Pasaron unos pocos días desde esa toma de yagé en la que mi relación con Diana implosionó en medio de una vergonzosa demostración pública de nuestra impertinencia. Estaba claro que no había marcha atrás; aquella relación fugaz, intensa y condenada hacía ya parte del pasado.
El duelo por dejar ir a esa mujer de quien llegué a sentirme enamorado fue menos intenso de lo que había esperado. Tal vez el caos de la relación tripartita, con sus discusiones y malabares sentimentales, había agotado mi voluntad hacia Diana. O quizás, en el fondo, sabía que nuestra relación se había extendido mucho más allá de su expectativa de vida. De cualquier manera, volver a la paz de mi hogar y darme cuenta de lo sólida que era mi relación con Paula, compensó con creces la ausencia de Diana.
Paula y yo habíamos caminado por el filo de la navaja y después de cruzarlo, todo parecía indicar que habíamos superado la prueba. Nuestro amor se sentía fuerte, la confianza no sólo había sobrevivido, sino que en algunos aspectos se había fortalecido: aunque había heridas que tardarían en sanar, nos habíamos descubierto como amigos, cómplices y confidentes, una faceta que no habíamos tenido oportunidad de explorar antes.
De repente, Paula y yo nos encontramos en un lugar desconocido: las puertas de Estados Unidos se habían cerrado nuevamente y decidimos no intentarlo de nuevo. Diana seguía siendo un fantasma entre nosotros, pero ya no una presencia dominante como lo había sido durante esos meses. Y finalmente, el yagé parecía haber cumplido su ciclo en nuestras vidas: Paula ya llevaba algún tiempo sin sentir que el remedio tuviera un propósito claro para ella y yo me sentía confundido y alienado por esa última ceremonia en la que mi relación con Diana se derrumbó bajo el peso de nuestra debilidad.
Era como pasar una página llena de trazos densos y enredados, y ver una hoja en blanco lista para ser llenada con una nueva historia. Sabíamos que nuestra vida a partir de ese momento sería distinta, pero de lo que no teníamos consciencia era que, para poder iniciar un nuevo capítulo, teníamos antes que cerrar el anterior. El destino nos ofrecía la oportunidad de iniciar esa nueva vida que añorábamos, pero para alcanzarla tendríamos que liberarnos de nuestros actos del pasado y afrontar las consecuencias de nuestras acciones. El camino no sería fácil, pero ya habíamos decidido estar preparados para nuestra siguiente iniciación.
Un nuevo horizonte
La primera decisión que teníamos que tomar era si nos quedábamos en Colombia después de tres años de intentar mudarnos a Estados Unidos. Paula estaba más inclinaba por esa opción, pero yo, menos apegado a mis raíces y desencantado de Colombia después del fiasco del plebiscito por la paz, sentía que mi lugar no estaba ya en el país donde crecí.
Desde el punto de vista práctico, argumenté que, sin posibilidades de mudarnos al país del norte, era cuestión de tiempo para que David me recordara que mi situación de trabajo remoto desde Colombia siempre había sido un arreglo temporal. Ante esa posibilidad, mi mejor opción sería hacer una maestría en negocios que me proyectara a un cargo de mayor perfil, en cualquier lugar donde nos estableciéramos.
Paula estuvo de acuerdo con mi lógica y también comprendió que un título de ese nivel tendría mucho más valor si lo obtenía en el extranjero y en inglés. Así que me dispuse a investigar escuelas de negocios en varios países. Con suerte, David aceptaría mantenerme empleado al menos mientras terminaba mis estudios. Ya veríamos luego.
Después de varios meses de estudiar alternativas, prepararme para un difícil examen de habilidades gerenciales y procesos de selección en varias universidades de Europa y Canadá, logré ser admitido en tres escuelas de negocios: una en París y dos en Canadá. A Paula le emocionaba la posibilidad de vivir en Europa, especialmente después del maravilloso viaje familiar que hicimos al viejo continente el año anterior. Yo, aunque también me sentía atraído por Europa, tenía aprensión ante la perspectiva de tener que aprender francés, un idioma del que apenas tenía conocimientos muy básicos.
Además, la zona horaria tan diferente a la de Chicago me preocupaba. Tendría que trabajar hasta altas horas de la noche para coincidir con el horario del medio-oeste americano, además de cumplir con mis obligaciones de estudio y paternidad.
Pero en el fondo, lo que más me atraía de Canadá era que allí veía un camino claro para convertirnos en ciudadanos de ese país. Paula consideraba que vivir en otro país sería una situación temporal y que tarde o temprano volveríamos a Colombia a radicarnos definitivamente y seguir con nuestras vidas, pero yo estaba cada vez más convencido de que estábamos escogiendo el lugar en el que construiríamos la siguiente parte de nuestra historia y tal vez donde nacería ese niño juguetón y alegre que el yagé nos había mostrado: el angelito que creímos que se convirtió en niña, pero que aún anhelábamos conocer y tener entre nosotros.
