Última actualización el 2023-10-30
Al comenzar a escribir mi historia en 2019, pensé que lo hacía porque había alcanzado el final de mi odisea espiritual. Creía tener, en mi versión del chamanismo, ese punto de equilibrio entre la razón y el misticismo que tanto busqué, así que decidí que era el momento de hacer balance y poner por escrito el testimonio de mi odisea desde el materialismo a la espiritualidad.
Por aquel entonces, ya asentado en Canadá y a la espera de mi hijo Benjamin, seguía oficiando ceremonias chamánicas cuando se presentaba la oportunidad. Dirigí un par de círculos de palabra con familiares y algunos amigos que estaba interesados en conocer este tipo de ceremonias, y en dos oportunidades realicé limpias de tabaco a dos personas que buscaron de mi ayuda con situaciones de conflicto con sus parejas.
Veneré cada oportunidad de portar mis vestiduras y collares, tocar el pincuyo o la armónica y fluir en el performance del chamán oficiante. A diferencia de Colombia, donde lo difícil evitar descuidar otros asuntos por estar participando en encuentros espirituales, en Canadá dichos eventos eran inusuales. Por eso, ocasionalmente asistí a los círculos de palabra que el abuelo Luis organizaba por videoconferencia y coordiné algunas mambias virtuales con amigos de Colombia para mitigar mis nostalgias de curandero.
También mantuve por algún tiempo costumbres folclóricas que me quedaron de mi pasado muisca, como bañarme con jabón azul de lavar ropa marca “Rey”, insuflarme con tabaco en polvo de vez en cuando y articular rezos y conjuros en momentos de dificultad o incertidumbre. No obstante, gradualmente y sin percatarme, me encaminaba irremediablemente hacia un escepticismo radical.
El catalizador de esa transformación fue una modesta aplicación móvil que instalé ese año en mi teléfono celular. Se trataba de Libby, la app oficial del sistema de bibliotecas de la ciudad de Toronto, que conocí gracias a la recomendación de una compañera de trabajo. Esta sencilla app fue una puerta al mundo del saber: no solo podía reservar cualquier libro digital de la red de bibliotecas, sino que también gané acceso a miles de audiolibros, tanto de ficción como de no ficción. Esto fue perfecto para mí, ya que nunca fui aficionado a la lectura en papel; a menudo me encontraba adormilado tras leer solo unas pocas páginas, a no ser que se tratara de una lectura trepidante como algunos de los libros de Dan Brown, o los inolvidables “Brandeburgo” de Glenn Meade y “La Máquina de la Verdad” de James Halperin.
Debido a esto, fueron pocos los libros que leí cuando vivía en Colombia y aún menos los relacionados con ciencia, escepticismo o no ficción. Pero eso cambió cuando pude acceder a una colección prácticamente ilimitada de libros en la palma de mi mano. El primer audiolibro que escuché con la app fue “Una Nueva Tierra” del canadiense Eckhart Tolle, autor de “El Poder del Ahora” – un libro que aún considero infaltable en la biblioteca de un viajero espiritual.
Sin embargo, ‘Una Nueva Tierra’ no me impactó como lo hizo el primer libro de Tolle; en lugar de eso, lo encontré repetitivo y pretencioso, como si el autor estuviera autoplagiándose, tratando de replicar las emociones que evocó con su best seller. Y no es que el libro fuera malo, sino que yo ya no era aquel aspirante a la iniciación descubriendo un nuevo mundo. Todo cuanto encontraba en los libros de espiritualidad me parecía repetición, ya fuera de las palabras de Mara, las líneas de Osho o Kalil Gibran, de los vedas hindúes o del dhamma budista.
Pero poco después volvería a experimentar esa sensación de trepidación intelectual y sobrecogimiento, ya no por el descubrimiento de la sabiduría ancestral de la espiritualidad – que sigo atesorando en mi vida – sino por la increíble historia de la raza humana y la comprensión de muchas de nuestras tribulaciones actuales a la luz de la antropología y la etnografía.
El libro que transformó mi forma de ver el mundo y que renovó mi entusiasmo por el conocimiento científico fue “Sapiens” del autor israelí Yuval Noah Harari. También devoré sus secuelas: “Homo Deus” y “21 Lecciones Para el Siglo 21”, donde explora el presente y posibles futuros de la humanidad. Causalmente, en la última parte de Homo Deus, Noah Harari cuenta haber encontrado la inspiración para escribir ‘Sapiens’ durante un retiro espiritual de meditación Vipassana que realizó unos años atrás.
