Las cosas en mi vida marchaban muy bien. Mi relación con Paula continuaba fortaleciéndose y a pesar de nuestras diferencias con respecto a la forma de recorrer el camino espiritual, ella me apoyaba en mi intensa búsqueda de conocimiento con los muiscas y se había convertido en una ayuda inestimable para la formación de mi hija Ana María, que para entonces estaba empezando la difícil etapa de la preadolescencia.
Paula de vez en cuando me acompañaba a mis actividades con la comunidad Muisca y durante 2010 me acompañó a tomar Yagé en La Mesa un par de veces. Para Paula era suficiente con un par de tomas al año ya que la experiencia siempre la dejaba muy agotada físicamente y sobre todo porque ella sentía que ya había logrado “vomitar” muchos de sus miedos y cargas del pasado.
Yo por otra parte, cada vez estaba más fascinado con las visiones, las revelaciones y las respuestas que el Yagé me entregaba en cada ceremonia. En cada toma a la que asistía me deleitaba con las visiones de seres de otras dimensiones, la “pinta” o visiones caleidoscópicas que se formaban en el cielo, el pasto o los frondosos árboles frutales de la finca y otras experiencias.
Conociendo el miedo a otro nivel
Sabía que en cada toma tendría que experimentar en algún momento alguna experiencia desagradable. A veces era un recuerdo triste de la infancia, enfrentar un viejo miedo anclado en el subconsciente, pero a veces, se trataba de visiones sobre la maldad de la humanidad. Éstas últimas solían ser las más impactantes para mí ya que como narré al inicio de este libro, siempre me causó mucha aprehensión la capacidad del ser humano para la maldad y para infligir dolor en sus semejantes.
Durante una ceremonia, por ejemplo, el Yagé me hizo sentir el terror que debieron sentir las víctimas de la masacre de El Salado cuando estaban a punto de ser asesinados por los comandos paramilitares de las AUC en Los Montes de María en febrero de 2000. Este fue un terrible episodio de la violencia de Estado en Colombia, ejecutada por la ultraderecha en su campaña de terror contra la guerrilla en el Caribe Colombiano.
Aquel fatídico día, un grupo de unos 450 hombres pertenecientes a los bloques Norte y Héroes de los Montes de María, de las Autodefensas Unidas de Colombia, bajo el comando de alias ‘Jorge 40’ y alias ‘Cadena’, irrumpieron en la pequeña población aguacatera de El Salado. Después de cerrar las salidas del pueblo, los criminales procedieron a obligar a todos los habitantes a congregarse en la plaza principal, al frente de la iglesia.
Los paramilitares, asegurando que los pobladores eran miembros activos o auxiliadores de la guerrilla, llevaron a cabo una espeluznante masacre que duró por lo menos una semana. Durante los días y noches que duró la pesadilla, los hombres de ‘Jorge 40’ torturaron, violaron, decapitaron y desmembraron a más de 100 personas. Se cree que esta fue la peor masacre en la historia del conflicto armado en Colombia y sin duda uno de los eventos más diabólicos que han tenido lugar en el continente.
La monstruosidad de esos acontecimientos deviene no solamente del número de víctimas, sino de la sevicia y virulencia de los atacantes. Durante esos días infames, los asesinos escuchaban música a todo volumen mientras degollaban y descuartizaban, jugaban fútbol con las cabezas de sus víctimas y reían a carcajadas ante las súplicas de clemencia de los aterrorizados Salaeros.
La masacre de El Salado marcó el punto más hondo de depravación de la absurda guerra colombiana. Ya no solamente se asesinaba al enemigo para quitarlo del medio, sino que se deleitaban en el sufrimiento de las víctimas y evidentemente encontraban placer en sembrar el terror y acabar con la vida de personas inocentes, de las formas más atroces posibles.
En el abultado prontuario de las infamias ejecutadas por la humanidad, no es difícil encontrar hechos de violencia sin sentido. Sin embargo, en los episodios más oscuros de nuestra historia, como las guerras mundiales, genocidios, revoluciones y conquistas, matar parece ser un recurso práctico, ejercido para eliminar o dominar al grupo adversario. Con toda su perversidad, los conquistadores, Stalin, Hitler y Milosevic, mostraban total apatía por la vida de sus víctimas, pero no he encontrado evidencia de que disfrutaran de matar de la forma que los paramilitares colombianos lo hacían, y a menor escala aún lo hacen.