Una sombra compañera
Después de esa última ceremonia de yagé, tuve la sensación de no haber salido completamente del trance. El impacto de mis acciones y la reacción de Paula fueron sin duda razones por las cuales no conseguí volver a la vida diaria con la paz y positivismo que usualmente solía tener, incluso después de las tomas de yagé más duras y oscuras.
Pero esta vez era diferente. Pasados unos días de la ceremonia, comencé a percibir presencias inexistentes a mi alrededor. Otras veces mi mente se escapaba de la realidad, explorando cuestiones existenciales o considerando posibilidades místicas inquietantes. Una vez, mientras montaba mi bicicleta, tuve un pensamiento que me sacudió como un trueno: ¿Qué tal si la consciencia humana es un error de la creación y sin importar cuánto nos esforcemos, después de la muerte nos espera una eternidad de sufrimiento parecido al que padecí en esa toma de yagé en la que sentí que encarnaba el mal?
Tal vez lo que experimenté aquel día fue una muestra de lo que todos enfrentaremos cuando abandonemos nuestro cuerpo físico. De repente, mi corazón comenzó a latir con fuerza, sentí como mis manos empezaron a sudar y un frío intenso recorrió mi cuerpo. Nunca antes había tenido un episodio de pánico sin alguna motivación comprensible.
Tuve que detener mi bicicleta, respirar profundamente y recomponerme antes de poder continuar mi camino. Mis manos temblaban y los pensamientos que me habían aterrorizado pocos minutos antes, todavía daban vueltas en mi cabeza, aunque me esforzaba por pensar en cualquier otra cosa.
Con el paso de los días me encontré temiendo y evitando mis propios pensamientos. De un momento a otro, podía pasar de reírme por algún video que encontraba en internet, a cavilar sobre el sentido de la vida, la inevitabilidad del sufrimiento o la posibilidad de perder a un ser querido.
Estas son cuestiones sobre las que meditaba desde hacía mucho tiempo, pero en esta ocasión me resultaban incómodamente punzantes. Mientras que antes podía llegar con facilidad a respuestas positivas o al menos razonables, me encontré llegando siempre a la conclusión de que la realidad era mucho más oscura y desesperanzadora que lo que hasta entonces quise aceptar.
Al principio me bastaba con centrarme en el presente y en mi respiración, tal como aprendí con la meditación vipassana, para sacudirme el agobio y funcionar normalmente, pero con el paso de los días, la sensación se hizo más recurrente, más sobrecogedora y más difícil de ignorar.
Lo peor, no obstante, no era la sensación de miedo acechante, sino que me encontré incapaz de disfrutar de las cosas que normalmente me brindaban satisfacción, como jugar con Luciana, ver videos de ciencia o hacer ejercicio. Dormir era la única rutina que anhelaba a diario, ya que durante la inconsciencia de sueño mis demonios se desvanecían.
Pero en la madrugada, cada vez con más frecuencia, me despertaba súbitamente antes de que el sol saliera, sintiendo una horrible sensación de miedo, temblor y sudor frío. Todo esto lo sufrí en silencio porque tenía la esperanza de que lo que sea que estaba viviendo fuera pasajero. No quería preocupar a nadie, pero en el fondo tampoco manchar mi supuesta imagen de persona alegre y positiva con todo bajo control.
Con lo que no contaba era con que la vida me tuviera guardada una lección más, antes de poder pasar la página e iniciar una nueva vida en Canadá como lo estábamos planeando.
Todo tiene un precio
Mientras combatía en silencio contra mis demonios, Paula y yo nos enfocamos en llevar a cabo nuestro plan de mudarnos a Canadá. En febrero de 2017 recibí la emocionante noticia de que había sido admitido por dos universidades canadienses para hacer mi maestría en administración de negocios (MBA). La primera de ellas, y la que más me atraía, era la universidad de Victoria en British Columbia mientras que la segunda, aunque no me ilusionaba tanto, era la universidad Metropolitana de Toronto. Mi jefe prefería esta última, por estar ubicada a apenas una hora de vuelo desde Chicago.
Finalmente, tomamos la decisión de ir a Toronto, principalmente influenciados por la posibilidad de mantener mi empleo con David. Acepté la oferta y me apresuré a completar la documentación necesaria tanto para la universidad como para la embajada canadiense. La parte más dispendiosa de ese proceso sería obtener la aprobación de mi visado de estudiante y para ello la prioridad era adelantar los exámenes médicos de inmigración.
Se trataba de un chequeo de trámite que incluía pruebas de sangre, rayos X y la visita a un médico general autorizado por la oficina de inmigración de Canadá. Elegimos al doctor Alberto Kopec por su reputación en Internet y completamos todos los pasos necesarios en un par de días. Luego había que esperar unos días más para obtener los resultados y que la solicitud de nuestras visas siguiera su curso.
Pero entonces las cosas tomaron un giro inesperado. Una mañana, mientras me encontraba en mi oficina trabajando, recibí una llamada de Paula que me dejó paralizado. Unas horas antes, ella había salido de casa porque el laboratorio clínico en el que nos hicimos nuestros exámenes de sangre, le informó que era necesario repetir una de las pruebas porque había un problema con la muestra original.