Y ya no pude parar: seguí con los libros futuristas de Michio Kaku, la exploración astrofísica de Brian Greene y Neil Degrasse Tyson, los reveladores estudios de la mente humana de Malcom Gladwell, los tratados sobre el azar de Nassim Nicholas Taleb hasta llegar a los profundos estudios sobre biología evolutiva de Richard Dawkins, quien es además un reconocido ateo y duro crítico de las religiones y del pensamiento mágico y supersticioso.
Pero fue el libro del astrofísico americano Sean Carroll “El cuadro completo”, el que me mostró la salida que estaba buscando para poder armonizar todo el cúmulo de conocimiento fáctico – frío y maravilloso – que estaba adquiriendo, con la sabiduría espiritual que aún estaba vigente en mi vida, y que incluso había reivindicado al darme cuenta de que la mayoría de esas enseñanzas ancestrales no contradecía ninguno de los conceptos científicos que estaba estudiando.
En “El cuadro completo”, Sean Carroll fusiona una visión científica y natural del mundo con una apreciación poética, e incluso mística, de la realidad. A esta forma de entender el mundo la llama “naturalismo poético” y cuando lo escuché, comprendí que era exactamente lo que estaba buscando.
El núcleo del naturalismo poético radica en la idea de que no existe una división entre materia y espíritu; más bien, hay un solo mundo: el mundo natural. Este mundo sigue patrones determinados por las leyes de la naturaleza y podemos aprender sobre él a través de la observación y la experimentación empírica.
Sin embargo, el aspecto ‘poético’ del naturalismo poético reside en que existen múltiples maneras de describir y hablar de ese mundo. Estos enfoques se sustentan en narrativas e interpretaciones que dependen del nivel de la realidad que se observa y de la perspectiva que se adopte para describirla. Así pues, diferentes contextos o perspectivas pueden requerir diferentes formas de lenguaje para su descripción, incluyendo términos poéticos o incluso místicos.
La única regla es que todas esas formas de hablar sobre el mundo deben ser consistentes entre sí, y también con las observaciones de la realidad.
No recuerdo si Sean Carroll hizo alguna referencia a Carl Sagan en “El cuadro completo” pero tan pronto como comprendí el naturalismo poético, evoqué mis líneas favoritas del fallecido comunicador científico en su maravillosa serie “Cosmos” de 1980. Me transporté a mi casa en el barrio “Gustavo Restrepo” en el sur de Bogotá, allá por 1988, saltando al pesado sofá de tela beige con líneas rojas frente al televisor, al escuchar las primeras notas de “Entends-tu Les Chiens Aboyer”, la melodía de Vangelis con la que iniciaba un nuevo episodio de Cosmos.
Una de las razones por las que Carl Sagan se convirtió en una figura tan influyente para millones de personas en todo el mundo fue precisamente su uso de un lenguaje poético, yo diría que casi espiritual para referirse a la naturaleza y el universo. Algunos ejemplos que se fijaron en mi mente hace más de tres décadas fueron:
Carl Saga
- «Somos la forma que el cosmos tiene de conocerse a sí mismo.»
- «El nitrógeno en nuestro ADN, el calcio en nuestros dientes, el hierro en nuestra sangre, el carbono en nuestras tartas de manzana, fueron fabricados en el interior de estrellas colapsando. Somos polvo de estrellas.»
- «La ciencia no es solo compatible con la espiritualidad; es una fuente profunda de espiritualidad.»
- «Para hacer un pastel de manzana desde cero, primero debes inventar el universo.»
Ahora creo que mi búsqueda espiritual, desde el principio fue el tratar de entender esas frases que sonaban tan mágicas y evocadoras para un niño de 8 años, pero que requirieron de muchas horas de lectura y estudio para poder ser comprendidas en toda su magnitud.
Esta es probablemente la razón por la que sentí que me enfrentaba a una verdad profunda cuando los abuelos muiscas me dijeron que nuestro origen no era la Tierra, sino que proveníamos de las estrellas, quizás de Alción o de las Pléyades. Me dejé llevar por las fantasías de viajes interestelares de Sixto Paz Welch, la implausible geometría sagrada de Drunvalo Melchizedek y las descabelladas teorías pseudocientíficas del agua magnetizada del abuelo Juver.
