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T4E9 – Antifrágil

Naturalismo Mágico
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T4E9 - Antifrágil
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En un episodio reciente, conté cómo en una etapa difícil de mi vida me sentí abrumado por el miedo a la muerte y la calamidad que nos acechan inexorablemente y que pueden acabar por torcer la vida en un abrir y cerrar de ojos. Mi hastío de sentir ese miedo fue el principal propósito que tuve para participar en aquella bella ceremonia bajo la cascada de Juan Curí.

Decía que la respuesta que obtuve durante el ritual fue que pase lo que pase, mientras esté vivo siempre podré encontrar la manera de volver a ser feliz. Yo había intentado ya anestesiarme del terror que produce estar vivo, con la religión, el esoterismo y la superstición, pero en el fondo siempre consideré que la fe, los rezos, conjuros y aseguranzas no eran más que pañitos de agua tibia para el ardor del alma en que se me manifestaba la angustia de existir.

Pero ese día en la cascada, sentí que mi afirmación de poder ser feliz sin importar lo dura o difícil que sea la situación que me presente el porvenir, era diferente, era cierta, no porque alguien me dijera que lo era, o porque lo hubiese encontrado en un texto mágico, sino porque encajaba bien en mi lógica y experiencias vividas hasta el momento.

Hoy voy a hablar sobre esa afirmación, por qué es tan poderosa, pero sobre todo por qué es cierta.

Miedo a la vida

En otro episodio reciente hablé del miedo a la muerte, y se dice que es el miedo primordial de los seres humanos, pero me he dado cuenta que en realidad a lo que tenemos miedo es a la vida. La muerte no es algo en sí mismo, sólo se puede definir como la ausencia de algo que sí existe y eso es la vida, por lo tanto, sería más acertado decir que el miedo a la muerte es en realidad un miedo a no vivir.

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Esta afirmación parece de Perogrullo, pero traducir muerte como no-vida nos comunica un significado adicional: no sólo produce miedo no existir, sino también no vivir; es decir, que la vida que tenemos se haga insoportable, que suceda algo que nos lleve a expresar “esto no es vida”.

El miedo a la muerte consiste en el miedo a no alcanzar a vivir lo suficiente, a no alcanzar a disfrutar de la juventud, de la buena salud o del tiempo al que creemos que tenemos derecho.

Entonces ese miedo se enquista en la vida y como suele suceder con todos los miedos, termina por convertirse en aquello mismo a lo que tenemos. El miedo a la muerte o a que algo eche a perder nuestra vida nos encierra en una jaula mental con la que nos promete protegernos de esas desdichas, pero a cambio reclama la propia vida, no el simple hecho de existir, sino la capacidad de vivir con plenitud, de disfrutar de estar vivos.

No siempre somos conscientes del miedo a la muerte o incluso puede que creas que no le tienes miedo a la muerte porque no te causa angustia imaginar tu funeral, pero si entendemos el miedo a la muerte como el miedo a la no-vida que describo aquí, entonces te darás cuenta que el miedo a enfrentar a tus padres, a declarar el amor a alguien o aceptar que el amor se ha acabado, o también el miedo de quedarte sin ese trabajo que odias, todos esos son distintas versiones del miedo a que la vida deje de ser agradable, o por lo menos tolerable; porque no importa lo mal que esté tu vida, sabes que podría estar mucho peor.

También sabes que podría estar mucho mejor, pero eso no te importa, porque con tal de evitar la perspectiva de que las cosas vayan peor, aceptas con resignación dejar pasar esa posibilidad de un cambio que podría traer algo extraordinario a tu vida.

A este miedo – muchas veces irracional – se refieren a veces lacónicamente como “miedo al cambio” o “zona de confort”, como si hubiera algo confortable en la agonía de vivir cargando ese morral lleno de piedras de insatisfacción, rencor, frustración y tantos otros males que aceptamos como parte inevitable de la vida.