La historia del Salado me causó náuseas cuando la leí en una de las revistas de mayor circulación en Colombia, pero fue en una de esas primeras tomas de Yagé en las que participé en la Mesa, que pude dimensionar la tragedia humana individual que debieron vivir esos cientos de campesinos en medio de lo que debió ser uno de los peores infiernos que se pueden vivir en la Tierra.
En medio de mi trance, me sentí en el cuerpo de una joven mujer de unos 14 años, parada en medio de la cancha de fútbol del Salado. Durante los minutos que duró la experiencia, sentí como una eternidad, ese tiempo que transcurrió mientras todo mi cuerpo temblaba y solo podía ver mis manos con los dedos entrecruzados y mi largo cabello castaño cayendo sobre ellos.
Al fondo escuchaba el tableteo de los disparos de fusil, las monstruosas carcajadas de los asesinos y los espantosos gritos de terror de las otras víctimas. En mi mente no existía sino pánico y el deseo de desaparecer de ese lugar y reaparecer en cualquier otra parte. La certeza de la muerte precedida por quien sabe cuantos sufrimientos inenarrables brotaba de mi mente como ácido a punto de disolver la propia existencia.
No pasó mucho tiempo antes de que yo, de nuevo en mi cuerpo real, abriera los ojos espantado de esa visión tan terrible y me levantara cuanto antes del lugar en el que me encontraba, agradeciendo por haber podido salir de esa visión tan traumática y sintiendo un enorme dolor y respeto por las vidas y el sufrimiento de todos los que vivieron, sin merecerlo, ese infierno en vida.
El inicio de mi misión
Ese día sentí también mucha admiración por los líderes sociales y comunitarios que han estado trabajando desde entonces para sanar esa herida abierta de la historia de Colombia. También le pedí al Universo que pusiera en mi camino las herramientas para ayudar desde mis habilidades y posibilidades a luchar contra el sufrimiento que agobiaba mi país.
Por mi formación en tecnología y no estar involucrado con temas sociales, pensé que podría llevar a cabo mi misión de servicio con las personas que estuvieran a mi alcance. Los seres humanos estamos interconectados y formamos redes sociales y emocionales. Por lo tanto, si podía hacer llegar el mensaje de la medicina del Yagé y el conocimiento de la espiritualidad a las personas de mis círculos sociales y familiares, el mensaje tal vez se propagaría poco a poco y quizás algún día llegaría a las personas y grupos que más necesitan sanar su alma para liberar a Colombia de esa sed de sangre y sufrimiento.
Era de todos modos lo poco que estaba dispuesto a hacer sin tener que dejar de lado la tranquilidad de mi vida cotidiana, pero trataría de hacerlo de la mejor manera. Así fue que me convertí en un evangelista de la medicina ancestral y divulgador de la espiritualidad. Siempre me gustó narrar mi experiencia personal con la medicina y la espiritualidad y la forma en que el Yagé me había cambiado la vida.
Las personas que me escuchaban, usualmente amigos y familiares, usualmente me formulaban preguntas que revelaban su interés conocer el Yagé, o a veces, directamente me decían que tenían ganas de participar en una ceremonia algún día. Yo les compartía mi visión sobre la forma en que el Yagé opera en el cerebro y también su lado místico ancestral, cada vez más influenciado por el conocimiento que estaba adquiriendo junto a los abuelos Muiscas.
Empecé a enviar personas a las ceremonias de Yagé de La Mesa, no sin antes explicarles cuanto sabía y hacerles recomendaciones para aprovechar de la mejor forma la experiencia con el Yagé. Normalmente, cada vez que yo iba a una ceremonia, llevaba a una o dos personas que iban a recibir el remedio por primera vez. Noté que mi forma de hablar sobre el Yagé y la espiritualidad tenía un tono místico y motivador, similar al que se empezaba a imponer en el mundo del coaching, gracias a la influencia de Tony Robbins y Wayne Dyer.
