Última actualización el 2023-01-11
En las páginas iniciales de mi historia narré cómo durante mi infancia reconocí el sentimiento de la atracción hacia las mujeres y encontré en ese sentimiento una importante fuente de satisfacción. Cada vez que llegaba a un nuevo lugar donde hubiera niñas, invariablemente me fijaba en ellas, con la esperanza de encontrar alguna quien, al cruzar nuestras miradas, me hiciera sentir ese hormigueo en el estómago, esa emoción de albergar una nueva ilusión, el tal vez de un momento de amor.
En aquella época, “amor” era para mí el agitado palpitar del corazón cuando sentía la suave mano de una niña rozar mi brazo con sutileza, o cuando después de tratar de ignorarme durante nuestros fugaces encuentros, se acercaba a mi oído con sus manos alrededor de la boca y me susurraba que quería volverme a ver.
Esos momentos me dejaban extasiado por horas y después de vivirlos, podía invocar la misma sensación durante meses, con sólo cerrar mis ojos y recordar las palabras, los gestos y las sensaciones. No importaba que nunca volviera a ver a la niña que me había regalado esos momentos de embeleso, para mí, era suficiente con la ilusión que conllevaba la posibilidad de que el encuentro se repitiera.
Así viví el amor también durante casi toda mi adolescencia. Apenas di mi primer beso poco antes de cumplir los 15 años y tuve mi primera novia – que poco después sería la madre de mi primera hija – a los 17. Pasé del amor platónico y efímeros cortejos pertinaces a estar prácticamente casado y apenas llegaba a la mayoría de edad.
No resiento haber tenido un debut tan enrevesado en las lides del corazón, pero si le achaco a ello la ingenuidad con la que conduje mis primeras relaciones amorosas; creyendo que aquella vocación de donjuán incompetente había quedado atrás con tan sólo decidirlo. Me encantaban las mujeres, pero mi eterno pánico al rechazo me hacía casi imposible tomar la iniciativa; prefería contentarme con las mieles del flirteo y la convicción de que como el hombre propone y la mujer dispone, no proponer me mantendría lejos de caer en la tentación de la infidelidad.
Pero entonces me mudé a Santa Marta y descubrí que allá, donde las mujeres son seguras de sí mismas y desinhibidas, la única forma de hacerle el quite a la promiscuidad es: o no tener ojos sino para una mujer, o tener una enorme fuerza de voluntad. Yo, al no llenar ninguno de esos dos requisitos, me gradué como infiel y descubrí, quizás un poco tarde, que seguía siendo el mismo niño enamoradizo que podía ilusionarse con dos o tres niñas a la vez.
Este descubrimiento, estando recién casados, no le hizo mucha gracia a mi esposa, quien, apenas se unió a mi descubrimiento, decidió dejarme con justa razón. Ese evento se convertiría en el origen de uno de mis período de mayor sufrimiento. Tanto dolor y culpa sentí que casi todos los aspectos de mi vida entraron en crisis y mi salud mental sufrió su primera estocada.
Quienes me conocían como un tipo serio, alegre y sobre todo fiel, no daban crédito a las cuentas de mi desordenado comportamiento y prolongado abatimiento. Algo raro tenía que estarme sucediendo, alguien tenía que estarme haciendo daño. Yo mismo, que me preciaba de ser esencialmente bueno, concluí que la única explicación posible para semejante tormenta en mi vida, era que me encontraba bajo algún tipo de hechizo o maleficio.
La búsqueda de una cura para mi mal, eventualmente me llevó al camino del chamanismo y el yagé, que marcarían la siguiente etapa de mi vida. En aquel primer ritual de ayahuasca pude sentir cómo se retorcían en mi pecho los demonios de la lujuria y la promiscuidad. Luché con todas mis fuerzas para expulsarlos y entre crujir de dientes, humos de copal y cantos del taita, sentí como uno por uno se marchaban de mi cuerpo y me liberaban de su yugo.
Instantes después, elevado en un Samadhi inderdimensional vi lo que sería mi vida sin el lastre de esos seres del inframundo: prosperidad, amor y felicidad completa. Había nacido de nuevo, veía el mundo con otros colores y sobre todo me sentía distinto. El yagé me había entregado además a Paula, de quien me enamoré apenas puse mi mirada en sus ojos verdes, así que todo parecía dispuesto para que el niño enamoradizo de antaño quedara ahora sí tan sólo en los recuerdos.
En busca del equilibrio
El encanto del yagé apenas duró unos días. Al parecer el demonio de la lujuria se hizo el loco y se dio mañas de quedarse dentro de mí. Aunque estaba totalmente enamorado de Paula, los pensamientos lujuriosos con otras mujeres volvieron a sus niveles tradicionales y mis tratos con algunas mujeres cercanas, si bien no llegaban a sobrepasar la línea de la amistad, sí estaban aderezados con coquetería y quizás demasiada confianza.
Donde sí me permitía una conducta bastante más licenciosa era en mi vida en el ciberespacio, donde aprovechaba la distancia física e impersonal para darle rienda suelta a mis fantasías y búsqueda de aprobación del sexo opuesto.
Paula no tardó en descubrir – y aborrecer – estas dos facetas de mi vida: muy confianzudo con algunas amigas y bastante inapropiado con un par de conocidas por Internet. Para entonces, yo ya había renegociado con mi conciencia y consideraba que mientras no pasara del flirteo y los devaneos virtuales al terreno del contacto físico, no estaba incurriendo en infidelidad.
Después de darme cuenta de que si ni siquiera un ‘formateo’ con ayahuasca me había quitado de encima mi excesiva atracción hacia las mujeres, entonces tenía que ser que el verdadero valor del guerrero espiritual consistía, no en carecer de tentación, sino en ser capaz de enfrentarla sin caer en ella. En cualquier caso, yo tenía mi vieja y confiable arma de la inseguridad: Así sospechara que alguna dama correspondiera mi interés, no me atrevería a proponerle nada y en Bogotá, donde las mujeres habían probado ser mucho menos desinhibidas que las que conocí en Santa Marta, estaría seguro.
