Última actualización el 2021-04-15
Los días siguientes fueron frenéticos, el compromiso con los mayores de la Sierra Nevada era que los miembros de la comunidad recibiríamos husos y poporos el siguiente viernes, nuevamente en la casa de Perseo, así que debíamos tener listos todos los elementos necesarios para el ritual. Esta fue una de las ocasiones en las que sentí que la comunidad de Pueblo Nación Muisca-Chibcha se movía como una unidad, una común-unidad: Se repartieron las tareas necesarias y siempre había voluntarios para todos los encargos.
Algunos tybas o varones de la comunidad fueron comisionados para viajar a las cercanas poblaciones de La Vega y Sasaima, y conseguir por lo menos cincuenta calabazos con la forma adecuada para convertirse en poporos. Otro grupo tenía que coordinar la compra y transporte de varas de chonta y volantes de piedra para hacer los husos de las mujeres.
La abuela Yanguma se encargaría de conseguir el algodón virgen y de preparar espiritualmente a las futuras hilanderas menos experimentadas, entre las que se encontraba Paula. Por otra parte, el abuelo Suagagua me pidió que lo acompañara a conseguir las conchas de mar, cuarzos, semillas y otros elementos que necesitaríamos más adelante para la aseguranza.
Un último grupo se encargaría de conseguir el hayu (hoja de coca) y la cal marina para los poporeros.
La logística funcionó a la perfección y el siguiente viernes en la noche nos encontramos nuevamente en casa de Perseo con todos los elementos necesarios para la ceremonia. Paula, incluso había viajado junto a la abuela Yanguma y otras mujeres de la comunidad, a la población de Facatativá para realizar una ceremonia de empoderamiento en mambe, que la abuela consideraba necesaria antes de que pudieran recibir sus husos.
La ceremonia de matrimonio de poporos y husos duró desde el viernes en la noche hasta el domingo, bien entrada la tarde. Durante todas esas horas, estuvimos concentrados en distintas actividades relacionadas con el proceso espiritual que estábamos llevando a cabo, pero también nos turnábamos para realizar los quehaceres de sostenimiento de un grupo tan grande de personas: cocina, limpieza, organización del lugar, etcétera.
La primera noche se dedicó principalmente a escuchar la palabra de mamo Andrés, quien compartió con nosotros la impresionante historia del pagamento de diez años del moyo de barro, la mística del trabajo con el poporo y el huso y algunas de las tradiciones y costumbres de los Arhuacos durante procesos como el que estábamos adelantando. La constante era que lo que fuera que nosotros hiciéramos, en la Sierra era diez veces más difícil de alcanzar, por lo tanto, debíamos sentirnos afortunados.
La expectativa de recibir mi poporo al día siguiente y la cantidad de historias y enseñanzas que estábamos recibiendo de los mayores, hicieron más llevadero el esfuerzo de pasar la noche en vela. Al día siguiente los trabajos comunitarios, la camaradería y el buen humor de mis amigos tybas mantuvieron el ánimo del grupo en alto, de tal suerte que cuando llegó la hora de sentarnos para recibir nuestros nuevos instrumentos espirituales, aún nos encontrábamos alegres y enérgicos.
Por fin, volvimos a sentarnos en círculo, primero las parejas ya conformadas y después los solteros de la comunidad. Después de algunas recomendaciones de última hora sobre la importancia del rito que estábamos realizando y la responsabilidad que recaía sobre nuestros hombros, los abuelos pasaron con los calabazos, chucunos y husos para que cada uno eligiera aquel con el que sintiera una conexión inmediata.
Tomé un calabazo de buen tamaño y el chucuno más recto que vi. Paula tomó un huso con el volante de piedra con los grabados que más le agradaron y permanecimos sentados esperando instrucciones adicionales. Una vez todo el grupo recibió sus elementos, el abuelo Suagagua tomó la palabra y como si se tratara de un ministro oficiante, presentó ante el cosmos los nuevos poporos y husos que acababan de ser entregados y decretó que a partir de ese momento, los espíritus de esos elementos ascendían a los mundos sutiles como pareja espiritual indisoluble y eterna:
– “Sus husos y sus poporos quedan en matrimonio sagrado en el Cosmos, ustedes verán si mantienen esa unión aquí en la tierra o si prefieren embolatarse.”