El efecto pandemia
Sin embargo, estas creencias místicas y románticas, que parecían inofensivas, revelaron su lado más peligroso durante la pandemia de la Covid-19 entre 2020 y 2021. Tal vez el miedo y el afán por entender una situación tan atípica llevaron a millones de personas a dar crédito y diseminar teorías de conspiración sobre el origen de la enfermedad y sus efectos, pero más insidiosamente, sobre la supuesta ineficacia o incluso peligrosidad de la vacunación o incluso de un inocente tapabocas de trapo.
Luego vinieron las falsedades más retorcidas y trascendentales relacionadas con la supuesta usurpación de la presidencia de Donald Trump que causó los disturbios en el Capitolio Americano en enero de 2021, que incluían la visión de Trump como un paladín de la justicia y el bien luchando contra un retorcido cabal de pedófilos y satanistas enquistados en el centro del poder en Washington.
Desde que escuché esas teorías por primera vez, me pareció increíble que alguien con algo de sentido común pudiera dar crédito a semejantes despropósitos. En casi todas esas ficciones virales saltaba a la vista el desconocimiento sobre la biología del virus, sobre la forma en que funcionan las vacunas, ignorancia sobre los mecanismos de defensa del cuerpo humano, o la forma en que funcionan la ciencia médica y la industria farmacéutica. Además de un sinfín de contradicciones y falacias lógicas.
Debo reconocer que juzgué a la ligera a mis amigos y conocidos que compartían en sus redes sociales todos esos bulos y desinformación, y me pregunté cómo era posible que personas que en su mayoría yo consideraba inteligentes e incluso sabios, pudieran creer en tantas insensateces.
Pero lo que de verdad debería haberme sorprendido era que yo hubiera permanecido del lado de la información oficial y aquella proveniente de instituciones de renombre, sin considerar plausible casi ninguna de esas teorías alternativas. Después de todo, no mucho tiempo atrás, yo también albergué creencias que no se distanciaban mucho de las locas teorías sobre el virus creado en laboratorio como arma química o las propiedades milagrosas del blanqueador de ropa.
Recapitulando mi camino en la religión, el esoterismo y el chamanismo, encontré muchas de esas creencias, similares a las que ahora veía con desaprobación en mis antiguos compañeros de camino. Para empezar, la obsesión con la contención del semen tan presente en muchas variantes del esoterismo y la espiritualidad. Por años creí que no eyacular me otorgaba alguna energía sanadora y sobre todo un poder que era fungible en salud, prosperidad y tranquilidad.
Místicos de muchas culturas han adoptado alguna forma de ascetismo sexual como vehículo para encontrar la iluminación, aunque a la vez, casi todos ellos pregonan la magia sexual como el mecanismo más elevado de transmutación y conexión con la divinidad. Eso sí, ¡sin eyacular!
También acepté y promoví sin ninguna gota de escepticismo el consumo sin mayor restricción de plantas de poder, sobre todo del tabaco. Durante años ofrendé tabaco en ceremonias, mambias y encuentros informales, a menudo ante la presencia de niños de menos de diez años. Consentí que mi hija Ana María hiciera uso de múltiples formas de tabaco teniendo esta edad, aceptando la doctrina Muisca de que aquello no revestía ningún peligro para la salud, ya que no se trataba de cigarrillos con alquitrán y otros aditivos químico, sino de una planta sagrada y que sus supuestos efectos cancerígenos no eran más que una conspiración de los poderes oscuros del mundo para alejar a la humanidad de esta fuente de poder y conexión divina.
De hecho, por mucho tiempo repetí que usar tabaco en polvo por vía nasal, a la usanza ancestral de los Muiscas, no sólo no era peligroso, sino que era una buena forma de prevenir la gripa y otras enfermedades respiratorias.
Y así, me sentí con la autoridad y conocimiento suficiente para dirigir ceremonias de tabaco en las cuales induje estados entre leves e intermedios de intoxicación en los participantes, como parte del ejercicio ritualístico de la limpia de tabaco.
Todo aquello en su momento parecía sano y legítimo. Los abuelos Muiscas, herederos de la tradición milenaria de las comunidades indígenas del centro de Colombia me entregaron la iniciación en tabaco y, por lo tanto, yo podía confiar en que el espíritu elemental del tabaco me guiaba y ponía en mi mente la información necesaria para hacer uso de ese poder que se me había otorgado.