En otras palabras, me iba a la guerra con una diana en el pecho, con la tranquilidad de que ningún adversario se atrevería a dispararme por pura falta de iniciativa.
Esta enredada maraña moral me llevó a sugerirle a Paula que debíamos blindar nuestra relación ante la infidelidad. No hacerla inmune a ella sino blindarla para que cuando se presentara – y yo sabía que se presentaría – no nos llevara por delante. No hablaba solamente de mi auto aceptada tendencia a la promiscuidad sino también me refería a ella. Paula acababa de cumplir 20 años y como yo a su edad, tampoco había tenido muchas relaciones de pareja.
Yo había sido infiel, pero también me habían puesto del otro lado de la mesa y sabía lo mucho que una infidelidad me hería. Mi propuesta para Paula era que los dos nos dejáramos ser libres, que nos viéramos como seres sexuales que expresan su sexualidad de muchas formas, no necesariamente físicas, con diferentes personas. Esto era una idea que había leído de un libro de Osho, el famoso gurú de la India conocido por sus posturas radicales sobre la libertad y la no posesividad, aunque según algunos, también por rituales de desenfreno sexual en su comuna en Oregón.
Al principio pensaba que, dada la juventud de Paula, tuve la posibilidad de moldearla a mi acomodo y sembrar en ella ideas que favorecieran mi libertinaje, pero con el tiempo me di cuenta de que su anuencia no provenía de candidez sino de audacia. Si bien Paula era una mujer joven y formada con valores tradicionales, conocía bien los instintos masculinos, empezando desde su padre y luego a través de sus parejas anteriores, así que encontraba lógica en mis argumentos.
Lo más posible era que mi instinto de picaflor sería la piedra en el zapato para la que yo quería que creáramos callo, pero le hice saber a Paula que también creía que era posible que ella en algún momento tuviera que vivir alguna experiencia con otro hombre y no quería que algo así nos destruyera.
Los años siguientes nos preparamos para la tormenta hablando de forma cándida sobre cosas que normalmente las parejas no comparten: le contaba cuando me atraía otra mujer, le dejaba ver algunas de mis conversaciones picantes e insustanciales por internet y ella me contaba si le gustaba algún cantante o si algún hombre por la calle le parecía atractivo. La cosa definitivamente no era equivalente, porque ni en 20 años, Paula habría logrado juntar tanto material inapropiado para contarme como lo que yo le compartía.
Sin embargo, esa confianza se convirtió en una de las partes más importantes de nuestra relación: además de amores y amantes, éramos amigos y cómplices. No había ningún tema que no pudiéramos abordar. Nos permitíamos salir con personas con quienes sabíamos que había alguna atracción física y hasta tener algún chat erótico de vez en cuando. Estas y otras cosas que han significado el final para muchas parejas, para nosotros era “un martes por la tarde”.
Esto no quiere decir que no hubiera celos entre nosotros, pero nos ahorramos una gran parte del drama que agobia a otras parejas y logramos añadirle a nuestra relación un picante que sólo algunas parejas descubren y usualmente en una etapa avanzada de su relación. La clave para nosotros estaba en nunca pasar de la raya: todo nos era permitido menos llevar la relación con una tercera persona al terreno de la intimidad. No porque fuera algo que no nos perdonaríamos sino porque después de litros de ayahuasca, docenas de tabacos y horas de desvelo con los abuelos, habíamos llegado a la conclusión de que el sexo extramatrimonial era lo único que podía “romper el moyo” como dicen los mamos de la Sierra Nevada, es decir, que el Gran Espíritu lo castigaría con toda su furia.
Una vez más, sentí que ya había encontrado el equilibrio en mi vida, y aún mejor, aceptando una parte de mí que antes rechazaba. Mi amor por Paula crecía cada día y sentirme libre a su lado me hacía amarla aún más. Tenía amigas cercanas de quienes era confidente, con quienes conversaba horas y que por lo general me atraían y tal vez se sentían atraídas por mí. Disfrutaba mucho de esos encuentros y satisfacía el apetito del niño enamoradizo que seguía llevando dentro. Por otra parte, tenía un par de “amigas” a quienes solamente trataba a través de internet, con quienes liberaba mi instinto de promiscuidad sin atravesar el límite prohibido.
Tuve un par de oportunidades cercanas de llevar a la realidad esas fantasías, pero las decliné en el último momento, no creo que por valor sino más bien por cobardía, porque de verdad creía que, de dar ese paso, entraría en desgracia y perdería todo lo que había logrado hasta ese momento. Supongo que eso es lo que las religiones buscan con sus dogmas: rellenar con miedo lo que nos falta de carácter.
Fue así como durante años caminé por el filo de la navaja, donde algunos gnósticos creen que se obtiene el fuego sagrado con el que se practica la alquimia sagrada. El problema era que seguía vestido con una diana en el pecho y era sólo cuestión de tiempo para que alguien pusiera una flecha ahí.
Diana
No es su nombre real, pero por respeto a su privacidad, la llamaré Diana. Hacía poco se había hecho amiga de Paula y aunque no eran tan cercanas, sí empezaban a hablarse con más frecuencia. En alguna oportunidad, Diana le contó a Paula que sentía una “energía extraña” en su casa y que no se sentía tranquila allí. Paula y yo habíamos hecho juntos la limpieza energética de nuestro apartamento y habíamos ayudado a una amiga a hacerlo en el local comercial que acababa de tomar en arriendo, pero Paula no recordaba bien la lista de cosas que se necesitaban para tal limpia, así que sin ninguna prevención le dio mi número telefónico y le dijo que me contactara, que yo le podía dar las indicaciones mucho mejor.
