Última actualización el 2020-10-21
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Haber crecido en Colombia en los años 80’s y 90’s significó hacer parte de una sociedad dividida y lesionada, heredera de las injusticias y los odios descritos en el capítulo sobre mi padre; pero además de lo anterior, ser testigo del crecimiento del fenómeno del narcotráfico, que en su obscena rentabilidad clandestina ha servido de combustible para todas las manifestaciones de la criminalidad: guerrilla, paramilitarismo, delincuencia común y organizada. El negocio de la droga ha sido también como un cáncer que hizo metástasis en casi todos los estamentos de la sociedad. La política, el comercio, la cultura y hasta la religión fueron infiltrados por el dinero corruptor del narcotráfico, haciendo que sean muy pocos los colombianos que no han tenido alguna relación directa o indirecta con este fenómeno ilegal.
Esta relación comenzó para muchas familias con uno de sus miembros aceptando una oferta de trabajo ilícito con la promesa de fortuna inmediata. Los políticos recibían dinero para promover leyes que beneficiaran a los narcos, los funcionarios públicos lo hacían para emitir documentos, licencias, permisos, etc. Los más pobres, ya acostumbrados a la violencia en las calles se empleaban, primero como mandaderos y luego como guardias y muchos finalmente como sicarios. En la clase media, gracias a un mayor nivel de educación, los narcos reclutaban jóvenes para operar la cadena de producción: empacando droga, reclutando mulas[1] o contando fajos de dinero.
Mi familia no fue la excepción. Varios sobrinos de mi padre -ya adultos cuando yo era niño- sucumbieron ante las promesas de riqueza rápida y de ella pudieron disfrutar unos pocos años hasta que encontraron la muerte de la misma forma que casi todos los demás pobres que creyeron que podían hacerle el quite a la pobreza por el camino del polvo blanco.
A pesar de lo anterior, mis hermanas y yo nunca tuvimos contacto con la parte de la familia que se involucró en negocios turbios. Mi padre prefirió mantener la distancia y evitar que tuviéramos acceso a lujos y ostentación que pudieran influir en la forma que veíamos el mundo. De la misma forma, conociendo bien los muchos peligros que rondaban las calles, especialmente en un barrio pobre como en el que vivíamos, nuestros padres por lo general desalentaron la posibilidad de salir de casa a jugar con otros niños. Así pues, el mundo en el que crecí estuvo aislado de la realidad que a la sazón se vivía en el país.
La guerra invisible
La primera vez que recuerdo haber tenido consciencia de la ocurrencia de un hecho violento fue en noviembre de 1985. En el noticiero de la noche mostraban imágenes de un enorme edificio envuelto en llamas con un tanque de guerra ingresando por la puerta principal mientras soldados se atrincheraban en varios lugares de la plaza situada al frente. Se trataba del Palacio de Justicia, tomado por guerrilleros del M19 con apoyo del cartel de Medellín y destruido por el Ejército Nacional en una operación de retoma que ha sido calificado por muchos como un holocausto.
El episodio fue doblemente memorable porque un primo mío que se encontraba prestando su servicio militar en la Policía Militar fue designado a prestar guardia a pocas cuadras del lugar de los hechos. Recuerdo apartes de su relato de los acontecimientos mientras hacía una de sus frecuentes visitas a mi mamá. Fue la primera vez que recuerdo haber sentido que un hecho sangriento, en el que alrededor de 100 personas perdieron la vida, no había sido tan solo una historia lejana, sino un hecho real, cercano. Mientras escuchaba a mi primo contar su experiencia, yo con tan sólo 5 años pensaba que ese misterioso fenómeno de morir podía pasarle a alguien cercano.
