca donde se hacían las ceremonias.
Mi hermana Julia, curiosa por la experiencia con la Ayahuasca, que es el otro nombre con el que se conoce el Yagé por ser una de las plantas con las que se prepara el brebaje, decidió acompañarme a la ceremonia, así que juntos abordamos el automóvil en el que Zoraya y Martín nos recogieron esa mañana de octubre y nos dirigimos a nuestro encuentro con lo desconocido.
Durante el camino conversamos animadamente, recordando los viejos tiempo y burlándonos de todo como lo hacíamos en la Universidad, pero durante la mayor parte del viaje no tocamos ningún tema relacionado con la experiencia que estábamos por iniciar. Nos detuvimos en un parador que quedaba unos 30 minutos antes de nuestro destino y compartimos y sabroso desayuno, teniendo cuidado de atender las recomendaciones alimenticias que Mara me había dejado: No comer carnes ni lácteos el día de la ceremonia.
Cuando volvimos a abordar el automóvil y emprendimos el último trayecto del viaje de ida, el ambiente en el grupo había cambiado; no solamente el hambre había desaparecido sino también la levedad que nos había acompañado hasta ese momento. Zoraya y Martín estaban mucho más callados que mi hermana y yo, y su expresión facial se había tornado algo taciturna. Yo, a pesar de mantener el buen humor, también podía notar algo de nerviosismo muy dentro de mí, así que tratando de distensionar el ambiente, dije: “Oigan, dejen la cara larga que no vamos para un funeral sino a echarnos un traguito”. Martín miro a Zoraya por el espejo retrovisor y le dijo “¡Si estos dos supieran a lo que van no estarían tan risueños!”
Si ese comentario no hubiera provenido de Martín sino de cualquier otra persona, probablemente habría cancelado el viaje, pero confiaba totalmente en mi amigo así que pasé saliva y simplemente añadí:- “Pues yo he tenido experiencia con la marihuana unas cuantas veces, tengo entendido que el Yagé es un psicoactivo también así que me imagino que la experiencia es más o menos parecida, ¿no?”
– “El Yagé no se parece a nada que uste haya conocido o vaya a conocer, pero no le puedo decir nada más porque cada uno vive la experiencia de forma diferente. Lo único que le puedo decir es que le va a cambiar la vida así que tranquilo.” – Sentenció Martín.
Sobra decir que hasta allí llegaron los chascarrillos y en lo que quedó del viaje la conversación se hizo más esporádica, pero yo seguía confiado en que la experiencia sería similar, aunque probablemente más intensa que lo que ya había vivido con la cannabis.
Yai Bahi
Llegamos con algo de retraso a nuestro destino y allí nos estaban esperando Mara, el taita y sus ayudantes junto con un pequeño grupo de futuros yagenautas. La finca era un terreno de unas tres hectáreas y media ubicada en la ladera de una colina a 1.200 metros sobre el nivel del mar, lo cual le confería un clima templado y agradable. No hubo tiempo para hacer un recorrido por el lugar porque la ceremonia estaba a punto de iniciar, así que Claudia, que era el nombre de una de los ayudantes del taita nos guio por un camino escasamente adoquinado hacia el lugar donde se llevaría a cabo la toma.
Cuando alcanzamos la improvisada maloca[1] Mara me abrazó con cariño y me felicitó por haber decidido participar en el ritual. Nos tomó del brazo a mi hermana Julia y a mí y nos incorporó al círculo que formaban los escasos asistentes. Al frente de la congregación se encontraban el taita y sus ayudantes. He de decir que me impresionó lo jóvenes que eran. Yo esperaba ver un grupo de ancianos o al menos adultos maduros, pero Fernando, el taita, apenas tendría unos 25 años; Gremo y César, dos de los ayudantes que eran además hermanos de Fernando eran aún menores.
La ceremonia inició con unas palabras del taita diciéndonos que estábamos a punto de recibir una medicina muy poderosa, de mucha sabiduría. Nos hizo recomendaciones generales como la disposición necesaria para recibir el elemental y los posibles efectos que experimentaríamos, lo cual incluía mareo, náuseas, vómito y posiblemente diarrea. Sin embargo, no fueron los efectos físicos los que me causaron inquietud sino una de las recomendaciones que el taita nos dio: “Si les da miedo o se sienten muy mal, acuérdense que todo eso pasa y que van a estar bien. Tienen que pensar bonito y dejar que el yagé los lleve.”
Luego de esto, Fernando se giró hacia el altar que se encontraba en la parte norte de la enramada, donde había varias jarras de plástico que contenían líquidos ocres y marrones, plumas, conchas, pequeños frascos y una jarra grande de agua. Detrás del altar colgaba un afiche con un imponente jaguar en posición de asecho.
El taita inició una serie de cánticos ininteligibles mientras agitaba con vigor una especie de abanico formado por hojas secas que en la Amazonía se conoce como wayra. Aquel ritual duró unos 15 minutos durante los cuales, los ayudantes a veces acompañaban al taita en sus cánticos mientras que los asistentes guardábamos silencio allí de pie.
Durante los últimos minutos de la consagración, Fernando cambió los canticos por unas tranquilizantes notas que repetía con su armónica Hohner. De pronto dejó la armónica de lado e intensificó los movimientos de la wayra mientras emitía fuertes soplos que sonaban como si estuviera haciendo la onomatopeya de un vendaval. Poco a poco fue suavizando estos soplos y se convirtieron en susurros: “uisshhhhhhh… ushhhhhhhaaaaah… ushhhhhh.”