A los pocos días, Diana me contactó e hice como Paula había sugerido. Le expliqué la forma en que yo hacía la limpieza energética de una casa y le di la lista de los implementos que necesitaría para hacerlo. Más adelante, Diana me contactó de nuevo con algunas preguntas adicionales y resultamos chateando sobre los problemas personales que estaba viviendo. Una de esas conversaciones, fue la que sucedió mientras regresaba a Bogotá, después de la ceremonia en la cascada Juan Curí con mis amigos Luis, Maiker y Nelson. No era la primera vez, ni sería la última, que terminé convirtiéndome en confidente de una amiga de mi esposa.
No la había visto en persona aún, pero me agradaba su voz y me parecía una chica muy inteligente y alegre. Hablábamos un par de veces a la semana y yo trataba de aconsejarla de la mejor forma posible. Una tarde de enero, Paula invitó a Diana a tomar un café en nuestra casa y por supuesto yo estaba expectante de conocer a mi nueva amiga, por quien sentía ya un cariño especial y una innegable atracción.
Cuando cruzamos nuestras miradas por primera vez, me sorprendí de que Paula se hubiera arriesgado a ponernos en contacto. Ella conocía muy bien mis gustos y en condiciones normales, tal vez habría intuido que Diana podría ser el tipo de mujer que me atraía. Sin embargo, los dos estábamos muy enfocados en nuestra pequeña Luciana, Diana era apenas un par de años mayor que mi hija Ana María, y la verdad es que Paula ya estaba acostumbrada a que sintiera atracción por mis amigas, así que tal vez no le dio mayor trascendencia a esa posibilidad.
Yo mismo no le di mayor trascendencia al evento. Sí, Diana me atraía, pero la había conocido mientras sostenía a mi bebé en los brazos al lado de mi bella esposa. Seguía luciendo la diana en mi pecho, pero como yo nunca me atrevería a insinuar mi interés por ella, Diana nunca pondría una flecha en mi diana… O de eso quería convencerme, como si no hubiera pasado ya por exactamente la misma situación 15 años antes…
El plan parecía marchar divinamente, Diana y yo hablábamos casi a diario y aunque la química y el interés mutuo se percibían en cada frase, cada emoticono y cada despedida, yo seguía desestimando la posibilidad de que aquello se tornara en algo más que un amor platónico. Mi estado de ánimo, después de haber sentido la amenaza de la oscuridad en mi mente desde la entrega de placenta de Luciana, se encontraba mejor que nunca. Esto se reflejaba también en mi relación con Paula, que se había visto afectada por mis vaivenes emocionales, y gracias a mi nueva distracción sentimental, se me veía más sonriente y juguetón que en los meses anteriores.
Entonces sucedió lo predecible: En un mensaje de voz, Diana me confesó que se sentía muy atraída por mí y que simplemente quería que lo supiera. Yo tardé un par de minutos en reaccionar, pero debo decir que ni por un momento lo dudé: le respondería que correspondía totalmente sus afectos y que me moría de las ganas de tener una aventura con ella.
Ni siquiera dudé que ella tuviera esa intención, de otra forma, para qué se habría tomado la molestia de revelarme sus sentimientos, sabiendo que con ello estaba traicionando a su amiga. Tampoco me sentí culpable, ni confundido. Tantos años de camino espiritual para supuestamente estar preparado y luchar contra la tentación cuando se presentara, y ahí estaba yo con los ojos brillando y una sonrisa de idiota preparándome para emprender uno de los caminos más difíciles que un hombre puede emprender: el de engañar a su pareja, llevar una doble vida, arriesgar todo lo más valioso por un instante de emoción.
Pero no se me pasó por la mente, ni por un momento, la posibilidad de rechazar esa oportunidad. Le dije a Diana que me encantaba y que me gustaría que nos viéramos a solas cuando ella pudiera. Apenas pasaron un par de semanas y ese encuentro se dio, entre los árboles de un bello parque de la ciudad. Nos abrazamos, nos besamos y nos tomamos de la mano mientras conversamos durante un par de horas, como si fuéramos dos viejos amantes que se reencuentran después de un largo viaje y se narran la historia de sus vidas durante la ausencia.
Volví a mi casa con electricidad recorriendo mi cuerpo, seguramente oleadas de serotonina y endorfinas gratificando a mi sistema límbico por abrir una nueva posibilidad de procreación, una nueva vía a través de la cual, los espíritus de mis ancestros grabados en mi ADN apostaban a renacer en un nuevo cuerpo. Los ancestros quieren volver a la vida, no les importa si lo hacen en un hogar cristiano, en el vientre de una prostituta, una joven violada o como fruto de un amor prohibido. Como decía Mara: “La naturaleza no tiene moral”.
La sombra
Durante los siguientes cinco meses viví una doble vida; por una parte, era un feliz padre de familia y esposo, presente y cariñoso, un empleado eficiente, y un chamán / guía espiritual respetado y apreciado por muchos. En mi otra vida, sin embargo, vivía un apasionado romance con la joven Diana, a quien dedicaba unas cuantas horas al día a través de mensajería instantánea y frecuentes encuentros clandestinos auspiciados por mentiras bien orquestadas, gracias a las cuales pude mantener mi aventura en secreto durante ese tiempo.
Muchas veces estuve tentado a revelarle la verdad a Paula, pero no por sentimiento de culpa, o por cumplir el compromiso que habíamos hecho de confiar el uno en el otro si enfrentábamos una prueba como esta. Quería contarle porque me moría de ganas de compartir con ella la felicidad que estaba sintiendo, contarle las experiencias que estaba viviendo y hacerla partícipe de mi aventura. Al final no llegué a hacerlo porque mi relación con Diana tenía el agravante de su amistad con Paula, y si bien estaba seguro de que nuestra relación sobreviviría, no sería así con su amistad.
