Última actualización el 2020-10-21
Antes de cumplir los 20 años, había completado mi primera carrera como Tecnólogo en Telecomunicaciones y había tenido mi primera hija, Ana María. Como dicen en Colombia, me había “madurado viche”. Siendo todavía un adolescente me había convertido en cabeza de un incipiente hogar que intentaba formar con la mamá de mi hija y aunque como era de esperarse, carecía de la madurez para tal responsabilidad, al menos se me habían abierto las puertas para poder proveer lo necesario para Anita y su mamá.
Gracias a haber obtenido una calificación sobresaliente en mi proyecto de grado, la institución de la cual me gradué, que era parte de la empresa de Telecomunicaciones más grande del país, me hizo una buena oferta de trabajo, que sin embargo significaría un cambio de vida importante, ya que ninguna de las plazas disponibles se encontraba en Bogotá. Por lo tanto, tuve que elegir mi destino entre un listado de diez o doce ciudades intermedias de Colombia, entre las que no estaba ninguna en la que yo tuviera familia o incluso amigos.
En esas circunstancias, me dejé llevar por la intuición, o quizás debería decir la emoción, y elegí la ciudad que además era el destino turístico más atractivo de la lista: Santa Marta.
Santa Marta era a la sazón una ciudad de unos 700,000 habitantes, ubicada a orillas del mar caribe y con la fama de ser la “bahía más hermosa de América” y el destino turístico más exuberante del país, pero también de ser una ciudad atrasada en el tiempo, manejada por gamonales corruptos como si se tratara de su propia finca.
Para mí, era además el escenario de mi primera experiencia como inmigrante, ya que a pesar de pertenecer a Colombia, las costumbres y cultura de Santa Marta me resultaban totalmente ajenas y extrañas. Sin embargo no fue difícil enamorarse de la provincial ciudad con sus playas espectaculares, naturaleza rebosante y un ritmo de vida pausado y tranquilo, que no había conocido antes.
Allí aterricé inicialmente en compañía de un compañero de estudios que había elegido la misma ciudad para empezar su carrera y a los pocos meses llegaron a mi encuentro Anita y su mamá para empezar el experimento de familia que habíamos iniciado en una habitación de la casa de mis padres.
En Santa Marta recibí también el nuevo milenio con su paranoia por el desastre que supuestamente iba a suceder a las 0 horas y cero minutos con 1 segundo del primero de enero del año 2000. Tenía mi primer trabajo de oficina, una casa bien ubicada, una esposa y una inquieta pero amorosa hija a punto de llegar a su segundo cumpleaños. Yo seguía siendo el mismo joven religioso, inocente y soberbio con ganas de hacer una carrera estelar en mi nueva empresa, feliz de vivir en un paraíso de tranquilidad y seguro de haber llegado ya a la estabilidad familiar que deseaba. Pero Santa Marta se encargaría de desbaratarme cada uno de esos sueños y certezas durante los siguientes seis años.
El primer golpe de realidad fue la pronta comprensión de que a pesar de que tratara de convencerme a mi mismo de haber tomado la mejor decisión al tratar de darle a mi hija una familia con su mamá y su papá juntos, mi relación con Liliana estaba destinada al fracaso. No sólo habíamos quedado en embarazo en un momento en el que apenas nos estábamos conociendo y donde ya se veían fisuras en nuestra relación, sino que yo cada vez pensaba más en las experiencias que habría querido vivir antes de embarcarme en semejante compromiso.
Santa Marta es una ciudad de gente alegre, fiestera, tomadora. Sus mujeres eran mucho más extrovertidas y coquetas que las que había conocido en Bogotá y ahí me encontraba peleando contra mis instintos para tratar de mantener los valores cristianos que creía tener fundidos como acero en mi corazón. Pero no había nada que hacer, poco pudieron hacer las lejanas misas dominicales y consejos de mi tía monja. Yo estaba decidido a probar del fruto prohibido y permitirme experimentar esas parrandas, conocer a otras mujeres y como se dice “aprovechar mi juventud”.