Esta nueva consciencia de que, así como en la televisión había seres malvados, en la vida real también existía el mal, se fue consolidando a medida que la guerra del cartel de Medellín se iba recrudeciendo. Pablo Escobar le había declarado la guerra al Estado colombiano para presionar la desactivación del tratado de extradición con los Estados Unidos y la estrategia que había escogido para presionar al gobierno era la de causar terror en la población. Durante los años ochenta y hasta su amañada entrega a la justicia en 1991, Escobar ejecutó múltiples magnicidios, de los cuales lo único que recuerdo eran las imágenes de cadáveres abaleados, generalmente entre un carro; que se repetían en las noticias. Pero lo que más efecto tuvo en las vidas de los colombianos del común que vivimos esa época, fueron los atentados terroristas, sanguinarios e indiscriminados que, a partir de 1988, llenaron de sangre las calles de Bogotá y Medellín.
Cuando tenía 9 años, me encontraba en el colegio haciendo primer grado de secundaria y participé en un par de simulacros de evacuación por atentado terrorista, pero a pesar de ello, yo seguía ajeno al estado de zozobra que muchos adultos experimentaban con tan solo salir a la calle. Esto cambió para mí el año siguiente, vi por primera vez un cadáver víctima de la violencia y me convertí en víctima del delito que más afecta la vida diaria de los bogotanos.
Inseguridad
En 1990, yo estudiaba en un colegio público ubicado en el sur de Bogotá, en una zona conocida por la presencia de pandillas juveniles y expendios de droga. Durante las horas de ingreso y salida de estudiantes, el tránsito de cerca de dos mil de ellos generaba una sensación de relativa seguridad. Sin embargo, aquel año mis padres me inscribieron en la preparación para la primera comunión -un evento importante para una familia católica- por lo cual empecé a asistir al colegio algunas tardes y fines de semana. En tales horarios, los alrededores del colegio eran solitarios y las pandillas juveniles acechaban a la espera de personas incautas y vulnerables para asaltarlos, generalmente haciendo uso de navajas y cuchillos, pero a veces también con armas de fuego.
Una vez escapé a un par de intentos de atraco, era cuestión de tiempo para que la suerte no estuviera de mi lado. He de decir que no fui presa fácil ya que, al menor indicio de estar a punto de ser abordado por atracadores, mi reacción instintiva era correr tan rápido como pudiera; algo que me dio resultado en varias ocasiones, pero que es sabido que a muchas personas les valió el castigo por parte de sus asaltantes, a quienes no les agradan los intentos de fuga o resistencia. Ser amenazado con un cuchillo por jóvenes casi siempre menores de edad que traslucían los efectos de la droga, era para algunas personas una molestia más del día a día, pero para mí, que había crecido tan ajeno a la inseguridad rampante de la mayoría de las ciudades de Colombia, significó la transformación del mundo en un lugar hostil y peligroso.
De repente, la maldad y el crimen ya no eran escenas en la televisión o historias narradas por terceros sino la realidad en la que vivía todos los días. Varios de mis compañeros de clase se jactaban de pertenecer a pandillas, ser atracadores o haber “chuzado” -un eufemismo colombiano- a algún enemigo. Los bullies no se limitaban, como lo hacen en las películas, a empujar a sus víctimas y golpearlos en el abdomen, sino que con frecuencia los amedrentaban con navajas y en más de una ocasión vi como sacaban del colegio alumnos heridos de verdad.
Sobrevivir la secundaria significaba tener que aliarse con algún protector de los grados superiores y evitar caer en la antipatía de un “maloso”. Toda aquella situación era para mi desesperanzadora. El pánico que me causaban la maldad y el abuso superaron cualquier asomo de valentía que pudiera tener y la verdad es que los últimos cinco años de secundaria fueron en su mayor parte un verdadero suplicio que transcurrió entre mi esfuerzo por ser invisible en el colegio, la sensación de ser invisible para mi papá en casa, ya que nuestra relación durante esos años se tornó más bien distante y el temor de salir sólo a la calle. Mi lugar predilecto era mi habitación, donde la lectura, la música y las fantasías se encargaban de darle color y sentido a mi vida.