Paula estaba llorando y me dijo que iba de regreso a casa pero que se encontraba muy asustada porque la enfermera que le entregó los nuevos resultados del examen le dijo que su prueba de ELISA había salido positiva. Cuando escuché esto, sentí que mi corazón se detenía. La prueba de ELISA es la prueba que detecta el virus de inmunodeficiencia humana – VIH. De forma automática le dije que no se preocupara, que eso no era concluyente y que ya hablaríamos cuando llegara.
Entonces empecé a temblar y la sensación de pánico, con la que ya estaba familiarizado, me invadió – aunque esta vez con una muy buena razón. Como un relámpago me puse a buscar en Internet todo lo que pudiera sobre la prueba, el virus, el sida y las implicaciones de ser VIH-positivo para el proceso de inmigración a Canadá. Le acababa de decir a Paula que no se preocupara, y ahí estaba yo buscando tratamientos alternativos para el SIDA en Cuba.
Buscar información médica en Internet puede no ser una muy buena idea en general, pero en medio de un ataque de pánico, es realmente un error de juicio. Encontré caudales de información, pero con el estado mental en el que estaba, lo único que logré concluir fue que la probabilidad de que Paula tuviera el virus que conlleva al SIDA, era del 99.4%.
De pronto, mis manos se quedaron inmóviles y una segunda oleada de pánico me invadió cuando me di cuenta de la posible consecuencia de la noticia que Paula acababa de darme: Si ella realmente tenía el VIH, era muy probable que yo lo hubiera obtenido de Diana y luego se lo hubiera transmitido a Paula. Pero ¿cómo podía ser si mi examen había resultado negativo?
Entonces cambié el criterio de búsqueda en Google por “puedo contagiar VIH a mi pareja sin tener la enfermedad” y los resultados me dejaron perplejo: El virus puede permanecer vivo por varias horas fuera del cuerpo, dependiendo del medio en el que se encuentre.
Pensé que de eso se trataba: aquel era el evento que había estado presintiendo por meses, la tragedia que sabía que me aguardaba y para la que había estado tratando de prepararme. También era el castigo que había sentido merecer por mi infidelidad, por mi falta de fuerza de voluntad, por haber fracasado en las pruebas espirituales que el yagé me había mostrado y que no había tenido la entereza de vencer.
Me cubrí la cara con las manos invadido por la vergüenza y lloré como un niño abandonado hasta que escuché a Paula entrar por la puerta de nuestro apartamento. Me limpié las lágrimas y bajé por la escalerilla que descendía de la buhardilla. Paula también había estado llorando y nos abrazamos por un largo rato mientras yo le prometía que todo estaría bien, que saldríamos adelante pasara lo que pasara. Ojalá hubiera podido creer mis propias palabras.
En ese momento todo pasó a un segundo plano: mi posgrado, el viaje a Canadá, mi trabajo. Mi prioridad era resolver hasta donde fuera posible el daño que le había causado a mi esposa, y a ello me propuse dedicar mi tiempo y esfuerzo, costara lo que costara. Total, según los resultados de mi búsqueda obsesiva, con los tratamientos modernos de antirretrovirales, las personas seropositivas podían tener una expectativa de vida casi normal.
Excepto que me estaba adelantando demasiado a los hechos. Algunas horas más tarde, recibimos una llamada del doctor Kopec. Lo percibimos extrañado más que preocupado, y logró devolvernos la esperanza cuando nos explicó que la prueba de ELISA no era concluyente de la presencia del virus y que Paula tendría que hacerse una nueva prueba específica llamada Western Blot que – esa sí – definiría si había contraído el VIH.
Un par de días después fuimos a otro laboratorio en el que a Paula le extrajeron un par de viales de sangre, pero para nuestra sorpresa, el resultado lo recibiríamos hasta entre siete y diez días después. Si hasta entonces mis días se habían vuelto largos y tortuosos, los que sucedieron al Western Blot fueron insoportablemente interminables. Además, tuve que tragarme mis miedos y desesperanza porque ahora tenía que ser un apoyo digno para Paula a través de esa difícil situación.
Paula, como de costumbre, durante esos días hizo gala de una entereza que yo no lograría igualar aún sin tener encima la sombra que me perseguía. Ella se hacía cargo de de Luciana, Ana María y nuestra casa como siempre y hasta reía durante nuestros encuentros familiares. Pero yo podía notar su tristeza y preocupación cada vez que se daba la vuelta para dormir después de darnos las buenas noches. Yo intentaba algunas palabras de aliento, un abrazo o un beso para reafirmarle mi presencia a su lado y luego me daba la vuelta para seguir tragándome mis lágrimas y mi sentimiento de culpa hasta quedarme dormido y poder así tachar un día más en el calendario de la angustia.
Cinco o seis noches de suplicio más tarde, mientras hacía dormir a Luciana en su cuna, le reclamé a mi mente por no ser capaz de extraer un ápice de alegría a la contemplación de mi bebé mientras dormía, algo que antes me llenaba de felicidad. De pronto escuché que Paula contestaba una llamada telefónica y animadamente decía:
– «¿Entonces no hay nada de qué preocuparnos? ¿Todo está bien?»