Ni siquiera el dolor de separarme de mi hija a quien adoraba con toda mi alma ni las lágrimas de su madre pidiéndome que intentáramos salvar nuestro hogar, lograron disuadirme de retomar el camino de la soltería, esta vez viviendo en el paraíso y con el dinero e independencia de los que no había gozado nunca.
Muy pronto me encontré sin familia ni amigos en una ciudad consagrada al disfrute. Mi casa, en la que poco antes rondaba mi hijita dejando un desorden de juguetes, era ahora la casa de dos solteros a la que llegaban con frecuencia “amigos” con botellas de licor y mujeres a las que apenas conocía, con la intención de divertirse un rato.
No puedo decir que me haya convertido en promiscuo ni alcohólico. Afortunadamente nunca llegué a abusar del trago y mi miedo al rechazo siempre fue un obstáculo para ser un mujeriego empedernido. De hecho, pocos meses después me enamoré de una bella Samaria, con quien eventualmente llegaría a casarme por primera vez. En una de esas vueltas de rosca del destino, que cuando no se aprende la lección se vuelve al mismo destino, terminé otra vez formando un hogar sin tener la madurez ni la convicción de querer hacerlo y arrastrando a ello a mi hija.
Ana María volvió a Santa Marta a vivir conmigo y aunque las cosas funcionaron aparentemente bien por un tiempo más largo que lo que había logrado al lado de su madre, la verdad es que la inmadurez tanto de mi parte como de mi nueva esposa, nos llevaron al lugar en el que había estado con Liliana un par de años atrás.
En aquel momento, además, mi espiritualidad se había reducido ya a su mínima expresión. Sentía cada vez más lejanos los momentos de éxtasis mística que había vivido al inicio de la adolescencia y mi relación con Dios se había convertido en un diálogo interno de formalidad en el que yo pedía protección para mi y mi familia y él a cambio recibiría su visita semanal de los domingos. Lo que sí había vuelto con fuerza era mi deseo de conocer a otras mujeres y vivir más experiencias, convencido de que una hoja de vida con apenas dos mujeres no sería suficiente para… Bueno, nunca he sabido para qué necesita uno conocer a muchas mujeres pero lo cierto es que tenía la certeza de necesitar más experiencias.
En este caso, sin embargo, sentía que a pesar de todo lo que no andaba bien, en realidad amaba a mi esposa, y no quería tener que volver a separarme de Ana María, así que tomé lo que podría llamarse una decisión salomónica: No dejé a Angélica pero tampoco me negué a vivir experiencias con otras mujeres.
Un paraíso perdido
Había mencionado que una de las cosas que más me gustó de Santa Marta era su tranquilidad. Era muy diferente a Bogotá, en donde con tan solo poner un pie en la calle me sentía inseguro, donde había sido víctima de dos o tres atracos a mano armada y como lo narré en un capitulo anterior, las noches podían convertirse en un calvario cuando reventaban los tiros a pocos metros de mi ventana. Santa Marta era otra realidad, uno podía salir a la calle con su teléfono celular en la mano sin miedo a que se lo arrebataran en cualquier esquina. Se podía “rumbear” hasta altas horas de la noche sin el miedo a terminar siendo emburundangado y asaltado para se luego abandonado en un potrero.
Era el paraíso tropical en el que cualquiera quisiera vivir. Excepto que no lo era. De hecho, era todo lo contrario. Pronto aprendí que la tranquilidad reinante no provenía de la ausencia de injusticias sociales o de la eficiente presencia del Estado en todos los niveles. Lo que había en Santa Marta era una mano negra que mantenía el orden a fuerza de gatillo y terror. El dinero del narcotráfico mantenía a la mayoría de los matones y hampones de la región en su nómina con la figura de “vigilancia privada”. Todo el mundo los conocía como los “Chamizos”, un ejército privado bajo las órdenes del capo más poderoso de la región: Hernán Giraldo. Giraldo hacía fluir el dinero interminable de la droga y toda el hampa de la ciudad acataba su mando y mantenía la ciudad “limpia” de malandros.
Esto incluía a todo lo que para el capo considerara inadmisible, incluyendo homosexuales, marihuaneros, metaleros y por supuesto comunistas. Se sabía que los líderes sindicales, candidatos de izquierda y cualquiera que mostrara simpatía por ellos, tenía los días contados en Santa Marta. O se largaban o terminaban flotando en el río Manzanares.