Yo le llamo simplemente miedo a la vida porque a la mayoría de nosotros no nos enseñaron a vivir sino a sobrevivir: seguir el guion predefinido según la sociedad en que nacemos para que hagamos el tránsito de la cuna a la tumba con la menor cantidad posible de sobresaltos. Y así soportamos la agonía de estar muertos en vida hasta que la muerte viene a recogernos y nos vamos sin haber llegado realmente a vivir.

Con esto no pretendo llegar al lugar común del coaching moderno y el humanismo poético de dejar los miedos atrás y luchar por tus sueños porque puedes lograr todo lo que te propongas y ser feliz si así lo deseas. No, la verdad es que no puedes lograr todo lo que te propongas y la felicidad tampoco se alcanza deseándola con alma, vida y sombrero, ni declarándola tres veces ante el universo.

Lo que quiero proponer en esta disertación es simplemente un camino para poner a raya el miedo a vivir, darte el impulso para que así sea por unos pocos gramos, pese más la posibilidad de felicidad remota que la certeza de vivir sin estar vivo. O por lo menos, para poder vivir en un mundo gobernado por el azar, sin la angustia permanente a perderlo todo en un giro inesperado del destino.

Duelo y Resiliencia

No es difícil creer que, como seres humanos, tenemos la capacidad de sobreponernos a casi cualquier calamidad, porque los ejemplos de personas que han superado tragedias indescriptibles abundan en nuestra sociedad. En el episodio anterior justamente, hablé de un caso que me conmovió mucho, de un campesino a quien conocí en el campamento por la paz de Colombia en 2016, a quien miembros de un grupo armado asesinaron a todos los miembros de su familia.

Después de haber estado al borde de la locura, ese hombre acopió toda su fuerza de voluntad y transformó su vida, dándole un nuevo propósito en la búsqueda de la paz para su comunidad y luego para el resto del país. Así como él, hay muchos ejemplos inspiradores de personas que han pasado por enfermedades terribles, cautiverios insoportables, tortura, drogadicción u otras pesadillas, y luego se han convertido en personas con vidas completas, familias amorosas y una misión que les da motivación y propósito.

Cada una de estas personas habla desde su experiencia de las herramientas y estrategias que les ayudaron a salir del abismo del dolor y retomar el cauce de sus vidas. El amor suele ser el componente central, ya sea proveniente de sus seres queridos, el amor propio o el amor por sus oficios. Pero usualmente hacen referencia también a un momento específico en el cual descubrieron que no podían quedarse anclados en el pasado, tuvieron que aceptar su nueva realidad y caminar hacia un futuro distinto al que habían imaginado, construyendo una nueva vida a su alrededor.

Este es – de forma muy general – el proceso del duelo, del que típicamente se reconocen de 5 a 7 etapas dependiendo del autor: Crisis o shock, ira o enfado, miedo, depresión, aceptación, renacimiento y equilibrio emocional.

Etapas típicas del duelo

Estas etapas usualmente se describen con un valle, al que se desciende a partir del shock emocional, en estados cada vez más densos y dolorosos hasta llegar a la depresión, para luego ir ascendiendo a través de la aceptación y el renacimiento para llegar nuevamente el equilibrio.

Este proceso de bajar y volver a subir hasta donde nos encontrábamos también es una buena representación del concepto de resiliencia, que por cierto es un término muy usado y abusado por los movimientos recientes de esoterismo y coaching “transpersonal”. El concepto es que los seres humanos somos como un resorte, que puede deformarse o comprimirse pero que tiene la capacidad de volver a su estado original.

La palabra resiliencia proviene del latín y significa “saltar hacia atrás” o “rebotar”, y es un concepto interesante, pero todos sabemos que algo que rebota, no vuelve a llegar exactamente hasta el punto desde el que partió. Incluso los resortes, si son sometidos a una presión demasiado alta, pueden quedar deformados, así sea levemente y no vuelven a ser exactamente iguales.