Aún durante el tiempo de la pandemia realicé unas pocas ceremonias de tabaco, si bien es cierto que moderé su uso y no lo volví a hacer en presencia de niños. Aunque no tenia del todo claro en mi mente si aún creía tan fervientemente en todo aquello.
Pero yo ya no era el mismo. Esos años de educarme sobre ciencias, leyendo a algunas de las mentes más legítimas en astrofísica, biología, neurociencia y psicología, fueron deteriorando poco a poco los débiles y artificiosos andamiajes mentales que sostenían mis creencias. En este proceso fue especialmente instrumental la comprensión de la forma en que funciona el cerebro humano, con sus múltiples capas, columnas corticales que modelan la realidad y sistemas de protección que conllevan como efectos indeseados los numerosos sesgos mentales y espejismos conceptuales con los que lidiamos.
Entonces, a pesar de la nostalgia que me producía recordar esos tiempos felices y mágicos de mi camino chamánico, sentí que las circunstancias del mundo en ese momento demandaban una posición firme con respecto a la mentira, la manipulación y la desinformación. Desde luego, no porque yo tuviera ningún papel importante en los eventos que se estaban desarrollando sino por mi rol como guía y custodio de mi familia, además porque sabía que ejercía – y ejerzo – alguna influencia en muchos familiares y amigos que buscan mi consejo y confían en mi criterio.
Enfrentando la realidad
La pandemia reveló la cara oculta, o tal vez el verdadero rostro del pensamiento mágico que practiqué durante años. Ante la disyuntiva entre frio conocimiento basado en evidencias por una parte, y por la otra, creencias basadas en la fe que a veces traen sosiego al alma, pero que a veces causan la muerte, claramente me decanté por el camino del escepticismo.
Sin embargo, aún me costaba trabajo aceptar del todo la idea de que no hubiera ninguna forma de escapar de la tiranía del azar. Me causaba ansiedad pensar que mis seres queridos y yo fuéramos tan vulnerables a la calamidad como cualquier mundano, sin importar nuestros méritos espirituales ni las promesas de protección del yagé o del Espíritu Santo.
Pero cualquier asomo de duda al respecto se desvaneció cuando presencié el triste y doloroso calvario de mi tío Álvaro en la etapa final de su lucha contra el Cáncer. Si había alguien que no merecía un castico como ese, era precisamente mi tío; un hombre dedicado a su familia y a su finca, ajeno a adicciones, enemistades y habladurías.
Los supersticiosos podrían argumentar que la razón por la cual mi tío terminó sus días de esa forma tan cruel fue precisamente por su falta de fe en la protección de un ser supremo. No estoy seguro de que mi tío no creyera en Dios, pero aún si lo hacía, es poco probable que hubiera creído que asistir a misa dominical o irse de peregrinaje a un santuario católico habría hecho alguna diferencia en su situación.
Lo que sí dejó bien claro fue su rechazo a la teoría simplista de que el origen de su enfermedad tuviera algo que ver con una supuesta incapacidad para comunicar sus emociones o sentimientos; y así se lo reclamó a la doctora Eusebia cuando ella quiso acudir a la pseudociencia para encontrar la raíz de su mal.
Esa anécdota me recordó un libro que leí un par de años antes llamado «Todo sucede por una razón y otras mentiras que he amado”. En él, la autora canadiense Kate Bowler cuenta las experiencias que vivió después de ser diagnosticada con cáncer de colon en etapa IV. Habiendo crecido como miembro de la iglesia Menonita, practicante del llamado “evangelio de la prosperidad”, Kate tuvo que enfrentar – además de la enfermedad – el juicio frecuente de otros miembros de su comunidad para quienes la tragedia que estaba viviendo no podía tener otra causa que el incumplimiento de sus obligaciones para con Dios.
Yo mismo escuché afirmaciones parecidas de abuelos y sabedores de la comunidad muisca, refiriéndose a enfermedades, separaciones e incluso el fallecimiento de otros miembros de la comunidad. Era frecuente que se refirieran a esas situaciones como evidencia de la falta de “trabajo espiritual” del desdichado, o incluso que su infortunio habría sido la consecuencia de haberse alejado de la comunidad o de haber desobedecido a los abuelos.
