Última actualización el 2020-10-21
Incluso, en uno de mis tantos intentos desesperados por recuperar el amor de mi esposa, algunas semanas antes a mi despertar místico gracias a la marihuana y a mi bautismo en la Sierra Nevada, le había implorado a Angélica que aceptara ir conmigo a consultar a una anciana de quien se decía que tenía dones de clarividencia y que con seguridad podría ayudarnos a ver si habíamos sido víctimas de algún ataque sobrenatural.
Tal vez motivada por la curiosidad más que por tener la mínima intención de regresar conmigo, Angélica accedió a acompañarme a consultar a la anciana de quien ya no recuerdo el nombre. Fuimos una calurosa tarde y encontramos el lugar en un barrio pobre de Santa Marta. Era una casa humilde de una sola planta, mucho más larga que ancha como suelen ser las casas viejas de esos barrios. Allí nos recibió la agradable anciana con un ademán para que nos adentráramos en la vivienda.
Después de una breve introducción en la que con seguridad notó con claridad mi afán por remendar la convaleciente relación y el poco interés de mi acompañante, la señora invitó a Angélica a un rincón de la habitación en la que tenía imágenes y estatuillas de santos, veladoras y una Biblia. Allí le pidió que leyera un largo rezo y que al cabo de hacerlo, cerrara los ojos y se pusiera en oración. Luego me llevó frente a un afiche grande con una imagen del Sagrado Corazón de Jesús que dominaba el lugar y me dijo que yo tenía una protección muy poderosa del Sagrado Corazón, que no me pasaría nada malo gracias a ello y que debía ser muy agradecido. Luego me entregó también a mí, una oración y me pidió que la leyera en voz baja de frente a la famosa imagen en la que Jesucristo toca con suavidad un corazón refulgente y rodeado con una corona de espinas en el centro de su pecho.
Después de un rato, tomó una camándula en sus manos y se sentó al lado de donde me encontraba de pie, cerró sus ojos con fuerza y comenzó a mascullar alguna especie de oración ininteligible. De pronto, pasados algunos minutos, estiró una mano y me jaló del brazo con algo de brusquedad, sacándome de la concentración en la que me encontraba. Me hizo una seña dándome a entender que no fuera a llamar la atención de Angélica. Entonces la señaló, me miró a los ojos y gesticulando al tiempo con su mano y su rostro, me dio a entender que Angélica no era la persona para mí.
Una vez terminamos las oraciones la anciana nos dio su diagnóstico. Dijo que una mujer sin escrúpulos nos había hecho un “trabajo” con tierra de cementerio y que era algo muy fuerte. Que lo que habían hecho era para verla a ella convertida en una indigente, perdida en el alcohol y de pronto hasta para que se suicidara. También dijo que con ese trabajo le habían puesto a ella un velo sobre el rostro para que no me pudiera ver, que si queríamos restablecer la relación, había que hacer un “tratamiento” para retirar ese velo.
Sobra decir que Angélica no creyó en que sus decisiones provinieran de alguna interferencia externa, pero dijo que no le sorprendería que Nátaly hubiera acudido a la brujería para tratar de hacerle daño. Por mi parte, no sabía qué pensar ya que de un lado, la idea de que todo se pudiera solucionar con algo de magia me generaba una vaga esperanza, pero por otra parte, las palabras que la vidente me dio mientras estuvimos a solas, destruían esa ilusión: Antes de despedirnos de la anciana, Angélica se retiró un momento al baño y la vidente aprovechó para decirme otra parte de su diagnóstico:
“Esta mona no es mujer para ti, ella quiere es andar con uno y con otro, ¡deja que se vaya! Yo a ti te veo con una mujer así monita y blanquita, pero no es ésta. Además te veo en otro país, Canadá me pareció, o Estados Unidos. Y te veo en una casa bonita y grande, con dos niños pequeños.”