Asimismo, algunas personas que han atravesado por crisis muy profundas, como por ejemplo la pérdida de una hija o un hijo, comprensiblemente declaran que sus vidas nunca vuelven a ser las mismas y que el dolor nunca se va, que logran funcionar en la vida, pero como antes. También es el caso de los amantes que han entregado todo, para ser luego engañados o abandonados y que – también de forma entendible – decide que nunca podrán volver a amar de la misma forma.

Pues eso era exactamente a lo que yo siempre le tuve tanto miedo: no a la dificultad pasajera que se convierte en una anécdota en el futuro, sino a la tragedia que divide la vida en dos y vuelve insoportable a la segunda parte de ella. La resiliencia no se me hacía suficiente para acallar el temor a vivir, tenía que haber algo mejor.

Protección mágica

Es aquí donde las personas religiosas, esoteristas o supersticiosas acuden a la magia o a la fe. Todos sabemos que tenemos alguna capacidad para rebotar desde donde sea que caigamos, pero anticipamos que no volveremos a quedar iguales, entonces acudimos a negociar con un poder superior para que más bien nos evite la caída, tal como se implora en cada padrenuestro: “Danos el pan de cada día”, “Libranos del mal”.

Cuando estuve en mi camino gnóstico y esoterista aprendí conjuros de protección como el de Júpiter:

“EN EL NOMBRE DE JÚPITER

PADRE DE TODOS LOS DIOSES,

‘YO’ TE CONJURO, TE VIGOS COSLIM”

También aprendí a trazar con la mano una estrella de cinco puntas entre un círculo en el aire; mientras lo hacía pronunciaba unas palabras en sánscrito que nunca supe qué querían decir pero que supuestamente sellaban en la estrella macrocósmica a todo espíritu de daño material o inmaterial que pudiera atacarme: “Klim Krishnaya Govindaya Gopijana Vallabhaya Swaha”.

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En mi país, donde afortunadamente la gnosis y el esoterismo no están tan extendidos, la cultura popular tiene un extenso vademécum de conjuros y rituales de protección, que van desde baños con yerbas como altamisa, ruda o menta, pencas de sábila que cuelgan detrás de la puerta – herencia indígena – hasta medallas de San Benito, Cruces de Caravaca, crucifijos, estampas de la virgen, escapularios, oraciones al divino niño e invocaciones a San Miguel Arcángel – herencia europea.

Pero no nos apresuremos a descalificar a religiosos y esoteristas por esta búsqueda de protección mágica; la ciencia tiene su propio pecado y también ha puesto su buena cuota de dudosos bálsamos para el miedo a vivir.

Si miramos a nuestro alrededor, en esta época de avances tecnológicos y disponibilidad casi ilimitada de conocimiento, cada vez estamos más rodeados de “soluciones” al problema de estar vivos, que nos prometen más y más “seguridad” y menos probabilidad de convertirnos en víctimas del infortunio.

Algunos de estos avances ciertamente nos protegen de muchas calamidades. Tal vez los inventos más importantes en este sentido han sido los inodoros, el agua potable y los fertilizantes, seguidos de cerca por el jabón, las vacunas y la penicilina. Sin embargo, a medida que hemos ido neutralizando los peligros más graves que nos acechaban, nos hemos vuelto aún más miedosos.

Entonces la modernidad nos ofrece más y más soluciones para acallar esos miedos: seguros de vida, vallas de contención en las autopistas, GPS, alarmas monitoreadas por Internet, gas irritante o rifles AR-15 como los que se venden en Walmart en Estados Unidos. Justo hace poco Paula me preguntó qué opinaba sobre la nueva moda en Estados Unidos de dotar de morrales hechos con material antibalas a los niños en edad escolar.

Porque si se trata de nuestros hijos, de los cuales cada vez tenemos menos, entonces ahí es donde la paranoia nos asalta con sevicia: a ellos hay que protegerlos de absolutamente todo: desde los gérmenes en el piso hasta los asesinos seriales en las escuelas, pasando por los supuestos ladrones de niños que acechan en cada esquina y también de que tengan que pagarse sus maestrías y ahorrar para comprar su propia casa.