Siempre me pareció que en esas aseveraciones había una amenaza velada: si ustedes se alejan de la comunidad o nos desobedecen, puede que tengan que padecer un castigo similar. Luego supe que esa es justamente una de las tácticas que emplean los líderes de la mayoría sectas para asegurar la lealtad incondicional de sus miembros.
También reconocí en el libro de Kate Bowler otra táctica sectaria, más sutil pero igualmente insidiosa: Tus correligionarios te dirán que oran por ti y tu familia y que las “bendiciones” de las que gozas son en parte el resultado de las plegarias de los otros miembros de la iglesia, pero sobre todo de los pastores o líderes.
Durante mi búsqueda espiritualidad encontré varias versiones de esa creencia, desde la idea de que mientras tomara yagé, mi familia y yo estaríamos protegidos de todo mal, hasta la doctrina de las “aseguranzas” en las que a través de un mamo o sacerdote chamán, se adquiría una exclusiva protección espiritual con la que igualmente garantizaba mi seguridad y prosperidad.
Un ejemplo de este chantaje disimulado fue cuando le conté al abuelo Suaga Gua que David Collins me había ofrecido un trabajo en su empresa en Estados Unidos. Su respuesta fue:
– “Si, los abuelos estuvimos trabajando desde el espíritu para que eso se diera”
La implicación clara era que, de no haber contado con la intercesión de los líderes de la comunidad, no habría podido alcanzar ese logro. Lo que no sabía el abuelo era que yo llevaba cinco años cultivando mi amistad con David y demostrándole mis conocimientos y habilidades, con la mira puesta en lograr trabajar con su empresa en algún momento.
Confundidos por el azar
Pero mi tío Álvaro no aceptó el grosero chantaje de la superstición mística, ni siquiera teniendo a la muerte respirándole en la nuca. Tampoco accedió a refugiarse en las promesas milagrosas de la fe ni en el consuelo ilusorio de una vida plena en el más allá. Mientras sostenía su mano durante una de las visitas que le hice en 2022, busqué en mi mente las palabras para hablarle sobre el yagé y sugerirle que lo recibiera como una herramienta que le permitiría encontrar un propósito para su sufrimiento y tal vez una preparación para su encuentro con la muerte. Pero no conseguí hacerlo. Ese anciano sabio tenía mucho más que enseñarme sobre la vida de lo que yo creía saber sobre la muerte. Guardé silencio y me retiré, sintiendo que era más lo que él me estaba ayudando, de lo que yo esperaba haberle ayudado a él.
La última vez que lo vi me sonrió y hablamos sobre la música y el campo, así como lo hicimos más de 30 años atrás cuando me enseñó a jugar ajedrez.
Las células del cuerpo no entienden de religiones o iniciaciones místicas. No se pueden chantajear o persuadir para que actúen de forma diferente a lo que les indican las espirales del ADN en su núcleo. Cada célula cumple con el propósito para el cual evolucionó transformando glucosa en energía, contribuyendo con la formación del tejido al que pertenece y reproduciéndose de manera controlada.
Pero hay una misión adicional que las cédulas deben cumplir: en su debido momento, cada célula de nuestro cuerpo está programada para autodestruirse. El nombre científico de este proceso es “apoptosis” y es lo que podría llamarse la “muerte programada” de las células. Es un proceso muy importante ya que disminuye la probabilidad de mutaciones genéticas nocivas y asegura un suministro regular de células jóvenes y vigorosas que sostengan ese proceso maravilloso al que llamamos vida.
En algunas ocasiones, sin embargo, ocurren pequeñas alteraciones en el código genético de la célula, que pueden ser causadas por alguna sustancia cancerígena o incluso por algo tan improbable como una concentración de rayos cósmicos incidiendo directamente sobre el núcleo celular. Esas mutaciones pueden alterar los dos últimos procesos celulares mencionados anteriormente: la reproducción y la muerte celular.
Cuando eso sucede, la célula puede reproducirse descontroladamente y/u “olvidar” su obligación de autodestruirse en su debido momento, creando una avalancha de células mutantes que emulan este comportamiento. Esto es lo que se conoce como cáncer. En el caso de mi tío, ese proceso se inició en la base de su lengua, probablemente un par de años antes de que la proliferación descontrolada de células cancerosas se convirtiera en un tumor perceptible.