A decir verdad, me sentí bastante cómodo con mi nueva faceta de coach espiritual – embajador del Yagé y empecé a caracterizarme como tal portando vestiduras blancas, manillas de colores, collares y eventualmente tomando la decisión de dejarme crecer el cabello. Todo esto fue también una forma de exteriorizar mi transformación interna y empoderarme cada vez más como lo que sentía, era mi verdadera vocación de servicio: ayudar a otros que como yo estuvieran buscando un punto de apoyo en la oscuridad, para que encontraran un camino en la espiritualidad y en el Yagé una luz para recorrerlo.
En cada toma de Yagé a la que llevaba nuevos asistentes, trataba de estar pendiente de mis invitados y brindarles alguna ayuda, aunque de acuerdo con las políticas del taita Fernando, solamente él y sus ayudantes oficiales podían intervenir durante las cinco o seis horas que duraba la ceremonia.
Después de unas cuatro o cinco ceremonias, sentí que había encontrado mi zona de confort: hablaba sobre el Yagé en la ciudad y llevaba amigos, familiares y conocidos a La Mesa donde yo aprovecharía para tener un nuevo encuentro con mi maestro milenario.
A pesar de experiencias difíciles como la que narré sobre la visión de la niña víctima de la masacre de El Salado, consideraba que ya había aprendido a “manejar” el Yagé y que el Yagé era especialmente magnánimo conmigo: me sanaba, me entregaba visiones y me permitía ayudar a otras personas.
En varias oportunidades, sentí durante las ceremonias, que yo tenía de alguna manera el poder para ayudar a las personas que había invitado. Los miraba desde cierta distancia y empezaba a sentir pensamientos negativos, miedo, confusión, náuseas u otras sensaciones y empezaba a “luchar” internamente, como lo había aprendido a hacer aquella tarde durante mi primera toma, cuando tuve que sacar de mi cuerpo a un porfiado demonio que se resistía a abandonar mi cuerpo.
Fue tal vez esta fijación por ayudar a los otros lo que hizo que, también bajo el efecto del Yagé, empezara a tener de vez en cuando, experiencias relacionadas con el sacrificio por los demás. En una oportunidad, por ejemplo, sentí una voz que me preguntaba si estaba dispuesto a dar mi vida por ayudar a la humanidad. Esa fue otra vez que abrí los ojos inmediatamente con el corazón desbocado. Recuerdo que hice una especie de oración y le respondí a esa voz interior que yo no quería tener que morir por nadie, pero que haría todo lo posible por ayudar en vida a todas las personas que pudiera.
En ese tiempo tuve otra experiencia similar, pero en ella no hubo una voz sino nuevamente la sensación de estar en otro cuerpo. En este caso, yo estaba moribundo colgando de una cruz y sentía el sol quemando mi rostro. La sangre proveniente de una corona de espinas en mi frente rodaba por mis mejillas y lo único que pasaba por mi mente eran plegarias a Dios pidiendo clemencia por la humanidad por su ignorancia e inconsciencia.
Purgatorio
La cuestión del sacrificio por los demás se convirtió en un tema recurrente en mis viajes enteogénicos y poco a poco empecé a hacer una fuerte resistencia a esa posibilidad. Cada vez que sentía ese llamado, sentía el apremio de sobreponer mi voluntad y no aceptar ningún tipo de pacto en el que tuviera que entregar mi sangre o mi vida por ayudar a desconocidos. Finalmente, de aceptar la validez del texto Bíblico, Jesucristo entregó su vida y difícilmente se puede argumentar que su sacrificio liberó al mundo de la maldad.
Aun así, me sentía dispuesto y con suficiente fuerza para ayudar a mis familiares y amigos a atravesar sus purgatorios psicotrópicos, con unas cuantas revolcadas en la yerba y un par de bocanadas de vómito. Fue así como en 2011, organicé un viaje más a La Mesa para encontrarme con el sagrado Yagé y llevar a algunos amigos a su primer encuentro con el Maestro.
Esta sería una ocasión muy especial, además, porque iban a asistir a la ceremonia Adriana, una gran amiga de mi trabajo, Tania, mi querida prima de quien hablé en el episodio sobre mi infancia y Gabriel, mi amigo de despechos y tertulias con Cannabis a quien mencioné en los Episodios “Macondo” y “Sierra Nevada”.