A su vez, Giraldo, que en realidad no era de la región sino del departamento de Caldas, era patrocinado y protegido por la clase dirigente del departamento del Magdalena. Ellos miraban para otro lado ante los abusos de Giraldo, sus múltiples violaciones de niñas, ejecuciones y tráfico de drogas y a cambio Giraldo se encargaba de exterminar a sus enemigos políticos, cuidar sus fincas y “sugerir enérgicamente” que la población votara por los mismos de siempre.
En Santa Marta todo el mundo me decía que la ciudad siempre había pertenecido a gente con los mismos apellidos: Vives, Lacouture, Cotes, Dávila, Zúñiga y recientemente los Gnecco provenientes de la Guajira. Todas las entidades del Estado se las repartían, manejaban los contratos y contrataciones a su antojo y generalmente como botín electoral pero la gente vivía tranquila, tenía suficiente para el mercado y para el ron y todo funcionaba bien.
Pero esta armonía, tal como mis pueriles matrimonios, pronto llegó a su fin. Desde el departamento de Córdoba llegaron las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), el grupo paramilitar que venía expandiéndose por todo el país, aparentemente como parte de la mano negra del gobierno de la “Seguridad Democrática” de Álvaro Uribe, y que era dirigido por el sanguinario Carlos Castaño, ordenador del asesinato de Jaime Garzón.
Se dice que hubo negociaciones de poder entre Hernán Giraldo y Castaño pero un asesinato de un líder de los Chamizos, respondido a su vez por otro par de muertes de las AUC, terminó con el paraíso y lo convirtió en un teatro de guerra entre los dos grupos armados.
Pronto empezaron a circular panfletos de un grupo o el otro ordenando “paros armados”, es decir jornadas en las que no se podía salir a la calle ni abrir el comercio. Otras veces, los panfletos, siempre con pésima ortografía y llenos de amenazas macabras, amenazaban con bombas y ataques terroristas sobre comercios, cuyos propietarios se creía que financiaban al bando contrario.
Fue así como en 2002, circuló el rumor de que Giraldo había ordenado “volar” el almacén K-fir, que era un sitio que frecuentaba con mi familia para mercar. Los propietarios del almacén, que en un panfleto eran llamados “cachacos” por ser, como yo, provenientes del interior del país, eran señalados de ser aliados de las AUC. Por esta razón, el panfleto decía que los “cachacos” tendríamos una navidad negra.
En esa época, mi hermana Julia también vivía en Santa Marta, en un barrio a las afueras de la ciudad junto a su mejor amiga. A su puerta llegaron los vecinos diciéndole que era mejor que no se siguieran vistiendo de negro porque los “chamizos” habían avisado que iban a matar a todos esos metaleros y brujas que había por ahí.
La guerra no haría más que agravarse durante los siguientes meses. Las AUC abrieron dos frentes de batalla: uno contra los “Chamizos” y otro contra las guerrillas de izquierda que había en la zona. Para ese entonces yo tenía que viajar con frecuencia a través del departamento a realizar mantenimiento de equipos y lo que antes era un viaje de contemplación de la belleza natural de la zona, se convirtió en un recorrido de ansiedad y paranoia. No infundada desafortunadamente.
La guerrilla de las FARC secuestró a tres compañeros de mi empresa y los mantuvo por un par de semanas en el monte mientras les obligaban a reparar equipos de comunicaciones. El hermano de mi jefe fue asesinado en un fuego cruzado entre dos grupos de paramilitares en una de las refriegas entre los hombres de Giraldo y los de Castaño. Uno de mis compañeros de oficina regresó un día de uno de sus viajes a un municipio del departamento, con una expresión de miedo como si hubiera visto un fantasma. Nos contó que los paramilitares habían devuelto una camioneta de platón que se habían robado un par de días antes, de la oficina de Ciénaga. Su terror se debía a que todo el platón de la camioneta estaba cubierto de sangre. Sangre que él mismo tuvo que limpiar porque le advirtieron que no se fuera a poner a denunciar ni nada de eso.