Inicia el verdadero viaje
Entonces el taita se giró nuevamente y ordenó a los hombres que asistíamos al ritual, que formáramos una fila al frente suyo. Así lo hicimos y uno a uno fuimos recibiendo el brebaje en un pequeño calabazo. Cuando llegó mi turno, sentía en mi vientre un leve temblor y mi corazón latía con fuerza. Apuré la bebida sin olerla ni saborearla, siguiendo los consejos que Martín me había dado previamente pero aún así, terminé el acto con una arcada involuntaria. Acababa de tragar la bebida más agria que había probado en mi vida.
Mara notó mi dificultad para soportar el sabor, que podría describirse como a infusión de té verde en vinagre de manzana. Me ofreció un vaso de agua y me dijo que me lo tomara de una sola vez y que luego me fuera a caminar respirando profundamente porque si vomitaba antes de 20 minutos, el yagé no me haría efecto.
Así lo hice y me alejé de la maloka sin mirar atrás y concentrado totalmente en aguantar el yagé en mi organismo tanto como fuera posible. Estuve a punto de vomitar antes de tiempo un par de veces y me di cuenta que sucedía cuando recordaba el sabor de la bebida. Entonces se me ocurrió buscar algo con olor agradable así que tomé una de las muchas naranjas que se encontraban en el piso luego de caer ya maduras de los naranjos que adornaban la propiedad.
Gracias al olor de la naranja, pude soportar el desagrado y finalmente me encontré con una agradable sensación de adormecimiento mientras permanecía sentado en posición de loto a la sombra de uno de esos naranjos. Calculo que pasaron unos 30 minutos desde que ingerí el yagé cuando regresaron las arcadas, pero esta vez sabía que no podría contenerlas así que rápidamente me giré hacia el tallo del árbol para no dejar mi vómito en donde alguien más pudiera pisarlo. Las arcadas se hicieron cada vez más fuertes y acompañadas de retorcijones en el vientre. No obstante, las sensaciones desagradables pronto dieron paso nuevamente a la sensación de adormecimiento que había logrado pocos minutos antes.
Me incorporé tan pronto como pude y haciendo caso a la recomendación de Claudia de no acercarme a nadie más durante la experiencia, me dirigí hacia la parte baja de la finca, por donde pasaba una pequeña quebrada circundada por árboles de altas copas. La sensación en mi cuerpo y en mi cabeza era cada vez más agradable y pacífica. Me inundaba una sensación de gratitud por encontrarme allí en ese momento. Pensé en Dios y le dirigí una oración en voz baja pidiéndole perdón por mis errores y agradeciéndole por la sanación que sentía estar recibiendo.
Otro de los pensamientos que tuve durante esos momentos de meditación fue que si bien, las náuseas habían sido algo muy desagradable y diferente a cualquier cosa que hubiera sentido antes, la experiencia no era del todo diferente a mis entrañables rituales de Cannabis junto a Gabriel en Santa Marta.
Poco a poco fui sintiendo que la sensación agradable se desvanecía y volvía a la normalidad sin haber llegado a ver los caleidoscopios de colores ni tener las revelaciones que había escuchado en los testimonios de otros yagenautas. Calculé que apenas habría pasado una hora y media desde que recibí mi toma así que volví a la maloca para preguntarle al taita si ya había terminado mi parte.
Fernando me respondió que podía tomar una nueva dosis sí así lo deseaba. Lo pensé por un momento y la perspectiva de volver a tragar esa sustancia tan repelente me hizo dudar, pero la posibilidad de extender por un tiempo más esa sensación tan placentera que había experimentado, me convenció de pasar nuevamente por el trance de ingerir el yagé.
Acompañé al Taita al altar donde nuevamente cantó y wayreó la jarra donde estaba la bebida. Luego de unos minutos, sirvió mi porción, que calculé habría sido casi el doble de la cantidad que había tomado la primera vez. Tomó la pequeña totuma con sus manos, la acercó a su boca y allí sopló, silbó y susurró nuevamente como imitando al viento entre los árboles. Luego me extendió el calabazo y lo tomé inmediatamente sin pensarlo.
Le di las gracias y me alejé del lugar repitiendo la fórmula que había usado la primera vez: respiración profunda, evitar pensar en el sabor del yagé y oler una naranja abierta en dos para controlar las arcadas. Una vez que superé las náuseas comencé a sentir el adormecimiento que había sentido antes y sin demora me dirigí nuevamente al lugar en el que había interrumpido mi meditación tratando de retomar las sensaciones que estaba experimentando antes.
Me recosté en la yerba mirando las copas de los árboles y escuchando el ruido de los pájaros y el flujo del agua en el riachuelo. La sensación placentera estaba allí pero poco a poco me inundaba con más fuerza el adormecimiento: una sensación de ingravidez y desconexión de los sentidos que terminó por borrar completamente todos los ruidos, la luz, los pensamientos hasta que quedé profundamente dormido.
[1] Una maloca es un edificio tradicional para uso familiar y comunal utilizada por los pueblos indígenas en las regiones amazónicas de Brasil, Colombia, Ecuador y Perú.12 También el término se utiliza para la arquitectura vernácula de los tupí-guaraníes en Argentina, Bolivia, Brasil y Paraguay. Wikipedia
Que bonito. Desde mi Alma me alegra tu gran y sabio empoderamiento en esta Gran Escuela. Ya no te encuentras por esta aula COLOMBIA, pero tu camino sigue evolucionando en tierras fértiles y quizá mas aptas para parte de tu gran Misión:. Despertar conciencias con tu gran sabiduría y modo de servir incondicional.Estoy muy orgullosa de ti y con tu amorosa familia siempre me siento en CASA.LOS AMO
Qué alegría tu mensaje mi Marita! Gracias por tu amor, tus enseñanzas y tu ejemplo. Tu y tus maestros viven en nosotros y nuestros hijos. Te amamos con todo nuestro Ser!