Si no di un salto y salí a abrazarla fue porque justo el día anterior habíamos llevado al veterinario a un perro pug que teníamos y le habían practicado una serie de exámenes cuyos resultados también estábamos aguardando. Como no esperábamos los resultados de la prueba de VIH sino hasta tres o cuatro días más tarde, pensé que la feliz llamada era para informarnos que «Chimú» no tenía el agresivo parásito que el veterinario sospechaba.
Pero cuando salí del cuarto y vi la felicidad en el rostro de Paula supe que habíamos despertado de la pesadilla: El caso de Paula pertenecía a ese pequeño porcentaje de falsos positivos de la prueba de ELISA.
El monstruo resultó ser un espejismo, pero la lección para mí era clara: el intenso sufrimiento que atravesé durante esos días fue en gran parte causado por el sentimiento de culpa que llevaba a cuestas por mi relación con Diana. Digo el sentimiento de culpa y no la relación en sí, porque está claro que, a pesar de todos mis esfuerzos y atajos mentales, nunca pude justificarme o convencerme del todo de que el poliamor fuera un camino aceptable para mi vida y todo el tiempo mantuve la consciencia de que tarde o temprano tendría que pagar por mi osadía.
El médico epidemiólogo que emitió la certificación de salud para Paula nos explicó que los falsos positivos de ELISA son más comunes de lo que se cree y pueden ser producidos por otras infecciones como el mal de Lyme u otras enfermedades autoinmunes. En otras palabras, Paula no tenía VIH, pero podía ser que tuviera alguna enfermedad que a la postre podría resultar peor que la propia inmunodeficiencia.
Nunca supimos qué fue lo que causó que el cuerpo de Paula produjera el antígeno que reacciona en la prueba de ELISA. Tal vez fue porque Paula tuvo gastroenteritis dos veces poco antes de los exámenes de inmigración, pero el caso es que ya sin mi sentimiento de culpa a cuestas, pude ser genuinamente optimista de que Paula no tenía nada grave y que al menos su salud no sería motivo de preocupación.
Espiral descendente
Pero aún sin una razón real para mi estado de angustia permanente, las cosas en mi mente no lograron mejorar. Pronto me encontré llorando sin razón de un momento a otro y sintiendo una necesidad apremiante de abrazar a Paula, a Ana María, a mis papás o a mis hermanas. Estaba haciendo uso de todas mis armas: la meditación Vipassana en las mañanas, uso frecuente de la hoska de tabaco durante el día y meditaciones de arcángeles en la noche, pero nada lograba curarme por completo de la tormenta que llevaba por dentro.
La tristeza y el miedo constantes eran una carga demasiado pesada para aceptarla indefinidamente. Pero había algo más tenebroso que me estaba consumiendo por dentro: Quizás condicionado por esos trances de yagé en los que sentí que dentro de mí había una maldad acechante, empecé a pensar cada vez con más frecuencia que quizás lo que estaba viviendo era precisamente esa temida transformación en un ser maligno.
Unos meses atrás, una tía me contó de una tragedia que sufrió la familia de un niño que practicaba hockey patín con sus hijos: De la nada, el papá asesinó a la mamá y la hermana mayor del pequeño. Según me contó mi tía, el señor nunca había mostrado ninguna señal de ser un psicópata y por el contrario se caracterizaba por su amabilidad y entrega a su familia.
También supe de otro caso en el que un profesor de aviación que vivía en Santa Marta con su esposa y un niño de tres años, un día cualquiera apuñaló a los dos y luego se suicidó. Y como si fuera poco, después vi en las noticias otro caso más en el que un colombiano que vivía en España, se tomó el trabajo de perforar las tuberías de gas de su casa y sellar cualquier escape de aire, para en la noche envenenarse junto con su familia con dióxido de carbono.
¿Qué carajos sucede en la mente y el alma de un hombre para matar a quienes supuestamente son sus seres más queridos y a quienes debería proteger? ¿Podría ser que el demonio habitara en el alma de esos pobres desdichados y en un descuido les hubiera arrebatado el control para sellar con sangre inocente algún tipo de pacto retorcido con seres infernales?
Esa posibilidad se instaló en mi mente y como un sádico tirano, se dedicó a atormentarme cada vez que me encontraba en la cocina con un cuchillo en la mano, o cargando a mi pequeña Luciana cerca de la ventana de un piso alto. En mi imaginación se proyectaban horribles imágenes de muerte y depravación y cada vez que aquello sucedía, me sentía con el mismo abandono y desesperación que durante esos desafortunados malos viajes de yagé.
Buscando una salida
Mi forma de lidiar con el pánico de convertirme en el peor monstruo que se puede concebir era soltar inmediatamente el cuchillo, o alejarme lo más posible de la ventana mientras abrazaba con fuerza a mi niña, o ceder siempre el volante para no ser yo quien tuviera que conducir cuando llevaba a mis seres queridos en el vehículo.