Paula y yo nos tomamos de la mano con fuerza mientras el abuelo decía esas palabras y nos miramos confirmando que ambos anhelábamos que no solamente la unión de nuestro huso y poporo fueran eternas, sino también la de nuestras vidas y nuestras almas. Luego nos dimos un beso y nos despedimos por unas cuantas horas cuando los abuelos nos separaron por sexos con el fin de instruirnos en el uso de nuestras nuevas herramientas.
Saliva que arde
Cuando llegó el momento de usar mi poporo por primera vez, saqué de mi mochila una bolsa en la que tenía la porción de hayu que los abuelos me habían dado. Era un manojo grande de hojas de coca previamente tostadas, aunque aún de color verde y partidas en trozos pequeños. Llevé a mi boca una pequeña porción que tomé con la punta de mis dedos, y la ubiqué a la izquierda de mi boca, entre mi mejilla y mis molares.
Luego, siguiendo las instrucciones del abuelo Nemequene, vertí una parte de la cal de conchas marinas que me habían entregado en el fondo del calabazo. El siguiente paso, que era el que menos me agradaba, consistía en chupar una pinta de ambira, la cual extraje del frasquito negro con la punta de mi meñique derecho. No pude evitar el gesto de desagrado que usualmente me sobrevenía al sentir el fuerte sabor de la nicotina y procedí a chupar la punta del chucuno, tratando de que éste se untara no sólo de saliva sino también de zumo de coca y ambira.
Terminada la formación de la parte fecundadora, inserté el chucuno entre el calabazo, dejé que se impregnara con la cal que estaba en el fondo y luego utilicé el chucuno a manera de palustre para embadurnar la amarillenta cal mojada en el cuello del calabazo. Mi corazón latía con fuerza, era el primer pincelazo de oro cósmico que imprimía en mi propio poporo.
Los abuelos y el mamo Andrés observaban sonrientes la escena de nuevos poporeros conociéndose con su nueva “esposa espiritual”, título con que los sabedores reconocen al poporo, el cual, según ellos tiene espíritu femenino, tal como el huso tiene espíritu masculino.
La tarea me pareció agradable y estar allí poporeando con mis compañeros de comunidad mientras escuchábamos las sabias enseñanzas de los mayores, era un sueño hecho realidad. Me imaginaba las experiencias mágicas que me proporcionaría el poporo y lo genial que sería cuando mi calabazo exhibiera un grueso collar de cal dorada.
Mientras mambeábamos y poporeábamos, seguíamos ingieriendo ambira, chupando el chucuno, introduciéndolo entre la cal y pintando el calabazo, cuando después de un par de horas empecé a sentir un pequeño ardor en la parte interna de mi mejilla, cerca de la comisura de la boca. Al principio no le presté mucha atención, pero poco a poco el ardor se intensificó hasta que no pude seguir poporeando más. Entonces me di cuenta de que había unos pequeños puntos de sangre sobre la cal que había en el chucuno.
No era el único que estaba teniendo problemas para poporear. Varios de mis amigos también se quejaron de haberse quemado la boca y cuando los abuelos los escucharon no ocultaron su burla. Al parecer, quemarse con la cal es parte del rito de iniciación con el poporo, y les sucede a casi todos los principiantes, mientras aprenden a aislar de alguna forma la cal viva de la piel de la boca.
Además del ardor, ese día no sentí ninguna otra sensación al poporear. Pensé que la mezcla de ambira con hayu y cal produciría algún estado alterado de consciencia, pero no fue así, o al menos no lo pude notar, pero me comprometí conmigo mismo a seguir trabajando con mi nueva herramienta hasta que lograra alguna de esas experiencias que tantos poporeros habían compartido.