Tres personas muy cercanas a mi corazón y con necesidad apremiante de sanación para sus vidas y yo estaba allí para guiarlos y acompañarlos durante su experiencia. Mi objetivo era que encontraran las respuestas y sanación que buscaran y ayudarlos para que no tuvieran que pasar por un trance tan fuerte como el que yo había tenido que vivir en mi primera toma.
En particular, me preocupaba la situación de Gabriel, quien estaba atravesando serios quebrantos de salud causados por una lesión cervical que había sufrido años antes. Además de eso, tenía problemas económicos, diferencias con su hija mayor, su exesposa y otros asuntos. Para colmo de males, Mara lo había recibido en consulta y le había diagnosticado un trabajo de brujería, similar al del que yo me había liberado un año y medio antes.
La ceremonia dio inicio a las 10 de la mañana como de costumbre, yo me retiré a la parte baja de la finca, donde me sentía más a gusto, por haber sido el lugar donde había tenido mi despertar. Adriana, Tania y Gabriel se ubicaron en otras partes de la fina y así empezamos cada uno a vivir nuestro proceso con el elemental.
Ya he contado que usualmente los primeros minutos después de empezar a sentir los efectos de la Ayahuasca, tenía visiones de seres de otras dimensiones que preparaban mi cuerpo físico y energético para el viaje. La mayoría de las veces, yo sabía que el viaje estaba a punto de comenzar porque empezaba a escuchar una especie de mantra que sonaba algo así como un interminable mugido de vaca: “Mmmmmmmmmmmmmmm”. En esta ocasión, sin embargo, algo diferente y sorprendente me sucedió.
Habían pasado ya unos treinta minutos desde que ingerí el Yagé y aún no sentía ningún efecto. Ni mareos, ni visiones, ni mugidos ni alteración de consciencia. Nada en absoluto. De pronto un objeto blanco llamó mi atención en la periferia derecha de mi vista. Giré mi cabeza para ver más claramente y pude ver con total claridad, con exactamente el mismo nivel de realismo que los árboles o las personas que estaban allí, un becerro blanco echado sobre la yerba.
Habría pensado que se trataba de un animal de la finca o de alguna finca vecina, a pesar de que nunca antes había visto ganado en el lugar, de no ser porque el becerro tenía un gran número de collares de oro con piedras preciosas colgando en el cuello. También tenía diademas de piedras preciosas sobre la frente y sobre todo una presencia majestuosa. Algunos años más tarde vine a encontrar el mismo becerro frente a mi en forma de estatua de piedra, en el museo británico en Londres. Cual no sería mi sorpresa cuando lo vi en la sección de piezas provenientes de la India. Su nombre: Nandi, uno de los avatares del dios hindú Shiva, aquel resplandeciente Ser de piel azul grisácea que vi en el Jardín de flores amarillas que describí en el Episodio “Paula”.
La visión de Nandi duró casi un minuto, el suficiente tiempo para mirar a todos lados y comprobar que estaba totalmente despierto y para tratar de buscar una explicación para la visión que estaba teniendo frente a mí. No obstante, cuando estaba pensando levantarme para preguntarle a otras personas si podían ver al becerro blanco, mis ojos se fueron hacia arriba y me dejé caer en una de las experiencias más bellas que he tenido de preparación mística para el yagé. Esta vez no hubo seres angelicales sino espíritus de animales limpiándome desde adentro hacia afuera. En mi estómago una serpiente emplumada giraba, subía por el esófago hasta mi garganta y volvía a descender. La sensación era impresionante pero muy agradable.
Luego, poco a poco empecé a entrar en un profundo silencio en el que no había pensamientos ni sensaciones. No estaba dormido porque escuchaba todo a mi alrededor, pero no soñaba ni participaba en modo alguno en lo que percibía. Era simplemente presencia.
El ruido de la mente eventualmente regresó y me levanté del piso con la sensación de que mi trance de Yagé había sido demasiado corto, que necesitaba explorar más, llegar más profundo. Noté que Gabriel estaba caminando desprevenidamente cerca de donde me encontraba así que lo saludé:
– “Entonces qué loco, ¿cómo te fue, te cogió el Yagé?”
– “Nada Manuelito, estoy como si nada, ya me he tomado como tres cocados de esa vaina y no me hace ni cosquillas”
– “¿En serio? ¡Qué vaina tan rara! ¿Y qué te dice el taita?”