La vida no era vida ya. Me sentía agobiado por mis propios pensamientos, los presentimientos trágicos y el rastreo constante de peligros a mi alrededor, donde el peor peligro potencial era yo mismo. Mi rutina de meditación, tabaco en polvo, evasión de situaciones peligrosas y conjuros chamánicos cada quince minutos apenas me mantenían funcionando, pero yo sabía que no iba a resistir viviendo de esa manera.
El punto de quiebre para mi llegó una tarde en la que Paula me invitó a cine a ver una película que sabía que me gustaría. Se trataba de Logan, una sombría historia de redención y despedida de uno de los superhéroes más populares de los últimos años, que, no obstante, se centraba más en el drama del ocaso de Logan y su mentor, que en escenas de acción rimbombantes.
En una escena, antes de la mitad de la película, un grupo de científicos inescrupulosos practican experimentos en unos niños para convertirlos en soldados mutantes. La secuencia no era particularmente gráfica o violenta, pero para mi frágil cordura, lo que estaba viendo era en realidad un mensaje sutil desde Hollywood para quienes estuviéramos despiertos, sobre lo que tras bambalinas sucede con cientos de niños desafortunados a manos de las corruptas élites que gobiernan desde las sombras.
Estas ideas no se me habían ocurrido de la nada, sino que las había venido acumulando durante años de elucubraciones sobre las ramificaciones de la ancestral lucha del bien contra el mal. Yo mismo era parte en de esa batalla en mi esfuerzo por sobreponerme a la maldad que quería apoderarse de mi alma. Además, la idea de sectas malignas torturando niños para convertirlos en armas, la encontré en un libro llamado «El Gran Secreto», escrito por el polémico autor británico David Icke.
Cuando leí ese libro, unos seis años atrás, me encontraba en el esplendor de mi exploración de la espiritualidad y el esoterismo. Un amigo me recomendó ese libro diciéndome que se trataba de la “verdad” sobre el mundo en que vivimos. En él el autor narra que los Illuminati, en cabeza de casa real de Inglaterra, sustrae de los brazos de sus madres a los niños que en el futuro se convertirán en los líderes del mundo, para a través de abusos sexuales y tortura, convertirlos básicamente en zombies funcionales que, como marionetas, ejecutarían sin chistar todas las órdenes de sus reptilianos amos.
Cuando terminé el voluminoso libro de Icke, considero que creí en un 50% de sus teorías de conspiración. Pensar que la reina Isabel y sus hijos fueran en realidad una antigua raza reptil extraterrestre con la habilidad de adoptar a voluntad apariencia humana, me parecía una exageración. Creí posible que el asunto de los reptilianos fuera una manera literaria de referirse a su frialdad. Parecía razonable que las conspiraciones descritas en el libro fueran parte de la razón por la cual en el mundo aparentemente reinan la maldad y la injusticia.
Pero esa tarde en la sala de cine, la imagen de los niños sometidos a crueles experimentos me pareció una verdad incuestionable. Traté de evitar mis sórdidos pensamientos, pero ya era tarde. Mis manos temblaban y sentía el sudor frío en mi mente mientras los latidos de mi corazón se hacían cada vez más intensos.
Le dije a Paula que no me sentía capaz de terminar de ver la película y le pedí que nos retiráramos. Cuando salimos, tuve que buscar un lugar para sentarme y practicar mis ejercicios de respiración y así tratar de volver en mí. Creo que esa fue la primera vez que Paula me dijo que creía que debía buscar ayuda, o al menos, la primera vez que yo lo consideré seriamente. No me gustaba nada la idea de «rendirme» y sentir que no pude encontrar una salida por mí mismo.
Paula sugirió que fuéramos a una clínica, pero si pedir ayuda me parecía una derrota, recurrir a la medicina convencional y no a la espiritualidad, era aún peor. Traté de pensar en mejores alternativas, pero me estaba quedando sin opciones: el yagé parecía haber sido parte del problema en primer lugar, mis amigos espirituales ya me habían compartido todo su vademécum de sanación interna y los conjuros solamente me daban algo de tranquilidad por unos minutos, pero cada vez perdían más efectividad y tenía que repetirlos con más frecuencia.
Entonces recordé que la terapia de regresión de María Eugenia Calderón, que me había ayudado años antes cuando por primera vez me sentí angustiado con la idea de que dentro de mi había algo malvado. Esa vez, María Eugenia interpretó mis visiones durante la sesión y me dijo que en una vida anterior yo había sido una especie de mago negro que obtenía su poder de extraer energía vital de mujeres jóvenes. No era un hallazgo agradable, pero al menos me hizo pensar que no tenía sentido seguirme culpando por algo que ni siquiera había hecho en esta vida y aceptar en cierto modo el tener tanta prevención con mi propio lado oscuro.
A Paula le pareció una buena idea que visitara a la sanadora y me consiguió una cita con ella esa misma noche. Durante la consulta, María Eugenia repitió la ceremonia que yo conocí años atrás: me pidió que me recostara en la camilla, me guio en una agradable meditación con su relajante tono de voz y me pidió que le narrara lo que se me pasara por la mente.