No fueron sus creencias o ausencia de ellas, ni sus palabras o sus silencios lo que desencadenó el cruel castigo que se tragó la lengua y parte de la garganta de un buen hombre, llevándolo a la tumba. Fue el implacable azar el que con sus dados cósmicos sentenció la suerte de me tío. En condiciones normales, el sistema inmune se encarga de aniquilar las células mutantes que se “rebelan” contra sus instrucciones, pero mi tío era ya un anciano y su sistema inmunológico era mucho más propenso a fallar en su misión de controlar las incipientes células cancerosas. También vivió en una época con muy poca información y protección ante agentes cancerígenos, en particular componentes tóxicos presentes en insecticidas, fungicidas y herbicidas, con los que un agricultor como mi tío mantuvo contacto frecuente durante muchos años.
A estas predisposiciones se sumaron sin duda la precariedad del sistema médico preventivo en el campo colombiano y las circunstancias especialmente adversas para un diagnóstico oportuno como las existentes durante una pandemia mundial – un evento que en promedio sucede cada 100 años. En las palabras folclóricas de mi madre: “ya le tocaba”.
A pesar de lo doloroso de la situación, ver a mi tío sonreír y hacer chanzas cuando nos despedimos antes de mi viaje de regreso, me reconfortó enormemente. No porque yo creyera que su sufrimiento le hubiese dado una tregua o porque no fuera consciente que esa era la última vez que lo vería con vida, sino porque me recordó esa epifanía que tuve bajo las aguas de la cascada de Juan Curí en diciembre de 2015: “no importa cuán desesperada sea la situación o que tan doloroso sea el camino, siempre habrá un nuevo amanecer, y siempre existirá una manera de volver a ser feliz.”
Un nuevo camino
Lo más difícil de partir es dejar atrás a quienes amas, y dejar atrás un sistema de creencias es una forma de marcharse. Al menos cuando viajas, siempre tienes la posibilidad de volver, así sea de visita, pero cuando abandonas algo tan etéreo, pero a la vez tan real y profundo como tu forma de ver y entender la realidad, no hay marcha atrás.
Al terminar de escribir las memorias de mi viaje espiritual, aún conservo algunas de las prácticas que frecuenté durante casi quince años: Tengo un pequeño altar chamánico en un rincón de mi casa en Toronto, con un par de frasquitos de tabaco en polvo, unos cuantos tabacos cubanos, un manojo de salvia blanca, mis collares y algunos símbolos esotéricos.
Pero más que un lugar de oración o meditación, mi altar es ahora una ventana a un pasado que atesoro con gratitud y nostalgia. Cuando me pongo de pie frente al altar, ya no puedo sentir la reverencia y excitación que sentí muchas veces cuando creía que las plantas sagradas y la meditación me llevarían a explorar otros mundos, revelar los misterios del universo o atraer la buena fortuna. Pero sí puedo reconocer en mi la misma emoción por explorar el universo y por intentar encontrar la verdad sobre el mundo que nos rodea.
No me arrepiento de haber invertido tanto tiempo y energía en mi búsqueda espiritual, por la misma razón por la cual un científico no puede arrepentirse de haber formulado hipótesis y realizado experimentos que resultaron no ser acertados. Comprobar que no se tiene la razón no es un error sino por el contrario, es estar un paso más cerca de la verdad.
Y esa fue mi intención desde el principio. Cuando viví la experiencia más espectacular, traumática y maravillosa de mi vida durante mi primera toma de yagé en la Mesa, me comprometí a escudriñar ese mundo mágico y místico hasta comprobar por mí mismo qué tan real fue todo lo que vi y sentí esa mañana de octubre de 2009.
Y me propuse no hacerlo como una simple curiosidad, sino como mi prioridad absoluta. Razoné que, si de verdad éramos seres inmortales, viajando por el universo de regreso a nuestro origen en el centro del todo, entonces ¿qué podía ser más importante que encontrar el camino que me permitiera hacer ese recorrido de forma correcta y poder guiar a los míos a través de él?
Desde luego, no todo lo que encontré durante el viaje fue un engaño. Gracias a la espiritualidad, hallé maestros y enseñanzas llenos de sabiduría que estoy seguro de que no habría conocido de otra manera. Descubrí el poder sanador de círculo de palabra, la magia transformadora de la observación atenta con la observación consciente y varias otras estrategias para controlar los impulsos más dañinos de la mente humana.