Catorce años después mientras escribo este libro, aún me impresionan esas palabras ya que hasta el momento es la profecía más exacta que algún desconocido me haya hecho, además de haberlo hecho con sorprendente exactitud. Hoy en día vivo en Canadá, tengo una bella esposa de piel blanca y cabello castaño claro, vivimos en una casa y tenemos dos hijos pequeños, aparte de mi hija Ana María. En aquel entonces, ni siquiera consideraba la posibilidad de vivir fuera de Colombia y ciertamente no creía poder ser feliz con ninguna otra mujer que no fuera Angélica.
Santería
Regresé a Bogotá en septiembre de 2006, después de casi siete años viviendo al lado del mar, descubriendo la vida y cometiendo algunos errores que por fortuna no habían causado consecuencias irreparables. Sin embargo, las recurrentes pesadillas y una sensación “rara”, como de estar siendo perseguido, me hacían pensar que algo no estaba bien dentro de mí.
Mi mamá, que como lo he narrado es a la vez católica ferviente y creyente en lo sobrenatural, coincidía con la vidente en que “la otra” me había hecho brujería y aunque nunca tuvo a mi exesposa en mucha estima, consideraba lamentable lo que ella había tenido que atravesar, aunque por supuesto mucho más, lo que yo estaba viviendo. Ella me contó que un sobrino había acudido a un brujo sabedor de santería para quitarse de encima una brujería que supuestamente le había hecho un socio de negocios. Su caso, al parecer, había sido mucho más grave que el mío ya que se había enfermado físicamente y se había encontrado más de una vez como un ente, saliendo de la casa y conduciendo sin rumbo fijo por horas.
Hice, sin dudarlo, mi segunda visita a un brujo en menos de un año, esta vez en Bogotá, en un barrio de clase media-alta y en una casa mucho más imponente que la de la señora vidente. El brujo se hacía llamar “Hermano Juan” y era un hombre delgado de unos 35 años con barba escasa y vestía de blanco de pies a cabeza, incluyendo un extraño turbante que portaba. Me invitó a un pequeño consultorio en el que después de escuchar los síntomas que le narré, dispuso en la pequeña mesa que nos separaba, de una baraja de tarot de Marsella.
Después de los consabidos pases rituales y pedirme que participara en la baraja de los naipes, comenzó a poner las cartas en forma de cruz y mientras lo hacía me iba diciendo lo que “veía”. Coincidió con la vidente en que me habían hecho brujería, pero a diferencia de ella, me dijo que el trabajo se había hecho cerca al mar, probablemente enterrando una foto mía o alguna otra pertenencia. También me dijo que me habían dado a beber algún tipo de pócima, cosa que yo no recordaba, pero tampoco podía descartar.
La cura para liberarme de aquel maleficio tomaría algunos días y por supuesto una buena cantidad de dinero. Tendría que participar de una ceremonia que tenía que hacer yo mismo en un cruce de caminos a medianoche, reventando cinco cocos contra el piso. Otro día, tendríamos una sesión de santería y finalmente una liberación con pólvora blanca.
El ritual de los cocos lo hice aprovechando el ruido de la pólvora y el desorden de la noche de navidad de ese año y la verdad me sentí un poco tonto de lo que estaba haciendo pero aun así cumplí con la tarea, con tal de quitarme de encima el embrujo que me había ganado por sinvergüenza. A los pocos días volví a la casa del “hermano Juan” por las otras dos ceremonias.
Para la primera de ellas, el brujo me llevó al tercer piso de la casa, donde tenía una especie de templo dedicado a la santería, que se me hizo un poco macabro. El lugar estaba lleno de imágenes de santos, extrañas figuras humanoides, rocas de distintos tamaños, cruces, artículos indígenas y muchas veladoras. Me hizo sentar en una silla de plástico situada en el centro de la oscura estancia y comenzó a hacer extraños cánticos e invocaciones en los que mezclaba el español con palabras en lenguas que no logré comprender.