Le conté que me veía como un niño pequeño, asustado y molesto. Le describí que sentía rabia porque mi papá acababa de castigarme. Esta vez no se trataba de un recuerdo de una supuesta vida pasada sino de uno de los recuerdos más claros de mi infancia, de una vez que mi padre me castigó con patadas por haber yo mismo pateado la puerta de un closet de su cuarto.
Retrotraje la rabia y la impotencia que sentí por lo que consideraba un abuso y sobre todo el odio que me invadió y que me hizo fantasear con las posibles formas violentas con las que quería que mi padre muriera. La rabia rápidamente dio paso a una honda tristeza y las lágrimas empezaron a rodar por mi sien.
Cuando ya no supe qué mas decir, María Eugenia me dijo que estaba llevando una carga demasiado pesada y que eso era lo que me estaba torturando.
– «Eso que viste es una experiencia que tenías que vivir, pero ya hace parte del pasado, no tienes que seguir llevándola sobre tus hombros.» Me dijo con ternura y luego preguntó:
– «¿Crees en Jesucristo?»
La pregunta me tomó por sorpresa, pero me sorprendió aún más el hecho de no ser capaz de responder inmediatamente. Entonces me di cuenta de algo que no había contemplado: No estaba seguro de creer en Él.
Rápidamente me convencí de una fe que sin darme cuenta había venido erosionándose en silencio. Si me hubiera preguntado por la Virgen María – de quien yo sabía que ella era creyente a juzgar por la decoración del consultorio – habría podido decirle que no con tranquilidad. Pero siempre creí tener una relación cercana con el maestro de Galilea e incluso creía haber tenido varias experiencias de contacto con él a través de los años.
Respondí que sí, más por deseo que por convicción y entonces María Eugenia me dijo:
– «Entonces entrégale a él esa carga. El buen Jesús está ahí de pie a tu lado, tomándote de la mano y preguntándose por qué te has alejado tanto de él. Sin embargo, te dice que nunca se ha ido de tu lado y que está ahí para levantarte.»
El llanto silencioso con el que estaba aliviando la presión se convirtió en ese momento en el llanto inconsolable de un niño abandonado que acababa de encontrar a su padre.
– «¿Aceptas la ayuda de Cristo y entregarle tu carga para que la lleve por ti?»
Respondí afirmativamente y me dejé inundar por ese delicioso bálsamo de la expiación. Sentí que un enorme peso se retiraba de mi espalda. Lloré unos minutos más y luego abrí los ojos para encontrar la amable sonrisa de la terapeuta dándome la bienvenida de vuelta al camino.
Salí a encontrarme con Paula con ganas de contarle lo fácil que había resultado encontrar la cura a mi mal, simplemente dejando que Jesús volviera al timón, pero sabía que Paula nunca había conseguido creer en el invisible redentor, a pesar de provenir de una familia muy religiosa y estar casada con un fan del Nazareno.
En cualquier caso, Paula se alegró de verme de vuelta y percibirme nuevamente esperanzado en el futuro. Con la energía renovada volví a mi vida diaria, convencido de que lo peor había pasado ya. Y así fue. La verdad es que no volví a sentir un pánico inexplicable como esa tarde en el cine, pero al cabo de algunos días me di cuenta de que aún no había vuelto a la normalidad.
A veces cuando pierdes, ganas
Durante algún tiempo, cuando sentía que la sombra se cernía sobre mí, recordaba el momento de renovación de mi fe en el consultorio de Maria Eugenia y repetía el ritual mental de entregarle mi carga a Jesucristo para sentirme mejor. Pero a medida que el tiempo pasó, también se fue diluyendo la efectividad de ese alivio y volvieron mis dudas sobre la fe en un salvador personal o en los rituales esotéricos que seguía practicando.
Si bien, mis crisis no eran ya tan frecuentes ni tan intensas como antes de la regresión, aún distaban mucho de estar en un nivel aceptable y descubrí que, para sentirme bien por un momento, tenía que apagar mi lógica y entregar mi confianza a los poderes sobrenaturales que llevaba años esforzándome por conocer y comprender.
Pero a pesar de haberlo intentado durante tanto tiempo, nunca conseguí extinguir la semilla del escepticismo que desde niño plantó en mi el gran Carl Sagan a través de la serie Cosmos, la película Contacto y el libro «El Mundo y sus Demonios».
Entendí – por fin – que mi batalla interna no era entre el bien y el mal sino entre la fe y el escepticismo. En mi alma coexistían un caminante del misticismo y la espiritualidad, y un admirador de las ciencias del conocimiento. Esa dicotomía no es en absoluto una circunstancia personal sino una de las características más intrigantes de la especie humana. Es el mito de origen de nuestra civilización, sabiamente ilustrado en el Génesis como el antagonismo entre Yahveh y La Serpiente:
Según el texto bíblico, Dios nos ofreció la dicha de la vida eterna y la tranquilidad del paraíso, pero sólo a cambio de obedecerle fielmente y nunca probar del árbol del conocimiento. Por otra parte, la serpiente tentó a Eva y a través suyo a Adán para que no aceptaran el soborno divino y a cambio se convirtieran ellos mismos en dioses a través del fruto del árbol prohibido.