Así transcurrió la segunda noche y el día final de la ceremonia de entrega de poporos y husos, soportando el dolor de la boca, tratando de aprender a mezclar los ingredientes, calcular la proporción precisa de cal y la mejor manera de pintar el poporo mientras escuchábamos palabra de los mayores. Paula por su parte intentaba sin mucho éxito hilar el algodón de tal forma que la hebra resultante fuera continua y de calibre consistente.
Una anécdota del evento sucedió el último día del encuentro cuando los abuelos estaban en la cocina haciendo una preparación en el famoso moyo de barro que el mamo Andrés había fabricado durante su pagamento de diez años. En un desafortunado movimiento, algún ayudante en la cocina empujó el moyo de la estufa y éste se vino abajo con la preparación de yerbas aromáticas que contenía. El abuelo Suagagua que estaba cerca, se lanzó a impedir que el moyo se estrellara contra el piso, salvándolo de terminar hecho añicos por un codazo muisca y, según dijo, a lo mejor salvando a Bogotá de quedar hecha añicos por el terremoto que el moyo supuestamente evitaba.
La preparación de la aseguranza
Después del agotador fin de semana, el trabajo de la comunidad, especialmente de las parejas, no había hecho más que comenzar. La entrega de poporos y husos había sido apenas el primer paso de la construcción de la aseguranza ancestral. Hasta ese momento yo pensaba que la ceremonia principal era la que habíamos tenido en casa de Perseo, pero los abuelos nos explicaron que la aseguranza es mucho más que el huso y el poporo. Eso, lo comprobaríamos durante las siguientes dos semanas.
La primera parte del proceso consistió en tejer: hombres y mujeres tuvimos que sentarnos a aprender, los que no sabíamos cómo hacerlo, o a practicar quienes tenían idea. Creo que mi mamá fue la que más se sorprendió cuando le pregunté dónde podía conseguir lana blanca y aguja de croché. Paula tampoco sabía tejer así que los dos nos convertimos en aprendices de tejedores bajo la mentoría de mi madre. La tarea era tejer dos mochilas medianas, con suficiente capacidad para guardar en ellas medio kilo de arroz. El tejido, además, debía ser tan apretado que pudiera contener harina y su asa debía ser suficientemente larga y resistente para portarla sobre el hombro.
Además de estas dos mochilas, cada uno de los postulados a recibir aseguranza, debíamos tejer doce mochilas pequeñas. Cada una de estas sería como una versión en miniatura de las dos anteriores, de unos seis o siete centímetros de alto por cinco de ancho y con una pequeña asa para que fuesen mochilitas y no bolsitas.
Tejer resultó ser una actividad muy entretenida. Recuerdo los largos ratos de mambia con la comunidad sin humo de tabaco ni sopladas de hoska por la nariz. Todos tejiendo sus mochilas blancas y conversando animadamente. También hubo que dedicar tiempo en casa para hacer la tarea porque a los pocos días nos dimos cuenta de que, debido a nuestra falta de pericia en el tejido, la labor iba a tomar mucho más tiempo del que creíamos.
El siguiente fin de semana, los abuelos nos citaron a un lugar muy especial para los muiscas: un claro del bosque en el parque Mirador de los Nevados, al lado de un viejo árbol al que llamábamos “el abuelo”. En el lugar nos esperaban los abuelos, incluyendo a Xieguazinsa. Pensé que íbamos a escuchar palabra sobre el tejido o sobre la aseguranza, pero en cambio, había más trabajo de manualidades para nosotros:
– “Hoy tenemos que empezar a crear los elementos de la aseguranza, así que tienen que sacar ese talento de artesanos muiscas que llevan en la sangre”, sentenció el abuelo Suagagua.