También me encontré con personas maravillosas a quienes hoy llamo mi familia espiritual. Todos ellos, a diferencia de mí, permanecen fieles a sus creencias místicas, pero a pesar de nuestras diferencias, me siguen profesando su cariño y confianza, de la misma forma que antes de mi “conversión”.
Esto es en parte, gracias a mi descubrimiento del “naturalismo poético”, el cual he aplicado durante los últimos años en mi podcast “Espiritualidad y Ciencia”. En ese espacio, en el que en un lapso de cuatro años compartí la historia de mi camino espiritual, no intenté – a pesar de mi nuevo escepticismo – emprender una cruzada en contra de la religión o del esoterismo, sino encontrar un punto de encuentro entre el respeto por la verdad, y la forma mágica de ver el mundo que amamos los latinoamericanos, sobre todo quienes tenemos una inclinación por lo oculto.
En esta nueva etapa de mi camino espiritual no solamente he encontrado formas de espiritualidad en la ciencia sino también manifestaciones de religión en el escepticismo. Un ejemplo de esta conexión inversa entre espiritualidad y ciencia lo encontré en otro podcast: “The Skeptics’ Guide to the Universe” o la “Guía del Universo para Escépticos”.
En 2022, mi periplo de lectura sobre ciencia me llevó al primer libro que publicó Steven Novella, un autoproclamado nerd, cofundador de la Sociedad de Escépticos de Nueva Inglaterra. En el libro, el Dr. Novella, que es también neurocirujano, presenta una didáctica explicación de los sesgos o fallas sistémicas que afectan la percepción de la realidad en la mente humana. También explica las falacias lógicas más comunes a las que recurrimos cuando pretendemos defender una idea sin contar con las evidencias o argumentos lógicos consistentes que la respalden.
El libro me llevó al podcast que el Dr. Novella y sus hermanos Bob y Jay llevan publicando semanalmente desde 2005. Motivado por la idea de aprender más sobre el escepticismo, empecé a escuchar en orden los episodios del podcast desde su primera emisión y al momento de escribir estas líneas apenas iba en el primer episodio de septiembre de 2009.
El ejercicio, además de enriquecedor intelectualmente y buena compañía durante mis trayectos en bicicleta y antes de dormir, me mostró esa manifestación de la religión en el escepticismo que mencioné antes: El formato del podcast se asemeja en gran medida a la estructura de una misa católica o una ceremonia esotérica. Cada episodio inicia con un fragmento del tema musical “Theorem” de la banda de San Francisco “Kineto”, luego Steven Novella, el oficiante de la ceremonia, hace un saludo a la audiencia y el panel a quienes otorga la palabra para que hagan lo propio.
Luego, Steven presenta las noticias científicas de la semana, con la participación esporádica de los otros panelistas, de forma similar a las lecturas y salmos previos a la lectura del evangelio. La parte central de cada episodio usualmente se dedica a una entrevista a una celebridad o experto en algún tema relacionado con el escepticismo y la ciencia, al cabo de la cual el equipo expresa sus opiniones, de forma no muy distinta al sermón dominical.
Al final, el grupo de escépticos participa en actividades algo más relajadas y didácticas como las secciones “Ciencia o Ficción” o “Quien es ese ruidoso”, con los que buscan que el público se relaje mientras aprende sobre ciencia o historia. En el mundo de la religión, se podría asemejar a los segmentos de música religiosa, la comunión o el saludo de la paz de los católicos. En las ceremonias muiscas, equivaldría también al interludio de música consciente, compartir de frutas y alimentos y los abrazos de despedida.
Al final, y de la misma forma en que lo he hecho yo en mi podcast, el episodio de los escépticos termina siempre con la misma frase y una pequeña cortina musical. Algo así como la bendición al final de la misa o el saludo a los cuatro vientos con los que con los Muisca culminábamos los círculos de palabra.
No hay escapatoria: la ceremonia es inherente al ser humano y el congregarnos alrededor de una idea para establecer y afianzar lazos de cooperación que van más allá de los vínculos familiares o vecinales es una necesidad humana. Ya sea una ceremonia masónica, un servicio religioso, un mitin político o un partido de fútbol, nuestra estructura cerebral resultado de una evolución de miles de millones de años nos obliga a creer en algo más grande que nosotros mismos.