No es casualidad que algunas personas hablen de las nuevas generaciones que están creciendo en estos tiempos como “niños de cristal”, no porque sean frágiles sino porque los estamos formando para que crean que lo son.

Fragilidad

Y es aquí que tocamos el tema central de este episodio: la fragilidad. Fragilidad es el grado de facilidad parar romperse o quebrarse: una característica de muchos materiales que usamos a diario y que se nos vienen a la mente cuando mencionamos esa palabra, como por ejemplo: vidrio, papel, balso o cristal, pero también un rasgo característico de ideas abstractas o subjetivas de nuestra vida, como las relaciones de pareja, la estabilidad laboral o económica, la salud, la paz o con frecuencia la vida misma. “La vida es frágil”, escuchamos con cierta frecuencia y con tono de revelación, quizás para que nos demos cuenta que hay que vivir con intensidad porque dada su fragilidad, podemos perder la vida en cualquier momento.

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Pero el efecto de nuestra generalizada percepción de la vida como frágil, tiene el efecto contrario y es el de tratar nuestra vida y esas dimensiones de la vida que juzgamos frágiles por naturaleza, como si fueran jarrones de cristal que más vale encerrar en una caja de metal con fieltro abullonado en su interior, no vaya y sea que con la menor ventisca se vaya al piso y se desintegre en mil pedazos.

Nuevamente es pertinente el ejemplo de los hijos, porque si los tienes y son pequeños aún, conoces esa sensación de verlos rodeados por todas partes de peligros que debes neutralizar, asegurando, desinfectando, supervisando, restringiendo, controlando, conteniendo y llegado el caso castigando. Al fin y al cabo son frágiles y al menor descuido pueden sufrir alguna calamidad.

También he observado en tiempos recientes una creciente percepción de fragilidad de nuestros sistemas sociales y políticos. Las campañas políticas que he visto en los últimos años en varios países, incluyendo Colombia, Estados Unidos, El Reino Unido y Francia – por hablar de los que he seguido con más atención – han girado alrededor de la necesidad imperante de “salvar” la democracia, o la libertad, o la paz, o la existencia misma de la nación para los más paranoicos.

Los seres humanos por naturaleza, heredada por cientos de miles de años viviendo como presas, tenemos la tendencia a esta paranoia por nuestra fragilidad, pero en los últimos años, ese instinto se ha agravado por el auge de las noticias falsas, el exceso de reportaje de noticias negativas, el acceso sin precedentes a la información de todo el mundo, pero sobre todo, la capacidad e influencia de las redes sociales para propagar historias que amplifican esa percepción de fragilidad y enganchar usuarios a través de sus miedos.

Con este coctel de fondo, no es extraño que estemos asistiendo a uno de los períodos más convulsionados de la historia: una pandemia mundial que nos pescó sin estar preparados, nos obligó a encerrarnos por meses y nos enseñó a temer el contacto físico, no solamente se llevó la vida de casi seis millones y medio de seres humanos, sino que nos puso de frente con nuestros peores miedos y nos llevó a tomar muchas decisiones apresuradas cuyas ramificaciones y efectos apenas se están empezando a vislumbrar y de seguro repercutirán con fuerza durante el resto de esta década.

El primer efecto inmediato de esas decisiones es la alarmante tasa de enfermedades mentales que se registra en casi todos los países donde se llevaron a cabo las cuarentenas más prolongadas. También se habla de problemas de aprendizaje y atraso en casi todos los estudiantes, sobre todo de básica primaria y un aumento de la violencia intrafamiliar en los lugares donde el problema era de por sí inquietante.

Otro efecto trágico de la mezcla entre paranoia fragilista, pandemia y algoritmos tendenciosos de redes sociales, ha sido el auge de las teorías de conspiración, que sin duda son culpables de gran parte del ascenso de gobiernos autoritarios en todo el mundo y la desafortunada desconfianza en la ciencia, sobre todo en las vacunas, lo cual ha aumentado ya de forma dramática el número de contagios de polio, sarampión y otras enfermedades que estuvimos a punto de derrotar gracias a la vacunación temprana.