Sé que esa era una pobre excusa a mi cobardía, porque sabía que, a pesar de todo, Paula me entendería. En el fondo, la verdadera razón por la que no quise revelar mi secreto, era que yo sabía que las cosas cambiarían cuando todo se supiera y yo quería vivir mi relación con Diana con la mayor intensidad y tranquilidad. Al fin y al cabo, a la sazón nos encontrábamos adelantando los trámites de mi visa de trabajo para los Estados Unidos, donde todo parecía indicar que después de casi tres años de intentos fallidos, al fin lograríamos emigrar en septiembre de ese año. Ese viaje sería el punto final para mi relación con Diana y en ese momento yo le contaría todo a Paula… O eso creía.
La cultura popular dice que cuando se es infiel es porque algo le falta a la relación, o porque se ha acabado el amor. También se cree que la persona que está llevando una doble vida, vive con estrés constante y miedo de ser descubierto. Yo no encajaba en ninguna de esas teorías. Me sentía dichoso, emocionado, vivo; tampoco cambié con Paula, o, mejor dicho, sí cambié: me sentía más enamorado, más atraído físicamente hacia ella y en la medida en que recordaba mi ser romántico y detallista con Diana, me animaba a vivirlo con Paula también.
En las noches, sin embargo, a veces sentía miedo de mí mismo: ¿cómo podía estar viviendo una doble vida, engañando a Paula y a la vez mentir mirándola a los ojos sin sentir un ápice de remordimiento? Recordaba que quince años antes, cuando estaba lejos de ser un ser espiritual y chamán, me sentía exactamente igual cuando engañé a mi primera esposa. Entonces, a veces, me llegaban recuerdos de la oscura noche del alma que viví en ese entonces cuando Angélica me dejó. ¿Estaría dirigiéndome nuevamente hacia el abismo o había algo distinto esta vez?
Caminando sobre el fuego
Una de las experiencias más bellas que viví en 2016, al margen de mi relación con Diana, fue un taller de coaching personal dirigido por mi amigo Maiker Villa, con quien había hecho la ceremonia el año anterior en la cascada Juan Curí. Maiker, en un acto de generosidad que siempre agradeceré, me obsequió la inscripción a su taller y yo a cambio le ayudé a construir el sitio web de su nuevo emprendimiento.
El taller incluía charlas de un grupo de conferencistas, entre los que se encontraba el propio Maiker, pero también incluía de otros coach certificados, especializados en finanzas personales, liderazgo, planificación e incluso sanación del niño interno. Algunas de las charlas eran un reencauche de tropos que ya conocía en la espiritualidad y el esoterismo, pero otras me parecieron novedosas y de verdad útiles para la vida.
El final del taller, que comprendió varios sábados durante unos tres meses, se dividió en dos experiencias igualmente entretenidas y enriquecedoras: un temazcal o sauna indígena tradicional Maya, en el que aproveché para pedir a los espíritus guardianes del norte de América, que nos abrieran las puertas para vivir en ese territorio. La segunda, que fue también el cierre del taller, fue un evento, muy común en los círculos de coaching, en el que después de rituales de empoderamiento personal y gritos de batalla neurolingüísticos, pasaríamos caminando alegremente descalzos sobre brasas encendidas al rojo vivo.
Yo había leído ya que este performance lejos de demostrar la capacidad de la mente para dominar cualquier sensación de dolor, y sí que menos para convertir la delicada piel de los pies en callo de guerrero maorí, era posible gracias a la baja conductividad térmica del carbón y la delgada capa de ceniza que lo rodea.
Los asistentes al curso nos formamos en fila india y uno por uno fuimos atravesando los tres o cuatro metros de brasas encendidas al compás de palmas y el coro de “¡sí se puede!”. Es interesante que en el afán de arrogarle a la mente propiedades que no tiene, el coaching pierde la oportunidad de enseñar a través de la caminata en las brasas, la verdadera forma en que la mente logra tal hazaña.
La instrucción que teníamos era: “tienes que estar seguro de que es posible, visualizar tu meta y no pensar en el peligro, dominar tu propio miedo”. Las brasas representarían ese miedo primario que nos detiene y nos impide lograr nuestras metas. Yo miré los carbones encendidos y no pude evitar hacer la analogía con mi peligrosa relación con Diana. Apreté los puños, fruncí el ceño y me lancé a las brasas con pasos largos, que más bien eran pequeños brincos, con los cuales llegué a la otra orilla.
Levanté mis brazos en actitud triunfal y con entusiasmo grité “¡sí se pudo!”, mientras trataba de disimular el dolor que me producían las cuatro o cinco ampollas con las que acababa de bautizar mis pies descalzos. El secreto para caminar sobre el fuego sin quemarse, luego lo supe, es caminar al ritmo adecuado: muy lento y las brasas tendrán tiempo suficiente para causar una quemadura, o muy rápido y entonces los pies se hundirán demasiado entre las brasas, penetrando la capa de ceniza que recubre los tizones. El problema no es caminar sobre el fuego, el problema es no saber hacerlo correctamente.
La revelación
Allende las quemaduras de segundo grado en mis pies, disfruté mucho el taller de coaching. Maiker y su grupo, de verdad querían hacer una diferencia en la vida de sus pupilos. Para mí, que había recibido ya de alguna forma casi todas esas enseñanzas, de parte de Mara, el abuelo Luis, los Muiscas o tantos otros caminantes de la espiritualidad, fue sin embargo un regalo para el alma. Ya sólo faltaba el último evento del taller, que sería la entrega de diplomas y un brindis de despedida.