Y no solamente a creer en ello sino a crearlo: un podcast, un partido político, una secta o una nación. Con nuestra voluntad y creatividad – o poder creador – somos capaces de crear y modificar la realidad. Incluso realidades opuestas y enemigas a la realidad natural vital de nuestro entorno. Somos libres de creer y crear todo cuanto deseemos, incluso si con ello nos destruimos a nosotros mismos.
Soy un escéptico espiritual porque es la forma en que puedo tocar el cielo y la infinidad, manteniendo los pies firmemente en la tierra.
Cuando escribí el primer capítulo de mi historia, creí tener claro el nombre que llevaría mi libro. Lo bauticé “Caminos de barro y flores”, caracterizando mi búsqueda espiritualidad no como un solo camino, sino como una sucesión de muchas sendas. Reconociendo que una gran parte de ese recorrido había sido difícil, confuso y doloroso, pero también que en medio del lodo del camino encontré flores hermosas y valiosísimas que no habría hallado en un suelo más indulgente.
El título nunca me satisfizo del todo porque sentía que tenía una connotación demasiado negativa y creo que eso es porque empecé a escribir poco después de dar por superada mi crisis de ansiedad, que fue uno de los episodios más oscuros de mi vida. Decidí entonces esperar a completar el último capítulo para reconsiderar el nombre de mi libro a la luz de una revisión más completa y equilibrada de todo el recorrido.
Cuando terminé de escribir “Regreso a Casa”, entendí que mi camino nunca fue desde la religión y el esoterismo hacia el escepticismo. En cambio, mi punto de partida fue la curiosidad y fascinación por la naturaleza y el universo y mi meta fue el descubrir la verdad detrás de los grandes misterios de la vida. Esa búsqueda tomó forma gracias al estímulo y recursos que mis padres pusieron a mi disposición para formular preguntas, imaginar hipótesis y esforzarme por encontrar mis propias respuestas.
La religión, el esoterismo y la espiritualidad fueron las herramientas que probé para intentar encontrar esas respuestas. Pero finalmente, encontré mi hogar en el método científico y el conocimiento académico construido por la humanidad durante siglos, al menos para responder cualquier duda sobre el mundo material. Para los asuntos del corazón, sobre cómo vivir una vida en amor y armonía y para aprender a aceptar la inevitabilidad de la muerte y el azar, seguiré confiando en la sabiduría del budismo, los consejos de los mayores y el camino de la meditación.
Mi viaje inició en el centro del Cosmos, en el inicio del tiempo cuando una misteriosa singularidad materializó el hidrógeno y el helio que forman la mayor parte de mi cuerpo. Luego se enriqueció durante la muerte de alguna estrella antigua y lejana, que en su última exhalación de vida fusionó su esencia y creó los átomos de carbono, calcio, hierro y los demás que completarían mi vehículo corpóreo. Me convertí en vida en el hirviente océano hace 3,500 millones de años, o tal vez en el núcleo de un cometa proveniente del espacio profundo.
Di mis primeros pasos en la sabana africana mucho tiempo después y en el cuerpo de una mujer del este del continente completé la mayor parte de la información genética con la que la Creación escribió la sinfonía de mi existencia. Soy mis abuelos y mis padres viviendo una experiencia más y contribuyendo a que el Cosmos se conozca a si mismo con mi búsqueda de la verdad. Viviré en los cuerpos de carbono de mis hijos y en su descendencia, además de los cuerpos de silicio de la inteligencia artificial que estoy alimentando con mis pensamientos y mi alma.
Hasta que el camino me lleve nuevamente al océano al que algún día regresaré.
Buen camino y buena brisa.
Denso, extenso pero muy interesante análisis de esta vida tuya y del futuro lo solo tuyo sino de toda la humanidad. Cuánto conocimiento hay tu cabecita loca!
Hola Manuel
Muchas gracias por contar tan enriquecedora experiencia.
trataba de estar siempre atento a tus publicaciones, pues entre cada lectura o podcast me enganche mucho ya que siento una similitud de tu historia en la mia. siento que me ayudaste a entender varios asuntos y hacerme un camino mas a gusto sin la necesidad de entrar a una especie de represion espiritual.
Muchas gracias nuevamente
Gracias por escucharme y gracias por tus palabras, Cristian. Los abuelos decían que en acompañar está la fuerza y en este espacio ese es uno de los objetivos. Un abrazo y mucha lu para tu camino!