– “Me dice que tome otra vez, pero yo creo que yo paso, esa carajada sabe muy maluco…”
Lamenté muchísimo que Gabriel hubiese sido de las pocas personas que no sienten ningún efecto con el alucinógeno. Me extrañó además porque cuando teníamos nuestras tertulias con mariguana, él siempre manifestaba los efectos del cannabis en su organismo, desde la risa descontrolada hasta la alteración de consciencia.
Traté de consolarlo diciéndole que de cualquier manera el Yagé ya estaba dentro de él y lo ayudaría a sanar lo que tuviera que sanar. Aunque la verdad, no sé si yo mismo creí lo que decía. Siempre pensé que el valor del Yagé estaba en la posibilidad de entrar en su mundo astral de símbolos, selva y magia.
Infierno
Regresé a la maloca y le pedí al taita que me diera otra dosis de Yagé. Fernando tomó un pequeño calabazo, vertió en él el brebaje marrón desde una jarra de plástico y empezó a cantar, soplar y conjurar con el recipiente cerca a su boca. Luego lo extendió hacia mi y lo tomé, como siempre, tratando de percibir lo menos posible su repelente aroma y sabor.
Me alejé de la maloca, pero esta vez decidí ir a la parte alta y no a la parte baja de la finca. De camino busqué con la mirada a mi prima Tania y a Adriana y noté que se encontraban tranquilas. Tania acostada y cubierta con una sábana, y Adriana sentada con expresión reflexiva cerca de un árbol.
Con la tranquilidad de que mis invitados se encontraban bien, procedí a meditar para tratar de alcanzar rápidamente un estado de introspección. Comencé a sentir el mareo que antecede el vómito, pero además, una sensación que no había experimentado anteriormente. Era una especie de angustia o intranquilidad que no lograba explicar.
Me levanté y empecé a caminar para tratar de relajarme y disipar mis pensamientos, pero éstos empezaron a volverse notablemente más oscuros e inquietantes:
– “¿Y si hoy sí es el día que tengo que morir?”
– “Estoy solo, no me gusta estar solo porque la oscuridad me atrapa”
– “No luches, ya sabes que tu destino es despertar al demonio”
Con este último pensamiento, abrí mis ojos de par en par como de costumbre cuando una visión negativa me agobiaba. Entonces me di cuenta que de algún modo me había metido en una hamaca que se encontraba tendida entre dos árboles. Miré a mi alrededor y todo me parecía extraño, ajeno, hostil. Mi corazón latía con fuerza y poco a poco empecé a sentir el mismo nivel de angustia que sentí en mi primera ceremonia de Yagé, antes de empezar mi liberación.
Traté de controlarme hasta donde fuera posible pero ya estaba en pánico, en cualquier momento iba a empezar a gritar. En ese punto los pensamientos eran un torrente sin dirección ni sentido. Pensé que me estaba enloqueciendo. Noté que varias personas se alejaban de mi y veía en sus rostros el odio que me tenían. Me estaban dejando solo… Solo para que el demonio se apoderara de mí, para que pudiera invocar a la maldad.
Entonces les grité con fuerza, o al menos así lo sentí:
– “¿Para dónde van, por qué me están dejando solo?”
Ellos me miraron con desprecio sin decir nada y se alejaron.
Me bajé de la hamaca tomando grandes bocanadas de aire, tratando de poner algún orden a mis pensamientos, pero todo intento era vano. Los pensamientos de muerte, maldad y miedo se agolpaban en mi delirante mente. Empecé a caminar sin un destino fijo mientras luchaba con todas mis fuerzas por retomar el control de mi mente, por alejar esas imágenes grotescas y diabólicas que atravesaban mi mente.
De pronto empecé a gruñir y mover mis labios hacia arriba como queriendo mostrar mis dientes. Sentí que me deformaba y tomaba la apariencia de un demonio con patas de cabra, pezuñas en lugar de manos y pies y cuernos rectos en mi cabeza. Mi yo interior gritaba desde el fondo de mi consciencia pidiendo ayuda, pero mi boca no emitía ningún sonido. Sentía que estaba muriendo para renacer en poco tiempo como un grotesco ser que no era humano, era pura maldad.