Coraje
Mis miedos eran un tema del que muy pocas veces se habló. Recuerdo haberlo mencionado a mi papá, quien por cierto ya nos había compartido muchas de las historias que narré en el primer capítulo de este libro, lo cual me hacía admirarlo como un hombre valiente, de quien tal vez pudiera aprender a ser menos cobarde. No recuerdo bien su respuesta, pero sé que tuvo el estilo práctico de las razones que mis padres aprendieron a aceptar: Lo importante es no pensar tanto en esas cosas, no demostrar miedo y tener cuidado. No hubo charla motivacional de “tienes la fuerza en tu interior” o algo así, ni tampoco había dinero para permitirme un cambio de colegio a uno de más estrato o para pagar transporte privado, pero yo creo que esa charla pudo haber sido una de las razones por las cuales mis padres me inscribieron en clases de karate y en los Boy Scouts[2] de Colombia.
Tengo que decir que si bien, no creo que ninguna de las dos actividades me haya quitado un ápice de miedo o vuelto algo más valiente, fueron dos de las experiencias más agradables que viví por esos años. La clase de karate de apenas una hora semanal no fue suficiente para darme la menor ventaja para el combate cuerpo a cuerpo, ni hablar de protección ante los atracos callejeros, pero eso sí me dio la primera oportunidad de practicar la disciplina física, la mística por el conocimiento ancestral y el arte de la concentración. Los Boy Scouts también hicieron su parte en fomentar en mí disciplina, concentración y mística; aunque no religiosa sino una mística por el ingenio, el servicio y la autoridad. Con los Scouts conocí jóvenes curiosos por la ciencia y la tecnología y ávidos de poseer navajas y cuchillos para obtener el respeto de la tropa, pero no a través del miedo como había visto en mi colegio, sino a través de la admiración y la jerarquía.
De mi corto paso por la compañía “Estado de Israel” de los Scouts, recuerdo sin embargo una de las tantas historias trágicas que la inseguridad urbana ha escrito en Colombia. El esposo de la coordinadora de la compañía a la que pertenecía, también había sido entusiasta del movimiento Scout y coordinador de un nutrido grupo de niñas y niños exploradores. Un día que se encontraba con su tropa acampando en una de las montañas orientales de Bogotá, en la parte superior del Parque Nacional, el grupo de scouts, que se encontraba aprendiendo a hacer nudos, estacas y otros conocimientos de supervivencia en la naturaleza, fue asaltado por un grupo de maleantes con armas de fuego. Sin consideración por la presencia de niños, los asaltantes despojaron al grupo de dinero y artículos de valor, durante lo que debieron ser para los chicos, interminables minutos de pánico. Pero no contentos con el botín, los asaltantes decidieron acosar sexualmente a algunas de las niñas de la manada. El coordinador del grupo, fiel a sus principios y responsabilidad con las menores trató de impedir el ataque, ante lo cual los asaltantes abrieron fuego contra él, quitándole la vida delante de sus pupilos.
Los hechos habían ocurrido varios años antes de mi ingreso a la compañía Scout, pero, aun así, la historia tuvo un impacto profundo en mi impresionable mente. ¿Cómo podía haber en el mundo personas que actuaran con tal maldad?, ¿Cómo habrán sido esos minutos de pánico mientras los criminales se paseaban entre los niños requisándolos y amenazándolos con revólveres?, ¿Cuáles habrán sido los últimos pensamientos de ese buen hombre que con seguridad no imaginaba que cuando salió de casa en la mañana sería la última vez que vería a su esposa y sus hijos?
Las imágenes de ese evento que no presencié pero que recreé en mi mente con base en la historia que escuché me han perseguido desde entonces y de vez en cuándo reaparecen. Algunas veces sentí como si el espíritu de aquel hombre ultimado por su valentía me pidiera que no lo olvidara, que no quería que su sacrificio fuera en vano. No imaginé que llegaría a escribir su historia, pero aquí estoy honrando su recuerdo ya que representa al mismo tiempo lo que deseo y lo que más temo: la valentía para enfrentar la injusticia en contra de los débiles y la posibilidad de dejar este mundo a manos de la inconsciencia que abunda en él.