Mi encuentro con la realidad de la violencia que yo pensaba que había dejado atrás se dio durante mi regreso de un viaje que hice al Banco, Magdalena. Había logrado conciliar el sueño cuando al cabo de cinco horas de viaje y faltando unas tres para llegar a Santa Marta, sentí que el autobús se detenía de repente. Abrí los ojos y vi cómo tres hombres armados con fusiles y arrodillados en la mitad de la carretera, le apuntaban directo al conductor, detrás del cual me encontraba yo.
Eran famosas en ese entonces las “pescas milagrosas”, que consistían en retenes armados fugaces, que las guerrillas usaban para secuestrar personas con fines extorsivos. No hacía falta ser adinerado para ser “secuestrable”, bastaba con tener acceso a una línea de crédito o tener una vivienda o un vehículo. Sin embargo, lo que me hacía doblemente secuestrable era mi trabajo como técnico de telecomunicaciones, un oficio muy demandado en el monte!
No nos hicieron bajar como había escuchado que se acostumbraba en esos casos sino que uno de los hombres armados y con una pañoleta roja cubriendo su rostro de la nariz para abajo, se subió al bus en el que yo estaba y simplemente nos dijo “Compatriotas: el bus del frente quedó cargado con explosivos. Estamos en paro armado y recuerden que el E.L.N. los lleva en el corazón”.
A los pocos minutos los hombres armados desaparecieron entre la manigua y el conductor del autobús, ignorando la orden de “paro” maniobró el vehículo pasando a pocos centímetros del bus-bomba durante un par de los minutos más largos de la vida y en un acto que no sé si fue valeroso o estúpido, pero que finalmente me evitó la agonía de permanecer en ese sitio y la posibilidad de regresar sano y salvo a casa.
No fue el último susto por carretera que me tenía guardado esa bella región. Un año más tarde y durante un viaje recurrente que hacía yo entre Santa Marta y Barranquilla, donde me encontraba adelantando mis estudios de Ingeniería Electrónica, fui víctima de un atraco con arma de fuego por parte de una banda de asaltantes que había abordado el mismo bus en el que viajaba. Era un hecho que se venía repitiendo cada vez con más frecuencia y en el que a menudo los asaltantes no sólo se limitaban a despojar a los pasajeros de sus pertenencias sino que en ocasiones habían perpetrado violaciones y lesiones graves a algunos pasajeros.
En aquella ocasión tuve el mal juicio de tratar de esconder mi teléfono celular y como consecuencia tuve un revolver apuntando a mi cabeza junto con le primera – y espero que la última – amenaza de muerte de mi vida. El atraco duró entre 10 y 15 minutos y culminó conmigo caminando por una desolada carretera a 38 grados centígrados, sin sombra, hasta que un buen samaritano me recogió y me llevó de vuelta a Santa Marta.
Ese día abandoné mis estudios de Electrónica y evité a toda costa volver a Barranquilla.
Viviendo por vivir
No sé si habrá sido la cercanía de la muerte, la ansiedad por la violencia reinante o mi inconformidad por no haber vivido lo que creía que tenía que vivir. En cualquier caso, adopté como mantra “aprovechar las oportunidades”. También solía decir en ese tiempo “prefiero arrepentirme de haber hecho algo que arrepentirme por no hacerlo”. Así que empecé a crear un espacio de libertad entre mí y mi esposa que llené con nuevos amigos y amigas, negocios y fiestas.
También me alejé de mi hija, quien terminó pasando más tiempo con su madrastra que conmigo y de mis padres, a quienes no llamaba ya más que unos pocos minutos al mes. Era como si necesitara ser otra persona cuando estuviera fuera de casa. Cuando volvía me seguía portando como siempre pero tanto mi esposa como mu hija sabían que yo no estaba por completo allí.
Entre copas con mis compañeros de trabajo y largas conversaciones con amigas llegó mi primera infidelidad. Algo que siempre me produjo mucha curiosidad y miedo a la vez, resultó ser mucho más fácil de lo que pensaba. Las palabras de mi padre quien aún hoy dice “nunca le he fallado a su mamá”, me habían generado inspiración al principio, luego indiferencia y por último temor.