Cada uno de nosotros tenía que tallar una serie de miniaturas en madera, que representaran lo más fielmente posible un arco con sus flechas, un bastón, una lanza, una máscara, una silla, un atado de leña, un pequeño poporo y un pequeño huso. Además, cada candidato a recibir la aseguranza recibió una semilla de chocho (Ormosia coccinea), un cuarzo, una concha, una semilla de ojo de buey y una pequeña caracola de mar. Todos estos elementos serían importantes luego para construir la aseguranza.
Tres días y dos noches
Ese fin de semana, después de pasar muchas horas tejiendo y tallando, llegó la hora de completar nuestro ritual de aseguranza de la Sierra Nevada. La cita era en la finca “Sol Naciente”, mencionada anteriormente, que quedaba en el municipio de La Vega y que era propiedad del polémico taita Orlando Gaitán, quien algunos años más tarde sería condenado a 19 años de prisión por violación de tres menores de edad en incapacidad de resistir.
En ese momento, el taita Orlando, había acogido en su finca a los mamos de la Sierra Nevada para que llevaran a cabo su misión de entregar la aseguranza a los Muiscas, y para otros intercambios de saberes entre los indígenas de la Sierra y su comunidad indigenista de tomadores de yagé conocida como la Fundación Carare.
En esos días, las actividades non-sanctas del taita Orlando no se conocían públicamente y la imagen de Gaitán era la de un benevolente curandero y sabedor de yagé, que había logrado fama a nivel nacional después de recibir un premio que supuestamente se considera Nóbel alternativo de la paz, por su liderazgo comunitario al frente de comunidades campesinas en medio de la violencia. Luego se supo que el premio no lo recibió Gaitán, sino una asociación de trabajadores campesinos Carare, de la cual el taita hacía parte.
De cualquier forma, nosotros nunca llegamos a ver al taita Orlando en la finca, aunque su presencia e influencia sí se respiraba en el lugar. A nuestra llegada, fuimos guiados a una de las grandes malocas dispuestas para las ceremonias de yagé que se realizaban en la finca. Allí encontramos un buen número de butacas y sillas y los mayores Muiscas y Arhuacos en el centro de la maloca. Nos acomodamos en un par de sillas en la periferia del lugar y como buenos colombianos, procedimos a terminar a las carreras y con poco esmero, nuestro fallido emprendimiento artesanal.
Mientras completábamos nuestras mochilitas y figuritas, el abuelo Xieguazinsa nos hablaba sobre el trabajo de los mamos en los nueve nevados, las cuatro comunidades guardianas de cada nevado y las profecías ancestrales que estábamos cumpliendo con nuestro trabajo de esas noches. Luego vinieron las indicaciones prácticas de cómo organizar todos los elementos que habíamos construido en esos días: cada elemento recibido y cada objeto tallado debía insertarse en una de las pequeñas mochilas que habíamos tejido. Mientras el abuelo nos iba indicando qué objeto ir empacando, nos contaba su significado espiritual y cuál debía ser el trabajo interno a realizar con cada uno de ellos.
Así pues, la semilla de chocho representa el corazón, por lo cual, debía guardarse en una mochilita atada a otra en la que pondríamos una mota de algodón virgen que representa el espíritu. De esa forma, crearíamos una conexión entre nuestro propio corazón y nuestro camino espiritual. Los otros elementos cuidarían una parte de la vida del asegurado: el atado de leña y el bastón aseguraban que siempre tendríamos trabajo y apoyo en el momento que lo necesitáramos. Una pequeña lanza y un arco con sus flechas en sendas mochilas representarían la aseguranza de nuestra capacidad de obtener alimento y protección. La máscara y la silla, cada una en su mochila, cuidarían que siempre encontráramos asiento en el lugar del cosmos que nos corresponde y protegidos del mundo de las apariencias. La concha y la pequeña caracola representan el balance del femenino y el masculino en su versión infantil y el poporo y el huso en miniatura como su contraparte adulta.