Los graduandos teníamos la posibilidad de invitar a nuestras parejas o padres así que Paula me acompañó a ese evento de cierre. Después de la entrega de los certificados, la cena y las fotografías de rigor, alumnos e invitados nos dirigimos a la terraza del hotel donde se realizaba el evento, para departir un coctel de despedida. Mientras charlaba con mis compañeros, Paula se acercó y me pidió prestado mi teléfono móvil ya que el suyo se había quedado sin batería.
Cuando terminó la actividad, noté que Paula estaba molesta conmigo, le pregunté qué le pasaba y como siempre que la notaba molesta sin una razón evidente, me pregunté si habría descubierto algo, pero lo descarté porque yo siempre era muy meticuloso y eliminaba los mensajes de texto, fotografías o videos que las aplicaciones de chat y redes sociales almacenaban sin advertir al usuario.
Pero cuando íbamos en el taxi de regreso a nuestro apartamento, supe que algo se me había pasado por alto cuando Paula me ordenó sin dilación:
– “Dime quién es”
Intenté una última mentira, diciéndole que se trataba de una amiga de quien ella ya sabía que teníamos demasiada confianza y así lo había permitido. Una mentira sólo por mentir, porque mentir empieza como un recurso, se convierte en hábito y al final parece una adicción.
De cualquier manera, Paula había formulado la pregunta de forma retórica ya que con lo que yo decía en el video que encontró en mi teléfono, tuvo suficiente información para atar algunos cabos sueltos y sólo hacía falta que yo confirmara el nombre de Diana.
Cuando lo hice la reacción de Paula fue la que cabría esperar, aunque eso sí, no fue ni tan fría ni tan impulsiva como mi reacción cuando vi sus conversaciones con aquel amigo cercano por quien estuvimos a punto de terminar nuestra relación algo más de dos años atrás. Mi reacción, por otra parte, fue mucho más serena de lo que yo mismo había imagino cuando sopesé la posibilidad de que Paula se enterara antes que yo le contara la verdad.
Una decisión difícil
Haber sido tan radicalmente sincero con Paula desde un principio, en cuanto a mis debilidades y fantasías, tenía dos ventajas que se hicieron evidentes en ese momento: Por una parte, me sentía mal por no haber tenido el valor de compartir con mi esposa-confidente lo que estaba sucediendo y contar con ella sea cual fuera la consecuencia de hacerlo, pero no me sentía débil o miserable como sucedió cuando mi primera esposa se enteró de mi infidelidad.
Por otro lado, sabía que nuestra relación era suficientemente fuerte como para enfrentar y superar ese incidente, así como antes salimos avante de otros conflictos similares; aunque mi relación con Diana era, sin duda, algo de mayor gravedad que cualquier cosa que alguno de los dos hubiera tenido que superar antes.
Después de los merecidos reproches por parte de Paula y mis pobres intentos de atenuante, Paula me pidió que le contara absolutamente todo lo que había pasado entre Diana y yo desde el principio. Así lo hice, no me guardé nada, no traté de restarle importancia o endulzar ningún trago amargo. Pero sí guardé silencio por unos segundos cuando me preguntó:
– “¿Estás enamorado de ella?”
– “Si”, respondí.
– “¿Quieres quedarte con ella?”
– “No. La amo, pero no de la misma forma que te amo a ti. Amo la parte de ella que conozco y desde la parte de mí que ella avivó”.
Me refería a que mientras estaba con Diana, vivía una vida paralela a la vida familiar que adoraba vivir con Paula. En esa otra vida había romance, misterio, aventura, diversión y levedad, pero no había futuro. Mis sentimientos por Diana eran muy fuertes, me hacía feliz estar a su lado, nos entendíamos en todos los aspectos que habíamos compartido y creía que influíamos positivamente el uno en el otro. Pero todo esto también era verdad con Paula, además de que había 100 cosas más en mi relación con Paula que no había, y casi de seguro no podría haber con Diana.
Entonces Paula, con lágrimas en sus ojos, hizo la pregunta que más temía:
– “¿Te vas a alejar de ella?
– “No lo sé, perdóname”
Ambos necesitábamos tiempo para pensar. Yo no quería alejarme de Diana de un momento a otro y Paula no quería seguir conmigo si eso significaba tener que vivir en la continua incertidumbre de si mi amor por Diana era mayor que el que sentía por ella, o temer que algún día yo decidiera terminar nuestra relación para irme con ella.
Monté mi bicicleta para tomar un poco de aire y me dirigí hacia la casa de Mara. Era la persona en quien más confiaba y sabía que ella me daría un consejo objetivo. Tenía que cortar mi relación con Diana, pero cómo hacerlo sin convertirla en un ideal o una obsesión a la que quizás terminara persiguiendo como perseguimos los humanos todo lo que es prohibido.
Mara ya sabía lo que pasaba. No porque fuera una bruja, sino porque en sus más de cincuenta años de vida, había conocido a muchos hombres y mujeres, desde su propia experiencia y la de sus pacientes.
– “Manu: ¿esa vaina es puro sexo o esa niña te hace feliz?”
– “Me hace feliz”
– “Pues entonces es tu felicidad, tienes que vivirla mientras eso sea lo que te pida tu ser. Paula es una guerrera. Habla con ella con honestidad, involúcrala en tu decisión. No la dejes por fuera.”
Casi no podía dar crédito a mis oídos. Había escuchado a Mara decir varias veces que la infidelidad es la brujería de casi todos los hombres, que ahí es donde casi todos perdemos; y sin embargo me estaba alentando a seguir adelante con Diana, a pesar del cariño tan enorme que yo sabía que Mara sentía por Paula y su solidaridad femenina.
Pero yo sentía que tenía razón. Mi relación con Paula era algo muy distinto a cualquiera que hubiera conocido antes. Los dos habíamos atravesado tantas cosas, tanto en el plano físico como en el espiritual, que se me ocurrió que había una posibilidad.