Al filo de la noche
Mi lugar favorito en la casa era mi habitación, pero ni siquiera ahí podía aislarme del todo de la difícil realidad de vivir en un barrio pobre en una ciudad hostil de un país violento. Mi habitación quedaba en un segundo piso, con vista a la calle y casi nulo aislamiento acústico de ella. Algunas noches, usualmente de viernes o sábado, mi frágil sueño era interrumpido por gritos de auxilio provenientes de afuera, a veces también por disparos de armas de fuego y con frecuencia por ruidos de riñas entre borrachos. Cuando sucedía, dependiendo de la gravedad del episodio, mi reacción era permanecer inmóvil en mi cama, sintiendo el frío del miedo y visualizando en mi mente los hechos que corresponderían con los ruidos que escuchaba.
Mi esposa, que creció en un barrio popular en la ciudad de Medellín, me cuenta que ella recuerda que, durante su adolescencia, en más de una ocasión escuchó desde su habitación disparos cercanos, pero no de revólver o pistola sino de fusil o ametralladora, y que al día siguiente la historia no era de un atraco o ajuste de cuentas sino de una masacre llevada a cabo a pocos metros de su casa. La delincuencia común se ha reducido sustancialmente en Colombia en los últimos años y experiencias como estas no son tan frecuentes como lo eran durante los años 90, sin embargo, aún faltaría mucho terror para tocar fondo y que los colombianos reconociéramos que nuestro país estuvo a punto de convertirse en un estado fallido, en un narcoestado en guerra civil que habría hecho palidecer las tragedias de Siria o Yemen.
Lo anterior fue profetizado por Jaime Garzón, un humorista valiente -y probablemente loco- que se atrevió a denunciar la formación de grupos paramilitares al servicio de la derecha recalcitrante y la connivencia de políticos y narcotraficantes. Personificando a un humilde y cándido lustrador de calzado, Jaime se sentaba a los pies de los más famosos y poderosos del país y desde allí les decía “chanda”, “cafre”, “delincuente”, “corrupto” con atinado desparpajo, mientras les lanzaba agudas críticas e inquisidoras preguntas. Los entrevistados reían nerviosamente y trataban de responder sin parecer arrinconados pero lo que no sabían era que millones de espectadores que esperábamos cada aparición de Heriberto, el personaje creado por Jaime, nos veíamos reflejados en él y sentíamos una pequeña victoria popular con cada knock-out intelectual que les propinaba.
Lamentablemente, Jaime Garzón fue asesinado el 13 de agosto de 1999 cuando se dirigía a su trabajo en la emisora radial “Radionet”. Fue el primer magnicidio que me tocó el corazón y aún recuerdo esa mañana de viernes cuando mi mamá entró acongojada a mi habitación con la noticia: “mataron a Jaime Garzón”. La tristeza y la rabia se sintieron como si se tratara de un amigo cercano. Algunos titulares decían “Mataron la risa” y un presentador de noticias se despidió de la emisión del noticiero de ese día diciendo “… Buenas tardes… ¡País de mierda!”.
La muerte de Jaime Garzón fue apenas el inicio de uno de los períodos más oscuros de Colombia, un nuevo capítulo sangriento en la historia de mi país que parece tener la costumbre de inaugurar una etapa de infamia con un magnicidio y una catástrofe: En 1948 la violencia política empezó con el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán y el incendio del centro de Bogotá, en 1985 la violencia del narcotráfico empezó con el asesinato del ministro de justicia Rodrigo Lara Bonilla y la avalancha de Armero pero a me correspondió vivir más de cerca la violencia paramilitar que empezó con la muerte de Jaime Garzón y un devastador terremoto en la ciudad cafetera de Armenia. Con el nuevo milenio empezó en Colombia una nueva pesadilla.
[1] Nombre dado a los correos humanos utilizados por los narcotraficantes para llevar droga al exterior, comúnmente adherida al cuerpo o ingerida.
[2] Niños exploradores