Adán y Eva eligieron lo segundo porque… Pues porque eran humanos y en la naturaleza humana es imposible coartar la necesidad de satisfacer nuestra curiosidad. Así que está claro que la serpiente tenía la razón: como humanos estamos recorriendo el camino de convertirnos en dioses a través del conocimiento y la tecnología. Pero Yahveh también tenía la razón: el precio de traicionar a Dios es ser expulsado del paraíso de la protección y la provisión divinas.
Yo estaba experimentando mi propia expulsión del paraíso. Había vivido toda mi vida con la convicción de ser un elegido de Dios, de contar con su protección incondicional, pero a la vez, con la sospecha de que todo aquello tal vez era tan solo una mentira que aprendimos a contarnos y creer para no ser obliterados por la angustia de una existencia corta, azarosa y sin propósito.
Allí estaba, como dije, la semilla del escepticismo rondándome, pero me sentía demasiado débil, demasiado vulnerable como para intentar abandonar la fe que me había rescatado del agujero oscuro en el que me encontraba. Sin embargo, mi fe no era lo suficientemente fuerte como para poder ignorar la posibilidad de estar equivocado en ella y, además, el regreso de los momentos de miedo y angustia trajo consigo una nueva comprensión:
Si no había un Dios en el cielo escuchando mis súplicas, ni ángeles listos para acudir en mi auxilio, entonces tampoco habría un demonio acechando para apoderarse de mi conciencia y obligarme a actuar en contra de mi voluntad. Entonces todo lo que había visto y sentido en el yagé había sido sólo un engaño producto de la intoxicación alucinógena. ¡No podía ser!, pero tan vez existiera una tercera posibilidad: un punto medio entre espiritualidad y escepticismo que me permitiera dejar de luchar contra mi propia mente.
Una mañana, me vi asaltado por un nuevo ataque de pánico. Entonces decidí que era el momento de aceptar que la espiritualidad se había quedado corta y al menos para mí, la solución posiblemente estaba en el reino de la ciencia médica tradicional. Tenía el antecedente de la enfermedad de Parkinson de mi padre así que tal vez mi problema proviniera en algún desbalance químico en mi cerebro.
Paula me llevó a la clínica psiquiátrica Montserrat en el norte de Bogotá, me asistió en el proceso de registro y me acompañó hasta que un enfermero me hizo seguir a un consultorio. Para mi sorpresa, el profesional de la salud me pidió que me desvistiera y me quedara en ropa interior. Al parecer, a los pacientes psiquiátricos siempre los revisan para verificar si se han hecho daño a sí mismos.
Luego llegó una doctora joven que me realizó un extenso cuestionario. Las preguntas incluían mis motivos para estar allí, antecedentes familiares y un amplio rango de cuestiones que tocaban muchos aspectos de mi vida como mi trabajo, relaciones personales, actividades cotidianas, miedos y preocupaciones.
Al terminar con la entrevista, la doctora se levantó y me indicó que debía esperar a la médica jefe. Una media hora más tarde, la médica joven volvió con otra doctora, no mucho mayor pero que claramente tenía más experiencia y autoridad.
La amable facultativa, que tenía en sus manos el test que acababa de completar con la otra doctora, me dijo que todos mis síntomas y el resultado de la prueba apuntaban a que yo estaba sufriendo una crisis de ansiedad. Me explicó la naturaleza de la condición y los aspectos de mi vida que probablemente tenían mayor incidencia en su desarrollo.
Según la doctora, años de vivir con la incertidumbre de mi emigración hacia los Estados Unidos, para luego decidir un destino distinto, junto con la perspectiva de un nuevo proyecto de vida, podían haber sido factores para ir acumulando la tensión que me llevó a la situación que estaba viviendo.
No menos importante era el hecho de tener una bebé recién nacida y estar ya entrando a la edad media de mi vida, que es un período en el que en particular los hombres somos propensos a la ansiedad. Al parecer tiene que ver con la transición de la juventud, que es un período en el que las prioridades son vivir experiencias emocionantes y prepararse para el futuro, hacia la adultez en la que son los hijos y la economía quienes pasan al primer plano. Me encontraba en un punto de inflexión en el que la salud mental se vuelve más precaria.
Pero la revelación que más me impactó ese día, y que a la postre me sirvió más para comprender mi situación, fue que el test había arrojado otro diagnóstico: yo poseía características del trastorno obsesivo-compulsivo (TOC). Según la doctora, mi disciplina para registrar todos mis gastos, llevar presupuestos detallados, organizar mi oficina y los archivos en mi computador eran indicadores, aunque no definitivos, del TOC. Lo que al parecer me acercó más a ese diagnóstico fueron mis compulsiones, que la doctora observó, de comerme las uñas y crujir mis articulaciones.