Poliamor
Cuando mermó la molestia inicial de Paula, desplazada en parte por la curiosidad sobre lo que había ocurrido a sus espaldas durante cuatro meses, me confesó que lo que más le sorprendía de todo, aparte de mi inquietante capacidad para esconder algo con tanto cuidado y mentir con tanta facilidad, era el hecho de que durante ese tiempo ella me había sentido presente, amoroso y cercano. Le aterraba la posibilidad de que esto fuera parte del engaño; que, dada mi facilidad para mentir, hubiera logrado fingir tanto amor y alegría de estar a su lado.
Comprendí inmediatamente su preocupación y le di la razón. Yo mismo me sentía asustado por mi capacidad de mentir. Le dije que era algo sobre lo que había pensado mucho y había llegado a una conclusión:
– “Me di cuenta que se me facilita mentir porque las cosas sobre las que te mentí me parecen triviales: decirte que estaba con un cliente cuando en realidad estaba con Diana, esconder mis mensajes de texto, justificar con mi trabajo algunas horas de más conectado a Internet desde el estudio. En las cosas importantes, las fundamentales, como mi amor, mi atracción por tí, mi compromiso, la voluntad de irnos para Estados Unidos, para tener una familia con ella hasta el final, en esas cosas nunca te mentí ni fingí algo que no fuera real.”
Desde hacía muchos años, había descubierto que me es posible amar a más de una mujer al mismo tiempo. Quererlas con intensidad, admirarlas, entregarles lo mejor de mí. Esto, por supuesto no es un descubrimiento revolucionario; es probable que la mayoría de los seres humanos tengamos esta capacidad, aunque nuestra sociedad la reprime, para evitar el sinnúmero de problemas que la poligamia ocasiona. En los círculos de espiritualidad se escuchaba, cada vez con más frecuencia, nombrar esta práctica con el nombre de “poliamor”.
Lo cierto era que tener una nueva ilusión en el corazón, me había hecho olvidar de la angustia que me había generó la última toma de yagé durante la entrega de placenta de Luciana. Sentirme deseado por dos atractivas mujeres potenciaba mi autoestima y me llenaba de energía. Este era el estado mental con el que afronté el día a día durante el tiempo que sostuve mi relación con Diana y como resultado, mi amor y atracción por Paula se habían intensificado.
También había un componente pragmático en el proceso. Diana había despertado en mi un romanticismo que con el tiempo había perdido con Paula. Sentirlo de nuevo me hizo esforzarme por revivirlo en mi relación con mi esposa y así lo hice, volviendo a tener detalles que se habían perdido, observándola y admirándola como cuando me enamoré de ella por primera vez.
Conversé con Paula sobre todos estos temas y le hice saber que no quería dejar a Diana aún; que quería seguir viviendo mi relación con ella hasta que nos fuéramos para Estados Unidos y le propuse que, si me lo permitía, yo la mantendría al tanto de todo lo que sucediera y que no le ocultaría nada más. Su respuesta, después de algunas horas de pensárselo, me tomó por sorpresa:
– “Okey, puedes seguir tu relación con Diana, pero yo no voy a ser una observadora externa. Yo voy a estar ahí con ustedes.”
– “¿Cómo? ¿Dices que tengamos una relación los tres?”
– “¡No seas bobo! No voy a hacer un trío con ustedes, pero Diana era mi amiga. Esto fue una traición muy triste de parte de ustedes dos, pero llegué a sentir cariño por ella y a ti te amo, así que estoy dispuesta a tratar de restaurar mi relación contigo y mi amistad con ella y, no se… tal vez hagamos planes los tres, tratemos de conocernos de una forma distinta, que cada uno sepa su lugar en la vida del otro y no haya más engaños.”
Nuevamente me sentía sobrecogido por la madurez y el tamaño del corazón de mi Paula. Así como cuando teniendo sólo 20 años, se convirtió en una madre para mi hija Ana María; como cuando decidió meterse de lleno en la comunidad Muisca para acompañarme en mi búsqueda espiritual a pesar de que ella no tuviera ni la sangre ni las tradiciones de ese territorio, o cuando se obligó a convertirse en bilingüe para ser la mejor compañera de aventura en mis viajes. Nuevamente estaba dispuesta a vencer sus miedos, pasar por encima de sus prejuicios y caminar de mi mano hacia lo desconocido.
Diana también era una mujer realista y de mente abierta, así que estuvo de acuerdo en que Paula tenía derecho a decidir el curso de los acontecimientos de ahí en adelante. Además, también sentía un gran cariño por Paula y le gustaba la idea de intentar algo distinto en el amor; tal vez abrir la posibilidad para que después de nuestra partida, pudiéramos mantener algún tipo de vínculo.
Seguimos adelante con el plan y doy fe de que todos hicimos nuestro mejor esfuerzo. Paula retomó su amistad con Diana, haciendo planes juntas como antes, hablando sobre el nuevo tema en común y sus temas anteriores. Diana, contestando todas las preguntas de Paula y tratando de honrar la confianza que había depositado en ella. Y yo, jugando a los dados con el destino, haciendo malabares con fuego y tratando de no quemarme en el proceso… O como decía Samael Aun Weor, caminando por el filo de la navaja.
No obstante, las cosas no tardaron en irse cuesta abajo: Paula con frecuencia tenía episodios de angustia con la razonable sensación – en ocasiones acertada – de que Diana o yo le ocultábamos algo y yo, la verdad sea dicha, ya no encontraba tanta emoción en mis encuentros con Diana; porque ya no eran prohibidos – en primer lugar – y porque yo no podía evitar sentirme culpable imaginando que Paula se sintiera desplazada o reemplazada.