De pronto tomó una botella de aguardiente que tenía algunas yerbas de distintos tipos mezcladas con el licor y la apuró, pero sin ingerir la bebida, sino que como si se tratara de un rociador humano, me escupió la mezcla en repetidas ocasiones. Luego me pidió que me situara de frente a un altar que tenía más imágenes, veladoras y rocas pero además algunas conchas, frutas y una imagen de la deidad yoruba Yemayá.
De forma similar a lo que hizo con el aguardiente, el brujo me sopló repetidas veces con el humo de su tabaco mientras entonaba cánticos y conjuros cada vez más inquietantes con los que pedía que se revelara el nombre de quien me había hecho la brujería. Entonces me mostró su tabaco y no sé si habrá sido por la sugestión del momento pero recuerdo que noté como se habían formado con bastante claridad un par de letras en uno de los costados del cigarro. Eran trazos formados por la combustión de la hoja de tabaco pero yo podía ver con claridad “C A”
Le pregunté qué querían decir y me dijo que eran las iniciales del nombre de la persona que me hizo el “trabajo”. Yo habría esperado ver una “A” y una “N” si se trataba de la persona que yo siempre había creído que había sido la autora del ataque, pero las letras que aparecieron y en ese orden sólo correspondían a una persona importante en mi vida durante esos años: “Carolina Angélica”.
Pero eso no tenía sentido, ¿o sí? Qué tal que hubiese sido Angélica misma quien tratando de alejarse de mi hubiera acudido a esas artimañas. La verdad, estaba cada vez más confundido pero lo único que quería era que las pesadillas y esa sensación de estar siendo perseguido terminaran. El brujo me dijo también que la persona que hubiera sido culpable pagaría con su vida por haberlo hecho. Entonces me alerté: la santería tenía fama de ser un tipo muy violento de brujería. Qué tal si al haber acudido a ella, estuviera yo conjurando un daño irreversible sobre alguien que a fin de cuentas había querido, quienquiera que hubiese sido la autora del maleficio.
Le pedí al brujo que deshiciera cualquier venganza, que mi interés era solamente liberarme del mal pero que no quería que le pasara nada malo a nadie. El “hermano Juan” sonrió con algo de sorna y me dijo que eso no era algo que pudiésemos controlar, que era la ley del karma y que el castigo lo manejan “arriba”. Siempre temí que al haber acudido al santero, pudiera haber causado algún daño a mi mismo o a otra persona y por eso me afectó tanto lo que sucedió algunos meses más tarde cuando me enteré a través de una red social que Nátaly había tenido un grave accidente automovilístico. Era extraño que alguien publicara fotos de suturas y yesos pero ahí estaban las imágenes. Al verlas me recorrió un frío de pies a cabeza y tragué saliva mientras le pedía a Dios que ese incidente no tuviera nada que ver con la ceremonia en la que había participado y que Nátaly se recuperara satisfactoriamente.
La parte final de la liberación con el “hermano Juan” resultó menos siniestra que la anterior, a pesar de que el prospecto de que involucrara pólvora me tenía nervioso: al menos, esta vez la ceremonia tenía lugar en un bello jardín interior de la casa y bajo un cielo descubierto. También fue más corta de lo que anticipé ya que básicamente sólo consistió en unos cuantos rezos mientras se quemaba un círculo de pólvora blanca que había en el piso, en el centro del cual me encontraba acostado. Lo único que sentí fue un suave calor recorriendo mi cuerpo a medida que la pólvora se quemaba a mi alrededor.
Le entregué al brujo los $600.000 que me había cobrado por el “tratamiento” y me fui de aquella casa, prometiéndome no volver a acudir a los servicios de un brujo ni tener nada más que ver con ocultismo. ¡Qué equivocado estaba!
He de decir que después de la liberación sentí mucha más tranquilidad que antes, las pesadillas cesaron -al menos por un tiempo- y emprendí mi nueva vida en Bogotá, viviendo con mis padres y mis hermanas, disfrutando de mi soltería y de un trabajo que me reportaba satisfacción profesional.