Una vez que terminamos de poner todos los elementos en sus mochilas, el mamo Andrés inició la ceremonia propiamente dicha. Nos dijo que teníamos que recoger nuestra placenta. Los indígenas tienen la costumbre de sepultar la placenta a los pocos meses del alumbramiento, pero en las ciudades lo más común es que se incineren o se tiren a la basura. En mi caso, ni siquiera sabía qué habría sido de mi placenta y probablemente mi mamá tampoco tenía ni idea. Sin embargo, el mamo explicó que lo haríamos de forma espiritual, con la imaginación creativa, conectándonos con el espíritu de la placenta dondequiera que se encontrara.
Supuse que se habría tirado en algún basurero detrás de la clínica, donde a su vez habría sido recogida y transportada a algún relleno sanitario municipal. Allí seguramente se habrá podrido y terminado en el sistema digestivo de aves de rapiña, gusanos y bacterias. Transformado luego en materia orgánica que habrá dado lugar a nueva vida vegetal con la que muchos seres se habrán alimentado luego. Siguiendo las instrucciones del mamo, me imaginé luego revirtiendo todo ese proceso, retornando la materia y energía de todos los rincones de la Tierra a mi placenta olvidada en el basurero. En mi mente se materializó una placenta violácea que transporté con el poder de la imaginación a un sitio de poder escogido por mí. El lugar elegido fue la finca de mis abuelos en la vereda de Guane, del municipio de Fómeque en Cundinamarca. Hasta allá llegó mi placenta imaginaria y la planté con cuidado en un pequeño claro de árboles en una de las pequeñas montañas que delimitan la propiedad.
Agradecí a la abuela placenta por traerme a este plano de existencia y le pedí que, desde allí, en su nueva ubicación astral, se conectara con mi nueva aseguranza y mi poporo para asistirme en el camino que emprendí un diez de diciembre de 1979.
Luego de recoger nuestra placenta, vino el trabajo de husos y poporos, el cual ocupó el resto de la noche. La experiencia era tan novedosa y agradable que vimos el amanecer casi sin darnos cuenta de que no habíamos pegado el ojo. De día participamos en los oficios de la comunidad, charlamos con los abuelos y comimos comida sin sal ni carnes. En la tarde, regresamos a la maloca a continuar con el trabajo de la aseguranza.
Cuatro por Cuatro
La segunda noche de trabajo de la aseguranza transcurrió nuevamente con hoja de coca y ambira en mi boca, adhiriendo cal ensalivada en mi calabazo. Paula, mientras tanto, seguía tratando de adquirir la destreza necesaria para crear una hebra continua a partir de su madeja de lana virgen. Las pequeñas mochilas con los elementos de la aseguranza reposaban entre una mochila mediana que llevábamos terciada sobre el pecho y mientras trabajábamos en el huso y el poporo, el mamo Andrés nos explicó la parte final de la aseguranza:
Esa noche haríamos un largo pagamento, recorriendo la geografía colombiana, nuevamente con el poder de la imaginación. El pagamento, como expliqué en un capítulo anterior, es una ceremonia ancestral en la que a través de un performance, el practicante reconoce la necesidad de brindar contraprestación a la naturaleza, por todo aquello que tomamos de ella para nuestro beneficio.
En este caso, haríamos un viaje imaginario a cada uno de los nueve nevados mayores del territorio nacional y en cada uno, ofreceríamos nuestro trabajo con husos y poporos como pagamento no solamente por lo que tomamos personalmente de la naturaleza, sino por lo que los abuelos materiales y espirituales que custodian cada nevado, toman para sí. La logística del pagamento me llamó la atención ya que era más compleja que la de otros pagamentos que había realizado antes en los que simplemente decíamos en voz alta aquello por lo que pagábamos, como si se tratara de una oración de agradecimiento.