La doctora me hizo un par de preguntas adicionales para confirmar su diagnóstico y me prescribió el ansiolítico Alprazolam. También me hizo una recomendación que no esperaba:
– “Yo sé que el yagé es una medicina muy útil para muchas personas y que con ella se pueden tratar algunas condiciones psiquiátricas como la depresión y las adicciones. Pero yo no lo recomiendo a personas que sufran de tendencia a la ansiedad y mucho menos con TOC porque esa sensación de pérdida de control e incertidumbre puede ser abrumadora y llevar incluso a episodios de psicosis.”
Sé que parecerá extraño pero mi diagnóstico, no solo no me afectó negativamente, sino que me entusiasmó. Quería decir que no había un demonio en mi alma ni algo dañado en mi mente. Simplemente estaba atravesando por una dificultad que millones de personas viven a diario. No es algo bueno, pero es mucho mejor que creer ser una especie de portal para liberar el mal del mundo a través del sufrimiento.
El trastorno obsesivo-compulsivo, por otra parte, no tenía nada que ver con el yagé o con mis circunstancias recientes. Cuando la doctora me explicó de qué se trataba, pude entender que se trataba de un rasgo de mi personalidad que me acompaña desde la infancia. Eso explicaba mi facilidad para obsesionarme con temas específicos por largos períodos de tiempo, hasta que los agotaba por puro cansancio. De niño leía libros infantiles cientos de veces hasta aprenderlos de memoria. En mi adolescencia escuché exclusivamente a Los Beatles por años, llevando al desespero a mis padres y como adulto, también me vi obsesionarme con hobbies, proyectos y personas que, como no, también acaparé obsesivamente hasta el cansancio.
Y mis compulsiones eran también viejas compañeras: los hábitos ya mencionados de morderme las uñas y crujir mis nudillos, pero también muchos otros que he tomado y abandonado a lo largo de mi vida: untar de saliva los lóbulos de mis orejas cuando éstas se calientan, silbar notas cortas repetitivamente, rechinar las muelas incluso estando despierto, acariciar mis labios con la uña del pulgar o responder inmediatamente todos los correos electrónicos que recibo. Pero también estaban las compulsiones místicas como persignarme, rezar, hacer la forma del tetragrámaton en el aire o repetir conjuros de protección muchas veces en el día.
Esa tarde en la Clínica Montserrat muchos aspectos de mi vida empezaron a encajar como piezas de un rompecabezas. Hasta ese momento, las obsesiones y las compulsiones eran partes incómodas pero triviales de mi personalidad, pero ahora tomaban una nueva dimensión.
La espiritualidad había llegado a mi vida ocho años atrás en un momento en el que no encontraba un sentido a mi existencia, llenándome de sabiduría, propósito, significado y seres maravillosos. Sin embargo, junto con la espiritualidad me llené también de supersticiones y creencias que sin darme cuenta habían venido socavando mi equilibrio mental como un interminable goteo de agua que es capaz de labrar hasta la roca más sólida.
Pero ese día, después de combatir contra mi propia mente por varios meses, era la ciencia de la psiquiatría la que me estaba dando la mano para volver a salir a flote. Para alguien como yo a quien la sensación de perder el control le genera una crisis de ansiedad, saber que tengo una condición relativamente común, que ha sido estudiada por años y para la cual existen libros, terapias, medicamentos y muchos otros recursos, era una bocanada de aire fresco.
Cuando regresé de la clínica, ya me sentía mucho mejor. Era como si me hubiera estado ahogando y por fin hubiese encontrado la orilla. Aún faltaba mucho para estar fuera del agua, pero al menos tenía algo de qué aferrarme. Los ataques de pánico se hicieron mucho menos frecuentes e intensos que antes y los pensamientos macabros un poco menos aterrorizantes. Con respecto a esto, la psiquiatra que me diagnosticó me dijo que las personas que comenten actos atroces como los que describí de hombres asesinando a sus familias, siempre tienen historial de violencia, fanatismo o enfermedades mentales que los desconectan de la realidad y de sus seres queridos.
Con esta nueva consciencia pude dedicarme con renovada fuerza al proceso de emigrar a Canadá mientras continuaba recuperándome. Seguí meditando y realizando algunas ceremonias chamánicas, pero decidí cortar con los conjuros, amuletos y símbolos a los que había adjudicado tanta importancia.
Aún me faltaba por resolver el tema de mi fe: no sabía si aun creía en un mundo espiritual invisible que nos rodea, en la predestinación revelada por el yagé o en el poder de los símbolos místicos, pero eso era algo que por el momento no me inquietaba. Me bastaba con saber que al menos lo que me estaba sucediendo no tenía nada que ver con espíritus malignos o misiones espirituales ancestrales sino con la forma en que funciona mi cerebro y la forma en que venía lidiando con todos los asuntos que estaban pasando en mi vida.
Ya tendría tiempo luego para reorganizar y aclarar mi sistema de creencias, pero por lo pronto, había una sola cosa más que tenía que resolver: no quería marcharme de Colombia sin haber hecho las paces con el yagé y teniendo como último recuerdo de mi camino espiritual con la ancestralidad indígena, esa desagradable toma de yagé en la que comenzó mi calvario meses atrás.
Quería despedirme del yagé en su casa: la selva amazónica del Putumayo.
Muy interesante tu introspección y relación con el yaje.