Mi amante era una mujer de buen corazón, noble y entregada. Se enamoró de mi aunque yo no de ella. Finalmente la estaba usando para vivir mi experiencia, para aprovechar mi oportunidad. Me acostumbre a mentir todos los días, hacerlo mirando a los ojos e ignorar el sufrimiento de todos los que me rodeaban: Mi madre y hermanas que sospechaban en lo que andaba, mi esposa que tenía la certeza y mi hija que ya no veía a su padre.
Por no estar enamorado de mi amante, me fue fácil dejarla cuando encontré un nuevo interés sentimental, o más bien sexual debería decir. Conocí a Nátaly, una bella samaria, bailarina, coqueta y una de las personas más seguras de sí misma que haya conocido. Había escuchado mucho hablar de ella porque algunos amigos comunes la consideraban la chica más sexy del grupo. Ella sabía de mi porque había escuchado que yo era el esposo de la chica más linda del grupo. Yo me decidí a conquistarla porque quería demostrarme que podía conseguir a la mujer que yo quisiera. Ella se decidió a conquistarme porque quería demostrarles a todos que hasta el marido de la que creían más linda estaba detrás de ella. Esto lo supe por una amiga y confidente en común.
Ahí estaba yo de ingenuo creyendo que tenía el control de la situación y ella, que a pesar de tener solo 21 o 22 años, ya tenía mucha más experiencia que yo, sabía que había ganado desde el comienzo, o eso pensaba.
Ella notaba a leguas mi inexperiencia y sabía cómo hacer para seducir a un hombre tan superficial como yo. Me desbarató con sus detalles, sus halagos, su sensualidad y su impredictibilidad. A veces desaparecía por días sin dejar rastro, de pronto aparecía en mi oficina con un vestido que dejaba muy poco a la imaginación y una caja de flores para mí. A veces sólo me llegaban historias de haberla visto en un bar con otro hombre. Era un enigma pero sobre todo un reto para mi ego.
Por otra parte yo noté su principal vacío afectivo: el dolor por la ausencia de su padre y supe explotarlo para mi beneficio. Mi fuerte dimensión paternal se abrió para ella y le brindé todo el cariño y ternura que podía fingir, hasta que se volvió real. Creo que los dos nos enamoramos mutuamente al tiempo que mi esposa salía de mi corazón y yo me seguía alejando del de ella.
Fue entonces cuando comprendí que lo que me había dicho mi madre era cierto: en mi casa ya no había un hogar. Se me ocurrió que sería fácil pasar la página; ya lo había hecho una vez y eso que era la mamá de mi hija, además ahora tenía a Nátaly, por quien ya tenía sentimientos muy fuertes así que podría dar trámite rápido a una nueva separación. El único dolor real que sentía era que nuevamente había tenido que separarme de Ana María, quien había partido para Bogotá con mi mamá.
El Purgatorio
Lo que no tuve fueron las agallas para decirle a Angélica que ya no quería seguir siendo su esposo. En cambio, me volví cada vez más displicente y distante, además de descuidado con mis mentiras y disimulo. Una noche contesté una llamada de Nátaly a sabiendas que el teléfono tenía una extensión y que Angélica la usaba con frecuencia para escuchar mis conversaciones.
Cuando escuchó mis declaraciones de amor a Nátaly no aguantó más y bajó a decirme que se iba de la casa. Nos devolvimos los anillos de matrimonio y se fue. No sentí nada, no había alegría pero tampoco tristeza. Creo que no soñé nada esa noche, era como si nada hubiera pasado, como si no se hubiera terminado de despedazar ahí mi vida de los últimos 4 años.
A la mañana siguiente llamé a Nátaly y le dije que quería verla. Supuse que era buen momento para contarle la noticia y conversar sobre los cambios que tendría nuestra relación. Esa mañana no sentía alegría todavía pero sí emoción. Me imaginaba poder disfrutar de mi romance con Nátaly sin las restricciones de las mentiras y las apariencias.