Según la explicación del abuelo Xieguazinsa, en cada nevado, teníamos que manifestar en voz alta nuestro pagamento por cada elemento de la aseguranza, cada tipo de alimento y cada recurso natural que recordáramos, aludiendo a cada uno de los cuatro elementos: agua, fuego, tierra y aire, de los que según los indígenas se compone toda la materia. Además de eso, según los sabedores de la Sierra, cada uno de estos elementos existe en forma potencial dentro de los otros tres elementos, además de su propio reflejo. De modo que, en cada nevado, manifestaríamos nuestra voluntad de pagar por un listado de probablemente 40 o 50 elementos, cada uno de ellos en forma de agua de agua, agua de fuego, agua de tierra y agua de aire. Luego, en forma de fuego de agua, fuego de fuego, fuego de tierra y fuego de aire y así sucesivamente.
Según mis cuentas, el pagamento completo habría implicado mencionar en voz alta el pago de 4 elementos por 4 elementos por 40 ítems por 9 nevados, para un total de más de 5,000 frases. Al cabo de una hora mas o menos de esta compleja retahíla mística y conscientes de que no nos alcanzaría la noche – y probablemente tampoco el día siguiente – para terminar con el pagamento, el mamo accedió a la propuesta del abuelo Xieguazinsa de simplificar el tema de los 4 elementos, diciendo simplemente “Pago el agua de Huicán en cuatro por cuatro”.
Gracias a la oportuna álgebra espiritual, el pagamento duró apenas un par de horas y con él, dimos por terminada la construcción de nuestra aseguranza y la consumación espiritual del matrimonio entre mi poporo y el huso de Paula. Vimos amanecer nuevamente, sin haber dormido apenas por lapsos de algunos minutos y aunque ya en ese momento Paula y yo estábamos vencidos por el cansancio, también nos sentimos orgullosos de haber completado esa maratón espiritual, que como se recordará, no inició en la finca del taita Orlando, sino semanas antes en casa de Perseo y que nos implicó muchas horas de trabajo de tejido y talla.
La luz del amanecer también nos trajo, como si se tratara de una epifanía, la comprensión de lo que habíamos hecho realmente durante todos esos días: Con el poporo y el huso, recibimos unas herramientas que representan la labor que une nuestra humanidad con lo divino: la procreación y el tejido, que son arquetipos de creación consciente y trabajo de pareja como núcleo de la construcción de comunidad. Luego tuvimos que tallar con nuestras propias manos pequeños símbolos de muchos aspectos de la vida como la infancia, la pareja, el trabajo, las apariencias, el propósito, el alimento, la visión, etcétera. Cada uno de esos símbolos tenía que guardarse en mochilas tejidas por nosotros mismos, es decir, protegidas por los hilos de nuestro trabajo espiritual, puntadas que representan cada decisión que tomamos durante nuestra vida.
Todos esos símbolos del trabajo espiritual tenían que conectarse con nuestra placenta, que es en sí misma una mochila en la cual se plantó la semilla de la que provenimos y donde espiritualmente llevamos los elementos de los que se forma el trabajo espiritual. Con esa mochila llena de significados viajamos a los nevados, que representan la conexión con la Tierra, para reconocer y agradecer lo que de ella tomamos todos los días para llevar a cabo nuestro trabajo.
La aseguranza es la vida misma, representada en símbolos sensibles que tuvieron que ser forjados con nuestras propias manos para entender el valor y la importancia de cada aspecto de la vida, pero sobre todo para comprender que la espiritualidad se basa en el trabajo, el esfuerzo que implica mantenerse despierto a pesar del cansancio y la humildad de reconocer que todo lo que tomamos de la Tierra tiene un precio que debemos estar en disposición de pagar.
Con frecuencia pienso en la mochila que contiene mi aseguranza y la veo como una conexión con mi origen, mi territorio y mi compañera. Creo además que me protege, ya que las enseñanzas que recibí al levantarla, se han integrado a cada uno de los aspectos de mi vida representados por esos pequeños objetos. Cuando construimos nuestra aseguranza, construimos la vida que deseábamos vivir a partir de ese entonces y una década después, puedo decir que he visto florecer a nuestro alrededor lo que sembramos en esas noches de medicina, palabra y tradición.