Eventualmente los pensamientos de asesinatos, violaciones y otras cosas horribles se hicieron prevalentes. Supe más tarde, que justo en ese momento, tanto Adriana como Tania empezaron a experimentar sensaciones de inquietud y oscuridad. Tania me dijo que era como si todo el cielo se hubiese cubierto de nubes negras y que un extraño temor la había invadido.
Entretanto, yo seguía debatiéndome entre la locura y el pánico. En mi mente se proyectaban imágenes de rituales satánicos, asesinatos y torturas. Por una parte, estaba aterrorizado, pero por otra disfrutaba viendo esas escenas. En ese punto comencé a gritar pidiendo ayuda, aunque de una forma espeluznante. Yo gritaba que necesitaba sangre, que quería matar. De repente pedía ayuda y rogaba que no me dejaran morir.
En el punto más oscuro de esa traumática experiencia, pedí que mataran algún animal y me bañaran con su sangre. Creo recordar que, en mi trastornada mente, la imagen de estar cubierto de sangre me parecía reconfortante, pensaba que me daría paz al menos por un tiempo.
Pronto acudieron Fernando y sus ayudantes a auxiliarme. Ellos me soplaban humo de tabaco, me escupían licor con yerbas con los labios apretados para atomizar el líquido.
Para mi toda esa maldad acumulada, esa sed de sangre, esas ansias de matar se habían convertido en una condena. Algo impactante del Yagé, es que bajo su influencia, se trastorna la percepción del tiempo. Es posible percibir unos pocos minutos como si hubieran sido horas o una ceremonia de Yagé como si hubiesen pasado varios años. En aquella ocasión, yo sentí que había estado padeciendo ese sufrimiento por toda la eternidad. No pareciera lógico que se pueda tener esa sensación ya que los humanos no experimentamos nada remotamente cercano a la eternidad, pero lo cierto es que para mi era una certeza. Podía recordar la creación de la Tierra y el nacimiento de la humanidad mientras yo estaba ahí tratando de contener toda esa maldad para que Adán y Eva pudieran ser creados.
La maldad eventualmente se convirtió en soledad y aunque podría pensarse que eso fue una mejora a mi estado anterior, la verdad es que para mi fue 100 veces peor. Lo que sentía no era una soledad física, ni siquiera emocional. Era una soledad del alma. Sentía una total ausencia de amor, de propósito, una total ausencia de Dios.
De la única forma que puedo explicar esa soledad era que sentía que se me quemaba el alma. Yo sé que es difícil de imaginarse cómo siente el alma, pero para mí era totalmente claro: La ausencia de Dios, no poder estar en Su Presencia consume el alma en llamas eternas. El dolor era tan intenso que sabía que ni siquiera la muerte podía ponerle fin.
Aquello duró toda la eternidad, está claro. Pero esa no era mi maldad ni mi soledad, era la maldad y la soledad de toda la humanidad. Era el arquetipo de la oscuridad que había tomado posesión de mi cuerpo y no parecía haber nada ni nadie que pudiera redimirme. Todo era tan injusto, ¿por qué a mí? ¿Acaso el Padre me había creado solamente para sufrir en mi propia carne toda la podredumbre de una humanidad que no sabe vivir? ¿Por qué me había dejado solo?
Cielo
No sé cuánto tiempo estuve sintiendo lástima por mí mismo, culpando a Dios por tanto sufrimiento y ahogándome en esa soledad, pero lo cierto fue que en algún momento dejé de pensar en mí y empecé a pensar en el dolor de todas las otras almas que ardían junto a mí. No sé si mi mente lo inventó, pero me conecté con cada una de esas almas desdichadas y desde mi propio sufrimiento traté de consolarlas. Al hacerlo podía ver sus historias, el abandono, el desamor, la rabia, el miedo.
Cada alma a la que me acercaba me hacía olvidar mi propio sufrimiento por un momento. Sentía que les decía que dejaran de buscar a Dios, que Dios no existía, que lo único que existía era el sufrimiento y que, si había un Dios, nunca iba a bajar al infierno para rescatarnos. La abrumadora soledad del infierno se empezó a transformar en misericordia. Sentía como propia la soledad de las otras almas, pero la sentía de una forma diferente porque ya no era sólo mi sufrimiento, ahí estaba al lado de alguien que tal vez sufría más que yo, entonces apareció un destello de un sentimiento más elevado que brotó de la misericordia y fue el Amor.