También en la agonizante economía mundial vemos los efectos de nuestro miedo a la fragilidad: los gobiernos de los países más ricos del mundo consideraron que la pandemia acabaría con muchas industrias, miles de empresas y dejaría sin sustento a millones de personas, que no quedarían con más alternativas que convertirse en delincuentes y tal vez causar guerras civiles o golpes de estado. Sin mucho remordimiento imprimieron cantidades ingentes de dinero y lo repartieron a manos llenas a empresas y empleados que incluso aún seguían recibiendo sus salarios mientras trabajaban cómodamente en pijama desde la cama.

Con todo este dinero, las sociedades ricas del planeta vivieron una orgía de derroche y despilfarro, que engendraron las mayores burbujas económicas de la historia: la de la finca raíz, la del consumo de lujo y la de la bolsa de valores. Tres mega-burbujas que aún no terminan de estallar pero que siguen avanzando sin remedio hacia el abismo.

Y para terminar este trágico panorama, un paranoico mandatario autocrático, obsesionado por la fragilidad de su salud, convencido de múltiples teorías de conspiración, desconectado de sus seres queridos por la pandemia y envalentonado por el repentino caudal de dinero proveniente de una de las sub-burbujas económicas que surgieron, decidió invadir a un país vecino y ponernos al borde de la tercera guerra mundial.

Antifragilidad

Nassim Nicholas Taleb, un ensayista libanés – americano, publicó en 2012 un libro en el que planteó una alternativa a nuestra comprensión de la naturaleza, la economía y la vida, basada en observaciones científicas, estudios clínicos y estadísticas, de muchos fenómenos físicos, biológicos y socioeconómicos.

Sus observaciones y análisis lo llevaron a comprender que la fragilidad que percibimos en la naturaleza y en nuestras propias vidas, no es más que un resultado de los sesgos instintivos con los que la evolución nos dotó para asegurar nuestra supervivencia. También es un problema de perspectiva, ya que muchos fenómenos que consideramos frágiles, no son más que etapas o subprocesos de otros fenómenos más grandes que no sufren de esa fragilidad que percibimos.

Un ejemplo puede ser la vida celular: Los seres vivos somos construcciones formadas por billones de células de muchos tipos, que en promedio tienen vidas muy cortas y que son vulnerables a una infinidad de factores externos casi siempre, pero también internos. Desde ese punto de vista, las células son frágiles, ya que un simple desbalance de alcalinidad o temperatura, o la presencia de alguna sustancia desconocida, puede resultar en la muerte de la célula.

Sin embargo, las células no son muy relevantes por sí solas, sino como parte de sistemas enormemente complejos, para los cuales la muerte de una célula o en realidad, de millones de células todos los días, no es más que parte normal de sus procesos. Como dicen en inglés: “business as usual”.

El doctor Taleb observó durante sus carreras en medicina y finanzas, cómo los materiales pueden ser frágiles, pero los sistemas autónomos que forman (entendiendo también la economía o la sociedad como sistemas autónomos, porque no están comandados de forma consciente por una sola entidad o comité) tienden a ser mucho más robustos. Los factores externos de estrés que perturban u hostigan al sistema, causan cambios y ajustes que le permiten a ese sistema, no solamente reponerse de la perturbación, sino que, en casi todos los casos, lo ayudan a fortalecerse o mejorar de algún modo.

Esto es diferente al concepto de resiliencia, porque como dije antes, resiliencia significa “rebotar”, volver al estado original. La naturaleza hace mucho más que volver al estado original, los sistemas complejos autocontrolados tienden a adaptarse, fortalecerse y hacerse más eficientes ante disrupciones externas, a este fenómeno, por falta de un término más adecuado, Nassim Taleb lo llamó “Antifragilidad”.