Pero quizás la estocada más certera en nuestro improbable experimento fue la mala noticia de que mi solicitud de visa de trabajo americana había sido rechazada. Ya no había la posibilidad de una salida fácil de mi relación con Diana. Sólo quedaban dos alternativas: cortar la relación aún sin que hubiera un viaje de por medio, o tratar de mantener en pie el castillo de naipes sentimental que habíamos armado en medio de un vendaval emocional.
Sin embargo, no todo fue negativo, aún para Paula, quien logró su objetivo de tomar las riendas de nuestra relación y sobre todo de su situación. Había dejado de ser una esposa engañada para convertirse en una mujer libre que eligió a su hombre aceptando virtudes y debilidades con el mismo amor. Diana vivió por primera vez un amor edificante, descomplicado y respetuoso y yo, recibí el inmenso regalo de poder sentir una vez más la magia del enamoramiento, la emoción de descubrirme a mí mismo en otro ser y de expresar el amor de una forma nueva.
De vuelta a la oscuridad
Sin la salida fácil de mi viaje a Estados Unidos, nuestra despedida no llegó en septiembre como yo lo anticipaba, pero para entonces, la situación con Paula se había hecho insostenible. Habíamos encontrado en mi relación con Diana una fuente de emoción y curiosidad para salir de la rutina, pero la novedad se había disipado y nos encontrábamos frente a la perspectiva de tener que manejar tres relaciones, que por separado fluían divinamente, pero que en simultánea se complicaban mutuamente. Mi estado de ánimo ya había descendido nuevamente a uno de preocupación e inquietud asiduas y tanto Paula como Diana se enfrentaban cada vez con más frecuencia a sus propios temores e inseguridades, debido a la inestabilidad de nuestras relaciones.
Fue así como decidimos, ya no recuerdo por iniciativa de quien, que quizás el yagé podría mostrarnos el mejor camino a seguir por el bien de todos. Acordamos ir a La Mesa, a tomar yagé con el taita Fernando Lezama, aprovechando que, en ese sábado de octubre, Mara asistiría también para acompañar a alguno de sus pacientes.
Yo había invitado a Diana a tomar yagé en más de una ocasión y ella se sentía atraída por la idea, pero debido a dificultades personales, no había podido hacerlo. Sin embargo, tomar ayahuasca cerca de Paula y de mi, dos personas que en ese momento significábamos mucho para ella, era una oportunidad que no quería perder. Lo que no sabía ninguno de nosotros, era que esa toma de yagé, marcaría el fin de nuestra relación poliamorosa y el inicio de un largo calvario que transformó la vida de los tres.
Tormenta
La ceremonia prometía ser inolvidable. No sólo asistiría Mara, sino que el abuelito Luis también se había unido al plan. También asistirían el novio de mi hija mayor y varios amigos. Claro que el yagé siempre es impredecible y recibirlo estando con Paula y Diana me causaba un poco de ansiedad. No habíamos encontrado alguien que pudiera quedarse con Luciana así que también ella nos acompañó ese día y Paula se encargaría de cuidarla. A los niños que asistían a las ceremonias les ofrecían una cucharadita de yagé, una cantidad que no era suficiente para producirles una experiencia psicotrópica, pero Fernando decía que, aun así, a los niños el Yagé les muestra hadas y los espíritus elementales de las plantas y de la Tierra, así que dejamos que Luciana recibiera su sorbito de remedio.
La toma transcurrió como de costumbre, iniciando con la ritualización que practica el taita y formándonos en una fila de hombres y otra de mujeres para recibir el “cocado” de medicina. Luego nos dispersamos en la finca. Diana se fue hacia la parte baja, justo por donde yo había estado cuando recibí el yagé por primera vez y yo me fui hacia la parte superior, cerca de la Maloca. Paula se quedó con Lucy y con otros niños que habían asistido ese día y desde ahí se dedicó a cuidarnos a todos.
Yo ya había tomado yagé un par de veces durante mi relación con Diana y el yagé no me había mostrado nada negativo con respecto a ella o al hecho de que estuviera faltando a ese compromiso al que alguna vez sentí que el yagé me había conminado de no llegar a tener relaciones sexuales con una mujer que no fuera mi esposa. De hecho, en una de esas ceremonias, a la que también asistió mi mamá, yo había visto que Diana y yo tendríamos un hijo juntos y que viviríamos todos juntos y felices con Paula y Luciana. Fue tanta la dicha que en medio de mi trance empecé a recitarle a mi mamá las virtudes de Diana.
Pero ese día de octubre en La Mesa con Paula y Diana, las cosas tomaron un giro inesperado; después de un viaje inicial relajante y colorido, vi escenas de mi relación con Diana y sentí que aquello era algo denso, maligno, como si la parte más oscura tanto mía como de Diana, se hubiesen atraído para arruinar nuestras vidas, llevándolas por un camino de engaños y lujuria. Lo peor era que según mi visión, estaba arrastrando a Paula y al resto de mi familia conmigo.
Mientras tenía estas ominosas visiones, me encontraba tendido en el pasto, boca abajo y con los ojos cerrados. Me levanté con un respingo y me dije a mi mismo en voz baja:
– “¡Tengo que terminar con Diana!”
Me levanté y empecé a caminar lentamente, aún embriagado de ayahuasca, pensando en los siguientes pasos que debía tomar: al terminar la ceremonia hablaría con Diana y le diría que a pesar del amor que sentíamos, deberíamos alejarnos por nuestro propio bien y el de nuestros seres queridos. Miré hacia donde estaban Paula y Luciana y vi a mi niña alegre, jugando con una ramita. Paula la miraba también con una sonrisa y sobre sus cabellos claros se reflejaba el sol de la tarde.
Me sentí culpable por el dolor que le había causado y que sabía que le seguía infligiendo, pero, sobre todo, por poner a mi bebé en peligro por mi egoísmo. Me acerqué a ellas, las abracé, las besé y les prometí que todo cambiaría para bien. Luego me senté en una silla que encontré cerca y volví a mi introspección enteogénica.