Cuando llegué a su casa le conté lo que había pasado y su expresión fue apenas de lástima – “Ay precioso, no te preocupes que yo te voy a cuidar”. Sin embargo, parecía ocupada. Me pidió que la esperara en la sala de estar mientras terminaba algo que estaba haciendo. Pasaron unos minutos y de pronto vi a algunos metros de distancia a una señora de unos 50 años con cabello corto y vestido desaliñado. Tenía en sus manos una botella de Coca-Cola dos litros llena de un agua amarillenta y algunas yerbas. Recuerdo que me miró fijamente a los ojos con una expresión adusta y siguió de largo.
Yo sentí algo que nunca había sentido. Esa mirada me despertó un terror inmediato, similar al que sentí ese día cuando vi de frente a los guerrilleros o cuando el atracador me apuntó un arma a la cabeza. Yo corrí a buscar a Nátaly y le pregunté quien era esa señora – “Es una señora que le ayuda a mi mamá, ¿por qué?”. Yo no le respondí pero sentí la necesidad de irme de ese lugar inmediatamente. Era como si algo hubiera cambiado dentro de mi de un momento a otro, me sentía como despertando en un lugar desconocido.
Creo que inventé alguna excusa y me marché con una sola idea en la cabeza: tenía que hablar con Angélica y convencerla de que volviera a la casa. Acababa de darme cuenta de que había cometido un error terrible y que amaba a mi esposa tanto o más que nunca.
Ése fue el comienzo de mi calvario. Le dije a Nátaly que no podía estar con ella y que iba a recuperar mi matrimonio. Creo que ella misma debió sorprenderse también de su reacción porque sin duda fue mucho más fuerte y dolorosa de lo que seguramente había imaginado. Pero como solía suceder, poco me importó su dolor, o el de mi esposa, pero me importaba mucho mi dolor que no hacía más que aumentar y volverse más desesperante.
No hace falta enumerar las muchas veces que Angélica se negó a volver a mi lado. Yo sentía que perdía cada vez más el control: Al no poder reconquistarla intenté rogarle y como eso no funcionaba, también la insultaba o me alejaba definitivamente… Hasta que me desesperaba por no tenerla a mi lado y la volvía a buscar. Para ella era claro que lo que tenía al frente no era más que un remedo del buen hombre que conoció alguna vez y quizás también tenía ella misma sus propios sueños de volar, vivir otras experiencias, ser la protagonista de su vida.
Aún así, no se alejó por completo. Seguía ahí como un fantasma que está pero no existe y yo seguía descomponiéndome en lo que ahora comprendo que fue mi primera crisis de ansiedad. No podía concebir la posibilidad de haber perdido por completo el control, de haber perdido lo que había sido más importante para mi y todo por mi propia culpa.
En las noches comencé a tener pesadillas recurrentes del fantasma de una mujer que me reclamaba por haber acabado con su vida, por haberle robado su felicidad. Con frecuencia esos sueños eran muy vívidos y en ellos me encontraba poseído por espíritus que me inmovilizaban o me hacían levitar. Por otra parte buscaba refugio en otras mujeres, fiestas y licor.
En una de esas fiestas tuve un encuentro un poco espeluznante. Conocí a un miembro de los “Chamizos”, el ejército paramilitar de Hernán Giraldo. Probablemente se trataba de alguien de un rango bajo y la verdad me pareció un tipo agradable. Conversamos de cualquier tema y cuando una amiga común me llamó por mi nombre, el muchacho cambió de expresión y me preguntó: – “Tú eres Manuelávila?” (la gente de la región con frecuencia omite la pausa entre nombre y apellido). Cuando le dije que sí, me miró a los ojos y me dijo “Yo a ti te iba a matar. Yo soy muy amigo de Alix (el otro nombre de Nátaly) y cuando la vi vuelta mierda porque la dejaste, le ofrecí que si quería te mataba. Ella me dijo que no, que si te pasaba algo ella se moría, así que la pelada te salvó la vida”.
Estar cerca de la muerte tantas veces nos hace mas prudentes; tal vez esas experiencias, son el impulso para valorar la vida mucho mas que vivir en plena zona de confort.
tener algo de fricción, frió y hambre, curte el espíritu y lo prepara para esos momentos difíciles.