Taleb buscaba un antónimo perfecto para fragilidad, pero las palabras posibles que nos ofrece el diccionario: robustez, elasticidad, fortaleza, adaptabilidad o la famosa “resiliencia”, apenas describen parte de lo que significa “inverso de frágil”. Estas palabras aluden a la resistencia a la agresión externa o a la capacidad de restaurarse, pero antifragilidad es algo que va mucho más allá. Un sistema antifrágil no solamente resiste sino mejora bajo estrés, de hecho, un sistema antifrágil requiere estrés para prosperar.

Los ejemplos los podemos ver en todas partes: cuando un fisiculturista entrena con pesas, somete a su cuerpo a un elevado estrés, que, de hecho, lleva a las fibras musculares a fallar y reventarse. Este rompimiento de fibras, no es un efecto colateral sino el objetivo mismo del ejercicio, porque el cuerpo reemplaza esas fibras rotas con otras nuevas que son más gruesas y fuertes que las anteriores. Ese es el mecanismo detrás de la hipertrofia o crecimiento muscular. De allí que el lema de quienes entrenan es “no pain, no gain”: “sin dolor no hay ganancia”.

Otro ejemplo son las fracturas de huesos. Cuando el cuerpo suelda dos fragmentos de un hueso roto, el lugar donde se forma la juntura se convierte en la parte más resistente del hueso. Esto también sucede en la piel cuando una herida cicatriza. Puede que a nosotros una cicatriz nos parezca un indeseable efecto de la herida desde el punto de vista estético, pero para el cuerpo la cicatriz es ahora una región de la piel perfectamente funcional y de hecho más resistente. Algunas culturas también aprecian el valor simbólico de las cicatrices como trofeos de guerra o incluso como insignias de coraje y experiencia.

Existen muchas evidencias de que la mente humana es también un sistema antifrágil, que no sólo se beneficia de estar bajo estrés, sino que además anhela y busca ese entrenamiento a toda costa. Esa es la razón por la cual desde niños nos rebelamos en contra de las normas de los adultos y buscamos aventuras en lugares desconocidos, porque la mente necesita lo desconocido y difícil para desarrollarse.

Pero a medida que vamos creciendo y nos hacemos más conscientes de nuestra mortalidad, aumentan los miedos y con ellos nuestro sentido de fragilidad. Entonces empezamos a buscar formas de sentirnos cada vez más seguros en todos los aspectos de nuestra vida. Hasta cierto punto, esa búsqueda de seguridad es positiva y mejora nuestra calidad de vida, pero eventualmente se hace perniciosa y de hecho aumenta nuestra fragilidad, en lugar de disminuirla.

Ejemplos de los efectos de la sobreprotección en detrimento de nuestra antifragilidad es la economía: muchas medidas que se toman para hacernos menos vulnerables a las recesiones, el desempleo y otras crisis financieras, han terminado generando más crisis que las que trataban de evitar. Aquí podemos volver a mencionar las crisis financieras recientes: En la crisis de 2008 los gobiernos de casi todo el mundo se lanzaron a salvar a los bancos en quiebra para supuestamente evitar el desmoronamiento de la economía y en la crisis de la pandemia en 2020, el salvavidas fue para que miles de empresas no tuvieran que despedir empleados o declararse en bancarrota.

Estas parecen buenas intenciones, pero lo que se perdió de vista fue que las crisis también sacan lo mejor de nosotros. Muchas empresas que se enfrentan a una crisis aprenden a adaptarse, mejoran sus procesos, se hacen más eficientes, despiden empleados redundantes, reducen gastos y se esfuerzan por adaptarse, encontrar nuevos mercados y generar mejores productos.

Algunas de esas empresas van a fracasar en el intento y entrar en bancarrota, pero ese fracaso, si bien es una situación infortunada desde el punto de vista de la empresa, sus accionistas y empleados, desde la perspectiva de la industria y el mercado puede ser algo positivo: las patentes y productos de la empresa que desaparece suelen pasar a manos de otras empresas más eficientes y creativas, algunos empleados también se van con su experiencia a otras empresas y otros se convierten en emprendedores, creando empresas que en el futuro generarán más empleo. De hecho, se ha demostrado que las crisis económicas son los períodos en que más se incuban nuevos emprendimientos y nacen más empresas.