Me quedé allí, tal vez una hora más, cuando de repente sentí una voz cerca de mi oído:
– “Yo te amo y no me voy a alejar de ti. Vamos a estar juntos siempre.”
Abrí los ojos y era ella; Diana me abrazó y empezó a besar mi mejilla. Yo instintivamente la abracé y solamente murmullé: “Ay mi Diana, esto es muy difícil”. Entonces ella se sentó sobre mis piernas y me besó. Yo correspondí y acaricié su cabello, como si solamente existiéramos los dos en el universo. Aún no volvía a la realidad y la realidad era que todos los asistentes a la ceremonia nos estaban observando. Eso incluía a Paula, Mara, el abuelo Luis, nuestros amigos, conocidos y los otros asistentes.
Entonces el taita se acercó a nosotros y con voz de autoridad se dirigió a Diana:
– “Niña, levántese de ahí, usted no puede acercarse a nadie. Además, hay que respetar, esto es una ceremonia sagrada.”
Este regaño de Fernando me trajo de mi viaje en un santiamén y en ese instante me di cuenta de lo que acababa de ocurrir. Miré a mi alrededor y todos nos estaban mirando, algunos con sorna, otros con mirada de desaprobación y aún otros con tristeza. Busqué a Paula, pero no la vi hasta que sentí su voz por detrás de mí:
– “Levántate de ahí y arréglate que nos vamos. Esta es la única humillación que te hacía falta hacerme, pero hasta aquí llegamos. Quédate con ella.”
No podía creer lo que estaba pasando. Diana, que hasta ese momento siempre me había parecido una persona sensata, honesta y de buen corazón había tomado la iniciativa para ponerme en evidencia con las personas que amo y en un entorno sagrado para mí. Yo no había tenido la entereza para resistirme al bochornoso acto y le había seguido el juego sin medir las consecuencias. Ahora Paula, al parecer acababa de terminar nuestra relación y yo no tenía ningún buen argumento para ni si quiera intentar disuadirla.
El abuelo Luis se acercó a mi y me llamó la atención, aunque la mayoría de nuestros amigos enfocaron su disgusto en Diana, no sólo por ser la desconocida del grupo sino por ser mujer. En cuestiones de infidelidad, los hombres a menudo somos indultados como inocentes víctimas de la maledicencia femenina.
Estaba embriagado, era cierto, pero no carecía del uso de mis capacidades de raciocinio y movimiento. Es sabido que algunas personas meten las manos al fuego o se lanzan a rodar por una pendiente durante el trance de yagé, pero yo nunca llegué antes tal extremo de inconsciencia. Me parecía escuchar la voz del maestro Mauricio Vicencio:
– “El hombre de sabiduría no puede estar así revolcándose en el piso como estás ahora.”
Pasaron varios días hasta que Paula accedió a escucharme nuevamente y aceptar mis pobres excusas. No quería mostrarme como una víctima, pero sabía que, de haber estado en sano juicio, no me habría permitido una exhibición de debilidad tan vergonzosa. No me arrepentía de sentir amor por otra mujer, o por intentar vivir esa experiencia de algún modo, sino por fracasar en el uso de mi fuerza de voluntad, al servicio de mi criterio y de mis valores fundamentales.
Paula, que conocía una definición más coherente de la palabra “amor”, supo pasar nuevamente por encima de su molestia y reconocer en mi una verdadera intención de tomar las decisiones adecuadas a partir de allí. En el fondo, ella sabía que yo siempre buscaba alejarme de las situaciones de conflicto innecesario y ya le había confesado, en el marco de nuestra amistad, que mi relación con Diana cada vez me aportaba menos satisfacciones con relación a las dificultades que representaba y que yo prefería conservar un bonito recuerdo, que dejar que nuestro experimento poliamoroso se convirtiera en un drama. Pero el drama se me había sentado encima sin darme cuenta.
Mi relación con Diana llegó a su fin esa tarde y no volvimos a vernos, aunque a través de los años seguimos en contacto esporádico a través de Internet. Mi relación con Paula se acercó a la normalidad a los pocos días, gracias al impulso dado por la desaparición de un factor de inestabilidad y conflicto recurrente. Yo me sentía tranquilo de retornar a la tranquilidad, pero había algo que me inquietaba bastante: La tarde de la infame ceremonia de yagé, después del show que protagonicé con Diana, seguí procesando los eventos en medio de mi trance y con el sentimiento de culpa mezclado con la preocupación que sentía, entré en un estado de paranoia, que podría llamarse también un “mal viaje”.
Durante esos momentos, sentí que había fracasado en una simple prueba de fortaleza espiritual y que las consecuencias serían devastadoras. Tal vez, incluso, mi pequeña Luciana tendría que pagar por la debilidad de su padre. Ese pensamiento me llenó de pavor y me dediqué a perseguir a Luciana por toda la finca, porque estaba aterrorizado con la idea de que algo malo le podría pasar.
Pues esa paranoia y ese “mal viaje” no se fueron con la disipación de los efectos del yagé, ni tampoco con la distancia de Diana. Todo a mi alrededor pareció encajar nuevamente en la vida cotidiana, pero yo no logré hacerlo: me asechaba constantemente una sensación de vacuidad, de inseguridad. Algo no estaba bien dentro de mi y amenazaba con destruirlo todo. Había decidido caminar por el filo de la navaja y ahora me sentía desgarrado por ella, de la misma forma que había quemado mis pies cuando caminé sobre las brasas.
El abuelo Suaga-Gua lo había sentenciado bien:
– “Puedes hacer todo lo que quieras, pero recuerda que siempre vas a pagar por tus actos.”
Aún no he escuchado esta entrega pero que bueno que hayas regresado después de dos meses. Bendiciones Manuel 🙂