En el momento en que pude sentir Amor por esas almas que ardían en llamas, el dolor se empezó a disolver. Entonces pude recordar a mis amigos que estaban en la ceremonia: Adriana, Tania, Gabriel. Los reconocí vagamente en algunas de las almas con las que ahora nos acompañábamos y sentí un infinito amor por ellos. También estaban otros miembros de mi familia y personas hasta el momento desconocidas para mí.
Las llamas se extinguieron, la soledad desapareció, la maldad me pareció intrascendente. Abrí mis ojos y miré al cielo, que ahora era un cielo diferente al que había visto antes. Era MI cielo, miré a mi alrededor y vi que todo lo que yo había creado era bueno y cumplía su propósito. Respiré profundamente, con lentitud, y mi consciencia recorrió todas las células de mi cuerpo. Sé que suena totalmente loco, pero pude ver cada célula individualmente. Levanté la mirada y vi a las personas que estaban a mi alrededor. Supe instantáneamente la historia de cada una de ellas, de sus ancestros y las de sus hijos.
Un hombre de mediana edad que se encontraba acostado boca abajo frente a mí, me miraba con curiosidad, llamándome con sus ojos. Me acerqué a él lentamente, me agaché y acaricié su cabello. No recuerdo exactamente qué le dije, pero fue algo así como:
– “Dios está contigo hijo, no te voy a abandonar. Yo soy la fuente de agua eterna que nunca se agota. Siempre que te sientas sin fuerzas, ven a mí que yo te las devolveré”.
El hombre comenzó a llorar después de que terminé de decirle estas palabras, con sus dos manos tomó la mía y me dijo:
– “Gracias Padre, gracias”
Me levanté y seguí mi camino mientras sonreía mirando a los otros asistentes a la ceremonia, sintiendo la más sublime sensación de amor y felicidad que hubiera experimentado en mi vida. Aún mayor que el Samadhi que tuve en mi primera toma de Yagé. Me dirigí nuevamente a la parte baja de la finca mientras dialogaba conmigo mismo y me revelaba secretos de la vida, el Universo y la existencia, de los cuales sólo recuerdo unos pocos: El Universo ha sido creado y destruido un número infinito de veces. Vi el principio de todo, cuando una fuerza masculina primigenia se juntó con una fuerza femenina latente y explotaron en un orgasmo que dio origen a las galaxias, estrellas y planetas. Luego vi como todo lo creado se contraía nuevamente para volver al origen y que este ciclo, como el latido de un corazón cósmico, se repite con cada creación.
Llegué a mi destino en la parte de abajo de la finca, me senté en posición de flor de loto y continué la exploración de mis revelaciones cósmicas. Vi que sólo existe una consciencia Universal, que cada ser viviente del Universo es simplemente una expresión individual de esa consciencia divina. En el estado de consciencia en el que me encontraba, pude subir los diferentes niveles de esa consciencia, desdoblándome en consciencia de mi familia, consciencia de mi linaje, consciencia de mi raza, consciencia de humanidad y luego consciencia divina.
En cada nivel, podía ver y sentir cualquier cosa que otras consciencias del nivel inferior sintieran. Por ejemplo, como consciencia familiar, entendí que mi hermana Laura y yo somos una sola alma que se dividió en dos para vivir esta experiencia humana. Cuando encarné la consciencia de la humanidad, pude sentir el dolor, el placer o cualquier otra sensación de cualquier otra persona viva. Elegí varias consciencias humanas al azar y podía encarnar en ellas por algunos segundos, recordar todos sus recuerdos, escuchar sus pensamientos.
Una de las consciencias que elegí fue el de aquella niña aterrorizada en El Salado. Sentí nuevamente su pánico y angustia, pero entonces descubrí algo: No era que yo pudiera encarnar en ella a voluntad. Era que ella era yo. Cuando entré en su consciencia, ella recordó que no era una niña asustada a punto de ser asesinada, sino una consciencia cósmica habitando temporalmente un cuerpo humano. Ella recordó haber estado en el Infierno y haber ascendido luego al cielo, justo cuando descubrió que, para encontrar a Dios, tenía que olvidarse de ella misma y pensar en los demás. En ese momento el miedo dejó de existir y todo se convirtió en amor.