Llevando ese ejemplo nuevamente al cuerpo humano, nunca lloramos la muerte de nuestras células, de hecho, necesitamos que millones de células mueran a diario para que nuestros tejidos se renueven y vivamos saludablemente. Esto es, para generar antifragilidad. Cuando las células se niegan a morir y se reproducen sin control, sucede un fenómeno que multiplica exponencialmente nuestra fragilidad: a ese fenómeno, lo llamamos cáncer.

Con la vida humana sucede exactamente lo mismo que las empresas y las células: desde el punto de vista individual puede verse como una tragedia, pero desde el punto de vista de la comunidad, la sociedad o la humanidad como un todo, la muerte es necesaria y no solamente la muerte natural en la vejez, la muerte es el mecanismo mediante el cual la selección natural elige las características más eficientes de acuerdo al entorno de cada especie.

Cuando salgas a dar un paseo a la calle mira a tu alrededor y verás por todas partes los resultados de la antifragilidad de nuestra sociedad, derivada de nuestra fragilidad como individuos: Casi todas las características de seguridad de tu automóvil, las señales de tránsito, el material de las construcciones, el diseño de los aviones modernos, los protocolos contra incendios y el sistema judicial, todo eso se ha venido fortaleciendo año tras año gracias a la experiencia obtenida con los accidentes en los que cientos de miles de seres humanos han sufrido lesiones y fallecido. A través de esas tragedias comprendimos algo sobre la realidad del mundo que nos rodea y los principios que lo gobiernan.

Una vida antifrágil

Hablemos ahora sí entonces, sobre cómo aplica el principio de la antifragilidad a nuestra vida. Como dije antes, los seres humanos necesitamos la adversidad no como una prueba, para demostrarle a alguien que somos dignos o capaces, sino para entrenarnos de la misma forma en que nuestros huesos y músculos necesitan llegar a su límite para fortalecerse y crecer.

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Nuestro cerebro es un órgano increíblemente elástico y también responde de forma antifrágil a la presión externa. Muchas personas crecen y prosperan en entornos de incertidumbre o después de episodios trágicos como una enfermedad, una experiencia cercana a la muerte o una pérdida importante. Para esas personas, superar el evento y convertirse en alguien mejor, se convierte en una manera de dar un nuevo sentido a su vida y de cambiar la forma en que perciben la situación desafortunada para que ya no sea solamente un recuerdo desagradable, sino también la motivación o impulso para hacer un cambio positivo en sus vidas.

Pues esa visión es justamente la que yo decidí adoptar con respecto a la posibilidad de un evento trágico en el futuro: la certeza de que pase lo que pase, sin importar lo oscura que sea la noche, siempre habrá un nuevo amanecer y con él, una nueva oportunidad para construir algo nuevo, para conocerme de una forma diferente y conocer el amor de una nueva manera. Eso no es una promesa mística de ningún libro sagrado, ni el resultado de un análisis clínico. Es el resultado de una decisión personal, sobre la que no existe ninguna condición o excepción.

No quiere decir que lograrlo sea fácil, ni que todo quien lo intente lo logrará; pero es importante saber que es posible y que tienes la capacidad natural para lograrlo.  También es importante reconocer que la antifragilidad es una característica de sistemas complejos y no de individuos, por lo tanto, lograr un estado antifrágil y poder trascender un estado de infortunio hacia uno incluso más elevado al que se tenía antes del evento traumático requiere de la participación de una comunidad de apoyo formada por las personas con quienes se comparten vínculos de amor y con frecuencia, con profesionales de la salud mental, guías y mentores.

Introduje la palabra “trauma” porque también es importante saber que nuestro cerebro también cuenta con mecanismos de supervivencia que pueden dificultar mucho la recuperación después de un evento disruptivo. Este es el caso del estrés postraumático, que sucede cuando se desconecta parte de la conciencia de la persona para evitar enfrentar una realidad demasiado desgarradora.