En 2007, cuando ya llevaba un año viviendo nuevamente en Bogotá, conocí a Lina, con quien tuve la relación sentimental más larga hasta el momento… ¡que no involucrara matrimonio ni embarazo! Era la oportunidad para darme cuenta si mi mala costumbre de la infidelidad había quedado atrás definitivamente. Al fin y al cabo, aquello había sido causado por la brujería de la cual me había liberado ya.
Tal vez no sea sorpresa que lo anterior no haya resultado así. Si bien, no me convertí en un mujeriego, simplemente no desaproveché las oportunidades que la vida me ofrecía. Mientras estaba en una relación formal con Lina me veía a escondidas con una exnovia, con una mujer casada en mi trabajo e incluso en un par de oportunidades ¡con la mismísima Nátaly!
Durante esos años, emprendí algunos negocios que tuvieron resultados mezclados: uno con éxito rotundo, otro con ganancias mucho más modestas y un tercero que fue un verdadero descalabro económico que no llegó a ser compensado por los dos anteriores y para el cual requerí una vez más que mis padres acudieran en mi ayuda. A ellos les debo el no haber terminado en bancarrota en esos años de despilfarro y decisiones financieras apresuradas.
También hice mis primeros viajes al exterior, tratando de conocer nuevos horizontes y abrir mi mundo, pero incluso en esto, también ignorando las medidas de austeridad que habría tenido que adoptar después de mis reveses en los negocios. Trataba de encontrar un sentido a mi vida pero me sentía andando en círculos que no llevaban a ninguna parte: estaba a punto de llegar a mis primeros 30 años sin estabilidad económica ni sentimental pero aún más importante: sin sentirme un buen ejemplo o siquiera una buena influencia en la vida de mi hija.
Mi relación con Lina terminó y sorpresivamente no fue por mis infidelidades, ya que al parecer me había convertido en un mentiroso aún más eficiente que antes sino por una total desconexión en nuestras formas de ver la vida. Pronto me encontré igual que un par de años antes: con compañías intrascendentes, deudas en el banco y sin encontrar un propósito para mi vida. También habían regresado las pesadillas y poco a poco volvió ese vacío en el pecho que sentí por primera vez luego de mi separación de Angelica.
Sin embargo, esta vez no fue por mi separación de Lina, que aunque fue dolorosa, no llegó ni de cerca a ser tan difícil como lo que viví en Santa Marta. Era una sensación de inconformidad conmigo mismo, de estar viviendo por vivir y de no tener un motivo para despertar cada día. En ese momento ya tenía claro que la respuesta no la encontraría en una Iglesia ni en el consultorio de un brujo.
Martín
Tuve la fortuna de conocer a Jairo Martín durante mis años en la Universidad de Telecomunicaciones y de inmediato formamos una fuerte amistad. Coincidíamos en nuestros gustos musicales, nuestro sentido del humor y mentalidad creativa. Habíamos partido nuestros caminos cuando me mudé a Santa Marta pero siempre nos mantuvimos en contacto y desde que regresé a Bogotá nos veíamos con alguna frecuencia.
En octubre de 2009, cuando me encontraba atravesando una nueva crisis existencial, recibí una llamada de Martín a mi celular. Llamaba a pedirme un favor pero no tuvo la oportunidad de hacerlo porque cuando me preguntó cómo me encontraba, me despaché contándole todo lo que estaba sintiendo y pensando: mis círculos emocionales, la aparentemente inalcanzable prosperidad económica, mis tormentosas pesadillas y la sensación de no tener un rumbo fijo ni un propósito para mi vida.
Martin me escuchó con paciencia e incluso olvidó por completo que me llamaba para pedirme ayuda con un posible trabajo para su hermana menor. En cambio, me preguntó “Manolo, ¿no será que a sumercé le hicieron brujería?” Le conté de mi ritual de santería un par de años atrás y me dijo “Yo creo que allá lo empeoraron. Si usted quiere quitarse esa vaina de encima, yo lo puedo llevar con la única persona que conozco que lo puede ayudar de verdad.”