En este caso en particular, es fundamental buscar apoyo de profesionales en psicología o psiquiatría, que sepan como tratar y orientar a personas con diferentes tipos de trauma, para destrabar el proceso de recuperación y crecimiento natural del ser humano.’

Desde el punto de vista de la Espiritualidad, una forma de ver la antifragilidad es entender la consciencia humana como la esencia divina que brilla dentro de cada Ser y que se empodera de su propio destino. De esa forma, esa chispa divina dentro de ti se niega a ver la calamidad como un castigo o una prueba y elige verla como un entrenamiento, un proceso de transformación al cabo del cual florecerá en tu vida como un nuevo nivel de consciencia, una octava de vibración más alta y mayor felicidad.

Vi una analogía muy hermosa a esta perspectiva en una película muy linda pero desgarradora que tal vez hayas visto: se trata de La Cabaña con Octavia Spencer y Sam Worthington. Esa película trata sobre el duelo de un padre por la muerte de su pequeña hija y muestra como ese padre viaja al reino del Espíritu donde conoce a Dios, a Jesucristo y otros seres divinos y a través de varias parábolas, le muestran al hombre como la muerte de su niña se convierte en el lugar donde nacerá y florecerá un hermoso árbol que será el centro del jardín de su corazón. Bueno, es una de esas películas que te hacen llorar, pero también sentir cosas bien bonitas por dentro así que, si no la has visto, te invito a hacerlo.

Y es que el duelo bien llevado es también un ejemplo magnífico de antifragilidad: dicen quienes han pasado a través de una pérdida y han logrado encontrarse luego del duelo más felices y en paz que antes, que el dolor y la ausencia nunca se van y por eso casi siempre devienen las lágrimas cuando vuelven a ese episodio: eso es fragilidad. Pero también dicen que llega el momento en aceptan su nueva realidad y son capaces de reconciliarse con su nueva vida y recordar con alegría la vida de esa persona que se fue: eso es resiliencia. Pero además cuentan que deciden mirar al futuro, encontrar nuevos propósitos y con el tiempo se dan cuenta que sí, el dolor y la ausencia siguen allí en el centro de sus corazones, pero alrededor de esa pérdida sigue creciendo su vida, sus relaciones y su amor, de tal forma que esa pérdida es cada vez una parte más pequeña de la vida, y la vida entonces se convierte en una celebración en honor de esa persona que se fue y que ahora hace parte de su propia existencia: eso es antifragilidad.

Para terminar, creo que la lección más importante sobre el pensamiento antifrágil es que nos invita a dejar de temer las pequeñas incomodidades de la vida y tomar una actitud más abierta sobre la incertidumbre: Conocer nuevas personas, viajar, aprender cosas nuevas, leer sobre temas que no nos interesan, ir a lugares sobre los que tenemos prevenciones o ideas negativas, probar de nuevo algo que siempre hemos rechazado, intentar algo para lo que siempre hemos creído que no somos buenos. En general, dar más pasos hacia lo desconocido, no necesariamente saltar al vacío. Todas estas acciones nos sirven para entrenarnos para una vida antifrágil, nos puede dar la capacidad de responder con más sabiduría y adaptabilidad a cualquier situación que la vida nos ponga por delante.

También es importante programar nuestra mente para la antifragilidad con afirmaciones positivas sobre nuestra capacidad de transformación. Decir cosas como “nunca serviré para tal cosa” o “eso si no sería capaz de tolerarlo o soportarlo”, o “si pasa tal cosa será el fin para mi” incluso si las dices en broma pueden crear condicionamientos que luego se volverán una carga consciente o inconsciente cuando necesites el impulso para salir adelante.

Por el contrario, yo te sugiero hablar siempre de forma positiva y optimista sobre ti misma, haciendo afirmaciones que te den seguridad. Recuerda que tu propia voz es la forma en que esa divinidad interior se expresa y manifiesta su voluntad. “Yo siempre encuentro un camino”, “No me voy a dejar ganar de eso”, “Pase lo que pase, siempre encontraré una forma de ser feliz.”

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